La probabilidad de obtener por casualidad una sencilla proteína de tan sólo cien aminoácidos es exactamente una entre veinte elevado a cien.
Uno de los argumentos que desafía la concepción neodarwinista de las mutaciones al azar seleccionadas por el medio ambiente, como causa de la diversidad biológica, proviene del mundo de las matemáticas. Hace casi cincuenta años, en un congreso que tuvo lugar en el Instituto Wistar de Anatomía y Biología de Philadelphia -el llamado Simposio Wistar de 1966-, el matemático francés Marcel Schützenberger afirmó que la teoría matemática de la complejidad contradecía las suposiciones fundamentales de la teoría evolucionista de Darwin.1 Los biólogos transformistas presentes en dicho encuentro, entre quienes figuraba Ernst Mayr -uno de los principales proponentes de la síntesis neodarwinista-, prefirieron ignorar los argumentos de Schützenberger, ya que no pudieron rebatirlos adecuadamente. Se le criticó severamente pero nadie consiguió desmentir su afirmación de que la probabilidad de las mutaciones al azar daba siempre resultados negativos y, por tanto, éstas no podían crear nada nuevo. La mayoría de los asistentes, que eran científicos evolucionistas, le respondieron simplemente que si estábamos en el mundo es porque habíamos evolucionado de alguna manera y que, por lo tanto, algo erróneo debía haber en sus cálculos matemáticos. Además, ¿qué tienen que ver las matemáticas con la biología? ¿Es pertinente que las ciencias exactas se entrometan en el ámbito de las ciencias biológicas?
Medio siglo después, a propósito de las afirmaciones del Diseño inteligente, suele decirse también que la complejidad específica que evidencian los organismos, sería una pura construcción matemática que nada tendría que ver con los procesos propios de los seres vivos, por lo que se trataría de algo irrelevante en biología. ¿Qué hay de cierto en esta afirmación? ¿Están los partidarios del Diseño introduciendo con calzador las matemáticas en el terreno de la biología o acaso son los últimos descubrimientos biológicos los que han puesto sobre la mesa hechos susceptibles de análisis matemático? Y, en cualquier caso, ¿quién debe decidir la relevancia del cálculo numérico en biología?
Uno de los padres de la teoría del Diseño inteligente, el matemático William Dembski, propone una sencilla ilustración acerca del trabajo de un cartero, que puede resultar útil para entender esta situación creada.2 Imaginemos -dice- que un cartero tiene que repartir 101 cartas en 100 buzones de otros tantos domicilios diferentes. Por poco que se piense, resulta evidente que para realizar dicho trabajo de manera satisfactoria, en algún buzón será necesario introducir más de una carta. Supongamos que aparece en escena un matemático y, haciéndose un poco el listillo, le dice al cartero: ¡Oiga, yo creo que en algún buzón tendrá Ud. que poner dos cartas, si quiere repartirlas todas! A lo que el repartidor del correo responde airado: ¿Quién es usted para meterse en mi trabajo? ¡Llevo toda la vida repartiendo cartas y ahora viene a decirme cómo debo hacerlo! Moraleja: está claro que por mucha experiencia que tenga el cartero, si se empeña en colocar 101 cartas en 100 buzones siempre le sobrará una, a menos que meta dos en algún buzón. El matemático tiene razón y el “experto” repartidor del correo se equivoca. Pues bien, en esta polémica entre las matemáticas y la biología ocurre algo parecido.
Tanto la teoría de la complejidad de Schützenberger, como el criterio de complejidad específica de Dembski, pueden aplicarse con propiedad a los sistemas biológicos ya que éstos están formados por moléculas complejas con un alto contenido en información codificada. La disposición de los monómeros que las constituyen es susceptible de análisis probabilístico. Resulta posible calcular exactamente el número de enlaces entre átomos, bases, azúcares o ácidos, así como la probabilidad de que tales uniones sean de una manera y no de otra. La peculiar secuencia de bases nitrogenadas (adenina, timina, citosina y guanina) del ADN, que encierra el diseño meticuloso de cada criatura viva, puede ser evaluada matemáticamente y esto permite descartar el puro azar de las mutaciones aleatorias como causa original de la misma.
Veamos un ejemplo al respecto. De la misma manera que una compleja señal de radio proveniente del espacio, que estuviera formada por una secuencia de 1.186 pulsos y pausas representando perfectamente la sucesión de los números primos (aquellos que sólo son divisibles por ellos mismos y por la unidad), desde el 2 al 101, -como detectaron los investigadores del proyecto SETI en la película de ficción Contact, protagonizada por la actriz Jodie Foster- sería interpretada inmediatamente por todo el mundo como una confirmación de inteligencia extraterrestre, también la compleja sucesión de bases nitrogenadas del ADN, capaz de contener las instrucciones precisas para formar un ser humano, constituye una evidencia matemática de inteligencia diseñadora.
Los biólogos pueden calcular las probabilidades de las sucesiones de los nucleótidos en los ácidos nucleicos y de los aminoácidos en las proteínas con absoluta precisión matemática. Esto es posible porque tales monómeros sólo se pueden unir de una forma, es decir, a lo largo de una cadena de azúcar-fosfato en el primer caso y mediante enlaces peptídicos en el segundo. Estos cálculos son relativamente fáciles puesto que existen únicamente cuatro nucleótidos que conforman el ADN y veinte aminoácidos que constituyen todas las proteínas. Son alfabetos formados por “letras” cuya sucesión no permite demasiados grados de libertad. Resulta, por tanto, más simple calcular las probabilidades de su sucesión que las de, por ejemplo, la aparición de la frase “en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”, en la pantalla de un ordenador tecleado al azar por un chimpancé juguetón (cosa que aunque parezca ridícula se ha hecho). Nuestro alfabeto castellano tiene todavía más símbolos y es más complejo que el de estas biomoléculas.
La probabilidad de obtener por casualidad una sencilla proteína de tan sólo cien aminoácidos es exactamente una entre veinte elevado a cien. ¡Una infinitesimal barbaridad! Pero aún es muchísimo menor para el ADN. La posibilidad de que apareciera una simple cadena de cien nucleótidos por azar, con información para elaborar proteínas como las que tenemos en las células, es de una entre cuatro elevado a cien, y este cien, a su vez, elevado a ochenta y uno. ¡El bombo de esa hipotética lotería tendría más bolas que átomos posee el universo! Esto no es ninguna metáfora sino una realidad matemática ya que tanto los nucleótidos como los aminoácidos son alfabetos precisos. El ADN es un código que mediante la transcripción y la traducción convierte cadenas de nucleótidos en cadenas de aminoácidos que constituyen proteínas específicas.
En resumen: no es que los matemáticos se hayan inmiscuido en el terreno de los biólogos sino, más bien, que la bioquímica moderna permite realizar tales cálculos matemáticos. ¿Es una buena actitud cerrar los ojos a esta realidad, permanecer aislados de las matemáticas y empeñarse en decir que el estudio de las probabilidades es irrelevante en biología? Yo creo que las ciencias exactas ponen de manifiesto que la complejidad biológica no puede ser fruto del azar.
1 Moorhead, P. y Kaplan, M., 1967, Mathematical Challenges to the Neo-Darwinian Interpretation of Evolution, Nueva York, pp. 73-80.
2 Dembski, W., 2005, Diseño inteligente, Vida, Miami, p. 254.
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