¿Cómo aparecieron juntos todos los ingredientes, constantes y fuerzas necesarios, en el momento oportuno y en la medida adecuada, para producir un universo capaz de albergar la vida? Sólo se han dado dos respuestas: azar o diseño.
El profeta Jeremías razonaba, después de observar el orden que muestra el mundo, que debía haber un dios-creador todopoderoso que lo hubiera hecho todo así de ordenado, y que tal dios era el Dios judío. Es verdad que en aquella época la existencia de las divinidades se daba por hecha y no requería de demostraciones filosóficas, sin embargo, el profeta defiende el poder del creador a partir de la grandeza de la creación: “como no puede ser contado el ejército del cielo, ni la arena del mar se puede medir” (Jer. 33:20-25). De la misma manera, la regularidad de la naturaleza era, para él, un poderoso argumento a favor del teísmo. “Si pudiereis invalidar mi pacto con el día y mi pacto con la noche, de tal manera que no haya día ni noche a su tiempo”. Pero, lo cierto, es que no podemos negar los ritmos naturales, ni “las leyes del cielo y la tierra” que él ha instituido. Desde aquella remota época, seis siglo antes de Cristo, el argumento del orden ha venido acompañando a los pensadores que creen en Dios.
Sin embargo, algunos científicos ateos dicen hoy que el orden y el diseño que evidencia la naturaleza es solamente una simple “coincidencia antrópica”. Es decir, están de acuerdo en aceptar la increíble improbabilidad de que el universo esté organizado como lo está, pero lo explican diciendo que si no lo estuviera, los seres humanos no estaríamos aquí para verlo. ¿Es esto una verdadera explicación o una excusa que no explica nada? Procuraré mostrar que se trata, más bien, de lo segundo.
Por coincidencia antrópica se entiende el cúmulo de condiciones previas necesarias para que pudiera darse la vida inteligente sobre la Tierra. Las cuatro fuerzas fundamentales del cosmos (interacción nuclear fuerte, interacción nuclear débil, interacción electromagnética e interacción gravitatoria) tuvieron que presentar valores sumamente precisos. Por ejemplo, si la interacción nuclear fuerte, que es la responsable de mantener unidos a los protones y neutrones que coexisten en el núcleo del átomo, fuese sólo ligeramente superior, no se habrían podido generar los átomos de hidrógeno, fundamentales para los seres vivos. Pero si fuera algo más débil de lo que es, únicamente se habría formado hidrógeno, aunque ningún otro átomo diferente. Lo mismo que ocurre con las fuerzas que operan en el microcosmos de la materia, se da también en aquellas que intervienen en el macrocosmos del universo. En efecto, si la interacción gravitatoria fuese un poco más fuerte de lo que es, las estrellas se quemarían mucho más rápidamente de lo que lo hacen y, por tanto, nuestro Sol no podría sustentar la vida sobre la Tierra. Por el contrario, si la fuerza de la gravedad fuera algo más débil, habría sido imposible crear los elementos químicos pesados, necesarios para elaborar planetas como el nuestro. Los físicos y cosmólogos han señalado más de setenta coincidencias antrópicas como éstas, imprescindibles para que el universo pudiera sustentarnos.
La pregunta que se formulan los científicos especializados en tales temas es: ¿cómo aparecieron juntos todos los ingredientes, constantes y fuerzas necesarios, en el momento oportuno y en la medida adecuada, para producir un universo capaz de albergar la vida? Sólo se han dado dos respuestas: azar o diseño. No obstante, cuando se recurre a las matemáticas, el diseño supera con creces al azar. En efecto, si hubiera sido mediante el azar, la probabilidad de que dichos ingredientes cósmicos se dieran juntos en la realidad no debería ser demasiado pequeña. Pero los cálculos demuestran no solamente que tal posibilidad es minúscula sino que es, de hecho, infinitesimal. El profesor emérito de matemáticas en la Universidad de Oxford, Roger Penrose, se entretuvo en realizarlos y escribió: “Esto nos dice lo precisa que debía haber sido la puntería del Creador: una precisión divina de una parte en 1010-123 (una entre diez elevado a diez, y este último diez a su vez elevado a ciento veintitrés). ¡Una cifra extraordinaria! Ni siquiera podríamos escribir el número completo en la notación decimal ordinaria: sería un “1” seguido de 10123 ceros. Incluso si escribiéramos un “0” en cada protón y en cada neutrón del Universo entero -y añadiéramos también todas las demás partículas-, todavía nos quedaríamos muy cortos.”1 En la práctica, una posibilidad como esa para que ocurriera el Big Bang y diera lugar al universo por casualidad, es infinitamente menor que lo que se considera probabilidad cero, desde el punto de vista matemático. En realidad, lo que dice aquí Penrose es que el origen del cosmos por azar es algo sencillamente imposible.
