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El firmamento del rey David

Los cielos de hoy, como los de los días del rey David, continúan hablándonos de la gloria de Dios.

CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz 04 DE JULIO DE 2015 12:22 h
Puesta de sol. / AdinaVoicu, pixabay

La historia del rey David, uno de los grandes gobernantes que tuvo Israel en la antigüedad, y que fue padre de otro rey, Salomón, se relata en los libros bíblicos de Samuel y Salmos. Este último deja constancia de la naturaleza humana de tan singular hombre, así como de su talento para la lírica y la composición poética hebrea.



En el Salmo 19 escribió las siguientes palabras: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día emite palabra a otro día, y una noche a otra noche declara sabiduría. No hay lenguaje, ni palabras, ni es oída su voz. Por toda la tierra salió su voz, y hasta el extremo del mundo sus palabras. En ellos puso tabernáculo para el sol; y éste, como esposo que sale de su tálamo, se alegra cual gigante para correr el camino. De un extremo de los cielos es su salida, y su curso hasta el término de ellos; y nada hay que se esconda de su calor.”



Este salmo ha hecho dudar a muchos eruditos acerca de la unidad de su composición. Algunos han creído ver en él dos salmos diferentes unidos en uno solo. El primero formado por este himno cosmológico en el que el cielo y el firmamento, así como el día y la noche, cantan silenciosas alabanzas al Creador; mientras que el segundo estaría constituido por una reflexión de tipo sapiencial sobre la ley del Señor. Sin embargo, también resulta razonable entender que David quisiera reflejar en un único salmo dos imágenes fundamentales y complementarias de la divinidad: la del Dios Creador, reconocido y alabado por sus criaturas en todo el orbe (1-6) y la del Dios de la Alianza (7-14) que entrega la ley a su pueblo. Dos perfiles diferentes, entre los infinitos que posee la divinidad.



Al escudriñar solo la primera parte, se descubre el sentimiento que seguramente experimentaba el salmista. En ocasiones, las palabras no son suficientes para expresar todo aquello que se siente y es el silencio de las noches estrelladas, la luz del alba o del ocaso así como la inmensidad del cosmos, lo que mejor expresa alabanza al Creador. A veces, los seres humanos nos perdemos en nuestra propia verborrea y no conseguimos superar siquiera el primer peldaño de la verdadera adoración. Pero las criaturas son capaces de hablar sin sonidos fonéticos sobre la grandeza del Sumo Hacedor. En los atardeceres, los reflejos cromáticos de la luz solar sobre las nubes del cielo entregan lentamente el día en manos de la oscuridad nocturna. Y al amanecer, son las sombras negras las que se desvanecen en brazos del alba para observar el nacimiento de un nuevo día. La luz transmite consignas a la oscuridad para que la vida continúe en una sucesión que será imparable hasta que Dios lo decida. La oscuridad obedece y, a su vez, pasa el relevo. Un día emite palabra a otro día, y una noche a otra noche declara sabiduría, sin lenguaje, sin palabras, sin voz. ¿Podemos las personas ser también anunciadores silenciosos?



Hay aquí una tensión cultural solapada. Casi todos los pueblos vecinos de Israel creían que el Sol, la Luna y las estrellas del firmamento eran dioses a quienes había que temer y venerar. No obstante, para David, eran solamente un entramado de lumbreras en el que Dios había dejado impresas sus huellas de sabiduría y misericordia. Al astro rey se le compara con el esposo -sinónimo de fecundidad- que sale de la alcoba radiante, satisfecho, henchido de amor. Pero también con un resistente atleta al que nadie logra detener, capaz de recorrer el camino marcado en el estadio desde Oriente a Occidente. Es como un ardiente héroe que prodiga su calor por todo el orbe. No obstante, este Sol no es Dios sino una criatura natural hecha por el Altísimo.



