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La Psicología Divina y la maledicencia

Creernos dignos de juzgar al prójimo es vernos ya como sus superiores, incurriendo en pecado de orgullo, voluminosa viga que oscurece nuestra visión.

DESDE EL CORAZóN AUTOR Roberto Velert 08 DE MARZO DE 2015 09:45 h

Tradicionalmente, se dice que todos los chismosos son mujeres, pero los hombres incurrimos a menudo en el mismo pecado y lo llamamos “juzgar las cosas”.



Nuestro Maestro, al hablar de los maldicientes, dijo: “No juzguéis a los demás, o seréis juzgados”. Su admonición indica lo malo en los otros. Dios es el único que ve en el corazón de nuestro prójimo, mientras nosotros sólo vemos la cara. Es por eso que en la mayor parte de los Juzgados del mundo, los magistrados llevan togas, pelucas o birretes durante los juicios, para mostrar que es la Ley la que juzga y no ellos ni sus opiniones personales y mucho menos políticas. Esto se hace por reconocimiento de la verdad que todos los hombres sospechan. Hay una impudicia clara en el hecho de permitir, ni aun a los más sabios de entre nosotros, burlarnos de nuestros amigos o catalogar a nuestros enemigos. Cuando juzgamos a otros, a nosotros nos juzgamos. Nuestro Señor nos pidió que no juzgáramos para que no se nos juzgase, ampliando que con la misma vara que juzgáramos lo seriamos también, porque a veces el juicio que formulamos contra otra persona equivale a la condenación de nuestras propias faltas. Cuando un hombre llama sucio a otro, revela que conoce lo que la suciedad significa.



La envidia puede ser un tributo pagado por la mediocridad al genio. La persona envidiosa admite la superioridad de su rival, y como no puede llegar a su nivel, trata de rebajarla al nivel de ella misma. Otras formas de censura son igualmente reveladoras de cómo es el censor. Ya dijo nuestro Señor que las faltas del que critica son a menudo mayores que las que censura en su vecino: “¿cómo ves la mota de polvo en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que tiene el tuyo?. ¿Con qué derecho dirás a tu hermano que te deje quitarle esa mota, cuando tú no ves la viga que hay en tus ojos? Hipócrita, desembarázate de la viga de tu ojo y entonces verás más claramente y podrás desembarazar de su estorbo a tu hermano.



Creernos dignos de juzgar al prójimo es vernos ya como sus superiores, incurriendo en pecado de orgullo, voluminosa viga que oscurece nuestra visión. No se puede chismorrear sin elevarnos inmerecidamente o rebajar del mismo modo a nuestros semejantes… y frecuentemente caemos en las dos cosas. El maldiciente se inclina a proyectar sobre otro la falta que sospecha dentro de sí. A nadie le molesta más que le digan una mentira que a un mentiroso. El chismoso incurable se enfurece cuando sabe que, a sus espaldas, hablan mal de él.



Nuestro Señor pidió a los maldicientes que examinaran su derecho a condenar las faltas de los otros. “El que esté libre de pecado que lance la primera piedra”; la deducción es clara: sólo la inocencia tiene derecho a condenar. Pero la inocencia siempre deseará atribuirse las culpas ajenas y mirar los errores de los otros como si fuesen propios. El amor reconoce el pecado, pero está dispuesto a morir por atribuírselo.



Cuando no nos sentimos con paz y no estamos en estrecha relación con el Dios de amor, somos presas instintivas, de que nuestros vecinos se comportan mal delinquiendo y lo probamos con palabras como: “No se debe ser poco caritativo, pero…”, o “Desde luego no se debe criticar a nadie, pero…”, o “Prefiero no juzgar a nadie, pero…”, “Sí, es cierto que hace cosas buenas, pero…” Palabras como estas presagian el desuello moral del prójimo y el efecto sobre el que las profiere es quedar en plena oscuridad psicológica. “El que ama a su hermano mora en la luz… pero el que odia a su hermano vive en las tinieblas”.



Dios ha ofrecido una bella recompensa al que no juzgue: la de no ser juzgado cuando aparezca ante el tribunal celeste, aunque ese juicio de Dios del que se libra el justo será más misericordioso que cualquiera que nosotros hagamos. A David, cuando pecó, se le preguntó si quería recibir el castigo de Dios o del hombre y él, declarando la veracidad del mismo, prudentemente, eligió el de Dios, como esperando mayor piedad.



Ni hombres ni mujeres somos bastante inocentes ni sabios para juzgarnos los unos a los otros. La Ley de Dios y Su justicia, son el verdadero árbitro de nuestras vidas. De ahí, que la única decisión que podemos tomar acertadamente acerca de nuestro hermano cuando delinca es reconocerlo y decir: “Que Dios le juzgue”.


 

 


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