Como semejante conclusión no gusta a todo el mundo, pronto surgieron subterfugios cosmológicos: ¿y si en vez de un universo hubiera infinitos? La idea del multiverso, o de la existencia de todos los mundos que se pudieran imaginar, haría del origen del nuestro, no una cuestión de suerte, sino una necesidad imperiosa. Se introduce así una tercera alternativa que habría que añadir al azar y al diseño. Si se dieran en la realidad todos los universos posibles, necesariamente debería existir al menos uno exactamente igual al nuestro. Es evidente que un universo único como el que conocemos no pudo originarse por azar, las matemáticas lo prohíben, pero si hubiera un número infinito de mundos, no sería sorprendente que existiera también éste que habitamos. Por tanto, no se trataría de un milagro increíble sino de una necesidad lógica. Este argumento cosmológico de Alan Guth y Frank Tipler es realmente paradójico ya que viene a decir que la suposición de la existencia de infinitos universos es una cuestión racional y lógica, mientras que la del diseño inteligente no lo es. ¡Viva la ciencia objetiva, abajo la teología irracional!
El problema con esta idea de los mundos que aparecen como burbujas de jabón es que no tenemos ni la más mínima evidencia de ellos. Además, como serían por definición universos inaccesibles al nuestro, jamás podremos tenerla. Nada impide, por tanto, considerar semejante hipótesis del multiverso como una falacia cosmológica, sin reflejo alguno en la realidad, que lo único que pretende es evitar el inconveniente de la improbabilidad del azar, generando otro mucho mayor.
Pues bien, si casualidad y necesidad son descartadas, únicamente queda la conclusión del diseño. Esta es la que han adoptado muchos cosmólogos, que están de acuerdo con lo que escribió el astrofísico Fred Hoyle, a propósito de la extraordinaria coincidencia en la síntesis carbono-oxígeno: “Una interpretación razonable de los hechos es que una inteligencia superior ha jugado con la física, con la química y con la biología, y que no existen fuerzas ciegas en la naturaleza”.2 Es verdad que el ajuste fino de las constantes del universo es necesario para que los humanos, entre otras especies biológicas, sobrevivamos en la superficie de la Tierra. Sin embargo, esta constatación no hace que tal increíble realidad sea menos sorprendente, ni tampoco contribuye a hacer del azar algo más probable. El universo es único puesto que no tenemos ninguna evidencia de lo contrario. No debemos pensar que fue el afortunado en una supuesta lotería cósmica que eliminó a todos los demás universos inhóspitos para la vida porque, en realidad, no hay más cosmos que el nuestro. Vivimos en un mundo que fue deliberadamente sintonizado para nuestra existencia y este hecho no puede explicarse mediante el azar o la necesidad.
El filósofo de la Universidad de Oxford, Richard Swinburne, propone el siguiente ejemplo que puede servir para entender todo esto.
“Supongamos que un loco rapta a una víctima y la encierra en una habitación con una máquina barajacartas. La máquina mezcla diez barajas simultáneamente y luego saca una carta de la baraja y exhibe simultáneamente las diez cartas. El secuestrador le dice a la víctima que pronto pondrá la máquina a funcionar y mostrará su primera extracción, pero que a menos que la extracción consista en un as de corazones de cada baraja, la máquina desencadenará simultáneamente una explosión que matará a la víctima, a consecuencia de lo cual no verá qué cartas sacó la máquina. La máquina, entonces, se pone a funcionar y para asombro y alivio de la víctima, muestra un as de corazones de cada baraja. La víctima piensa que este hecho extraordinario necesita una explicación en términos de que la máquina haya sido manipulada de algún modo. Pero el secuestrador, que aparece de nuevo, pone en duda su sugerencia: ‘No debe sorprenderte’, dice, ‘que la máquina saque sólo ases de corazones. No tendrías posibilidad de ver otra cosa. Porque no estarías aquí para ver nada en absoluto si hubiesen sido extraídas cualesquiera otras cartas’. Pero, naturalmente, la víctima tiene razón y el secuestrador está equivocado. Hay de hecho algo extraordinario, que necesita explicación, en que salgan diez ases de corazones. El hecho que este orden peculiar sea una condición necesaria de que la extracción sea percibida no hace menos extraordinario y necesitado de explicación lo que es percibido”.3
De la misma manera, el hecho sorprendente de que nosotros estemos en este mundo y podamos contemplarlo no explica en absoluto el misterio de su singular existencia, ni elimina la necesidad de un creador omnipotente que lo diseñó todo con exquisita precisión matemática. Todo lo que sabemos nos indica que no somos una mera coincidencia antrópica sino, más bien, la imagen intencional de un Ser supremo.
Notas
1 Penrose, R., 1996, La mente nueva del emperador, Fondo de Cultura Económica, México, p. 310. He transcrito la potencia matemática en palabras para una mejor comprensión.
2 Citado en Davies, P., 1984, El Universo accidental, Salvat, Barcelona, p. 160.
3 Swinburne, R., 2011, La existencia de Dios, San Esteban, Salamanca, p. 181.
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