Aquí no habla el Creador sino un salmista de carne y hueso que, aunque inspirado, refleja la cultura de su tiempo. En aquella época, todos creían que era el astro rey quien giraba alrededor de la Tierra y no ésta la que lo hacía alrededor del Sol, como la astronomía moderna acepta. De ahí que la imagen poética asuma lo que todo el mundo creía entonces. A saber, que, por la mañana, la lumbrera mayor salía de la tienda invisible que Dios le había construido en Oriente, para ocultarse, medio día después, en su tienda de Occidente. Imagen no científica sino común y poética. ¿Cómo ve hoy la ciencia el Sistema Solar y el universo? ¿Resulta posible seguir pensando como el salmista y decir que los cielos cuentan la gloria de Dios? ¿Continúa actualmente el firmamento anunciado la obra del Creador o quizás las teorías cosmogónicas han cambiado esta apreciación haciendo innecesaria la divinidad?



Hagamos el siguiente ejercicio de imaginación. Pensemos por un momento que llevamos varias horas caminado montaña arriba por un estrecho sendero nevado. Vamos bien equipados y abrigados pero es invierno y la temperatura oscila alrededor de los cero grados centígrados. Está oscureciendo y, de pronto, descubrimos la luz de un refugio de alta montaña. Nos aproximamos a él y al entrar en su interior notamos algo extraño. Nos sorprende que no haya nadie. Sin embargo, la chimenea está encendida y la temperatura interior ronda los veinte grados. Un agradable olor a comida viene del restaurante y, al entrar en él, nos damos cuenta de que se trata de nuestro plato favorito que reposa humeante sobre la mesa. El aparato de televisión está conectado en nuestro canal preferido. Vemos que los libros que más nos gustan reposan sobre los estantes de la pequeña biblioteca. Allí están también los CD’s de música y los DVD’s de películas que tanto disfrutamos en casa. ¿Qué conclusión lógica podríamos sacar de todas estas coincidencias? ¿Ha sido sólo el azar o quizás alguien sabía que veníamos y lo ha preparado todo para nuestra comodidad?



Hace unos pocos años, los cosmólogos se dieron cuenta de que el universo se parece mucho a este refugio imaginario del ejemplo ya que parece pensado para la existencia, no sólo de la vida en general, sino especialmente, de la vida humana. Es como si alguien nos hubiera estado esperando y lo hubiera adecuado todo minuciosamente para ello. Existen, por lo menos, unas diecinueve leyes físicas que deben coincidir de manera precisa para que la vida pueda prosperar en la Tierra. Una mínima variación en cualquiera de ellas, en la fuerza de la gravedad, o en las fuerzas nucleares (débil y fuerte), o en la fuerza electromagnética, harían que el universo fuese inhabitable para los seres humanos. No existiría el cosmos, si su masa inicial hubiera sufrido un mínimo cambio del orden de un pequeño granito de sal común. Si esta minúscula alteración se hubiera dado, el universo no se habría expandido como se cree que lo ha hecho o, en cualquier caso, lo habría realizado tan velozmente que se hubiera desintegrado por completo. Por lo tanto, los cosmólogos descubrieron que el cosmos es “perfecto” para la vida.



Sin embargo, los seres vivos son incapaces de sobrevivir en cualquier lugar del cosmos, ya que la mayor parte de los ambientes que se conocen resultan inadecuados. Para que la vida pueda prosperar correctamente en un planeta como la Tierra se requieren como mínimo seis condiciones principales:



1) Es menester que dicho planeta pertenezca a una galaxia en espiral como la Vía Láctea. Los otros dos tipos de galaxias que existen (elípticas e irregulares) no son aptas para la vida.



2) Incluso en una galaxia en espiral, cualquier lugar de la misma tampoco resulta bueno. La vida sólo es posible en aquellos planetas situados en zonas de la galaxia que no estén expuestas a radiaciones cósmicas perjudiciales, como el lugar que ocupa la Tierra en la Vía Láctea.



3) La mayoría de las estrellas que hay en el universo son mortales para nosotros. Muchas resultan demasiado grandes para mantener la vida, mientras que otras son excesivamente luminosas o inestables. Sólo una estrella perfecta como el Sol permite sustentar la biosfera terrestre.



4) Desde luego, la vida debe tener una relación equilibrada con la estrella que le aporta la energía necesaria. Cualquier alteración de dicho equilibrio, como una exagerada variación en la distancia entre la Tierra y el Sol, provocaría la congelación de la hidrosfera o su evaporación catastrófica.



5) Los grandes planetas periféricos del Sistema Solar, como Júpiter y Urano, protegen la vida terrestre del impacto destructor de cometas y meteoritos. Es difícil que tales condiciones astronómicas juntas puedan darse en otros sistemas planetarios.



6) Por último, la biosfera necesita también de la Luna, ya que su tamaño y adecuada distancia estabilizan el eje de inclinación terrestre y contribuyen a crear un ambiente estable que permite la vida.



Existen muchísimos factores más, tanto físicos como químicos, astronómicos y cosmológicos que resultan imprescindibles para la habitabilidad de un planeta. Lo cual permite concluir que tanto la Tierra, como el Sistema Solar y el universo entero, son perfectos para la vida. ¿Por qué lo son? La mejor respuesta que puede darse es creer que un Diseñador sabio y todopoderoso los hizo de esta manera. No se trata de casualidad sino de intencionalidad. Igual que aquel confortable refugio de montaña, al que nos referíamos antes, el cosmos es así porque así lo necesitaban los seres que son portadores de la imagen de Dios en su alma.



Los cielos de hoy, como los de los días del rey David, continúan hablándonos de la gloria de Dios. El firmamento, del que sabemos mucho más que antaño, sigue anunciando la obra de sus manos. Mientras tanto, los días no ha cesado de comunicarse en silencio por medio de esa poesía rítmica y colorida. El Sol acude puntual cada mañana para sustentar toda la vida del planeta y permitirle al ser humano contar sus días con sabiduría. El Salmo 19 está vivo todavía, como cuando salió del corazón y la mente del salmista.



El Señor Jesús leyó también este salmo en numerosas ocasiones y se identificó con él, porque si los cielos cuentan la gloria de Dios, su hijo Jesucristo la personifica. Si los días y las noches se hablan sin palabras, el Verbo por excelencia, la Palabra que fue hecha carne vino a habitar entre nosotros y nos permitió ver su gloria singular. Jesús es el cumplimiento de la Nueva Alianza, quien permite ver de manera perfecta a Dios. Es el Maestro que alaba al Padre, al Señor del cielo y de la tierra, porque ha escondido estas cosas a los sabios y entendidos para revelárselas a los sencillos, a quienes son como niños (Mt. 11:25). También hoy, Jesús nos sigue invitando a aprender de la naturaleza, de los lirios del campo y de las aves de los cielos, esa lección de amor que Dios nos tiene reservada.



“Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo? Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe?” (Mt. 6:25-30).



La primera mitad de este salmo 19 (1-6) es cósmica, poética y ecológica. Podemos orarla en silencio, hacerla nuestra partiendo de ese susurro apagado que nos viene de la creación. El firmamento del rey David, que no ha cesado durante milenios de alabar a Dios, nos invita todavía hoy, como miembros del universo, a ser parte en dicha alabanza.



Sin embargo, la segunda parte del salmo 19 (7-14) nos dice que solamente quien está familiarizado con la ley divina (o la Palabra de Dios) puede comprender auténticamente el lenguaje de la creación. El mensaje del universo natural es insuficiente para darnos un conocimiento profundo del carácter de Dios. Es verdad que “los cielos cuentan la gloria de Dios”, pero no su voluntad. Solamente por medio de la Escritura podemos conocer a Dios. La luz de la resurrección de Cristo es la que mejor ilumina toda la creación y nos ayuda a comprender su lenguaje. No es la creación o la naturaleza a secas lo que debemos contemplar los cristianos, sino la creación restaurada en Cristo, que es su modelo y Señor.


 

 


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