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Libertad de conciencia y tolerancia

La tradición monarcómaca calvinista va a unir, casi desde el primer momento, dos conceptos distintos: libertad de conciencia y derecho de resistencia.

REFORMA2 AUTOR Emilio Monjo 22 DE FEBRERO DE 2015 12:45 h

El profesor Antonio Rivera, en la conferencia de la que vengo poniendo secciones, se ocupa ahora en la que iniciamos de la Libertad y el Estado de Derecho, como puede apreciarse, asunto siempre de referencia para la ética del cristiano, para la política protestante.



En el apartado anterior abordamos el pensamiento de Calvino sobre la institución y la ley que conecta con la tradición republicana, con el paradigma del deber. En este apartado [del que la segunda parte la veremos, d. v., la próxima semana] abordaremos la otra cara del reformador, la de la libertad de conciencia, que entronca con el futuro liberalismo. Nuevamente, complejidad, unión de lógicas heterogéneas, que, lejos de ser un defecto, es lo propio de los genuinos conceptos políticos, como el de democracia, relacionado al mismo tiempo con los acuerdos y los conflictos emancipadores, o el de federalismo, que supone un esfuerzo constante por unir la lógica contractual con la de la división de poderes.



Consideramos un primer aspecto, la libertad del cristiano: entre la libertad de conciencia y la tolerancia.



Es una tesis clásica la que traza un puente entre la libertad del cristiano, que se desdobla en la libertad de conciencia, y las futuras declaraciones de derechos, entendidas éstas como limitaciones del poder político o del Estado. Más allá de la plausibilidad de esta hipótesis sobre la que volveremos más adelante, debemos reconocer que cuando Calvino afirma la libertad de la conciencia se refiere exclusivamente a la autonomía del fuero interior del ser humano; fuero que solo depende de la trascendencia, de Dios, y por este motivo permanece libre con respecto a las leyes externas o humanas. Pocos fragmentos de la obra de Calvino son más claros como aquel del libro IV donde se explica que es compatible Romanos 13, la necesidad de honrar a los magistrados porque son aprobados y establecidos por Dios, con el hecho de que las leyes humanas no pueden ser dadas –en otro caso serían tiránicas e injustas– con el fin de obligar en conciencia (Institución, IV, x, 5; Comentario a Romanos 13:1). El ámbito espiritual o religioso queda de esta manera vedado a la intervención del Estado. Es asimismo comprensible que muchos hayan destacado la afinidad que existe entre este límite y la moderna tesis de que los derechos individuales, por ser de naturaleza negativa, más que reclamar la intervención del Estado, exigen su abstención.



La defensa de la libertad de conciencia, que se convertía en reclamación de libertad de cultos allí donde los calvinistas eran perseguidos, no supuso inicialmente el reconocimiento de la tolerancia. Calvino, cuando defendía la libertad de conciencia, y a través de este medio deseaba que la autoridad aceptara el culto reformado, tenía sólo en mente la conciencia de quienes profesaban la verdadera religión. El proyecto del teólogo de Ginebra y de los suyos no era en realidad ser tolerados, sino cambiar la religión de la comunidad política para alcanzar una unidad confesional, una concordia reformada [el autor dirige a M. Turchetti: “Contribution de Calvin et du calvinisme à la naissance de la démocratie moderne”].



Hemos de advertir que la idea de tolerancia en el siglo XVI no tenía la misma significación que tendrá después, cuando se convierta en el valor liberal por excelencia, el valor que está unido al escepticismo y neutralidad liberales, al Estado moderno que ya no se interesa por cuál sea la convicción religiosa verdadera. Ahora bien, a pesar de dicha abstención o neutralidad, la tolerancia sigue siendo en la sociedad liberal una convicción y un valor unidos a la afirmación de la i-legislabilidad de derechos individuales como el de culto o libertad religiosa.



En el siglo XVI, con tolerantia se aludía a la necesidad de aceptar une estado irregular, una actitud contraria a la norma o la costumbre, cuando no había medios eficaces para oponerse a ese estado. Tal era la actitud de los politiques o la del mismo Montaigne, quien en su ensayo De la libertad de conciencia intentó justificar los períodos de tolerancia de los últimos Valois. A su entender, estos reyes no trataban tanto de reconocer la bondad de la libertad de conciencia, siempre causante de disensiones y guerras civiles, cuanto de aceptar una situación de hecho difícilmente reversible.



Mucho antes, en la Baja Edad Media, Tomás de Aquino ya había admitido la tolerancia con respecto a los paganos y, en menor medida, a los herejes, mas siempre con el fin de evitar un mal mayor. Es también significativa la manera de entender la tolerancia que tenía el humanismo cristiano y, en especial, Erasmo, para quien la cuestión de la tolerancia estaba ligada a la de saber hasta qué punto las divergencias doctrinales podían ser toleradas en interés de la unidad de la Iglesia. Esta actitud era propia de un teólogo que tendía hacia una religiosidad no dogmática; o, para ser más precisos, de un humanista cristiano que limitaba en la medida de lo posible el armazón dogmático para dejar un cierto margen a las concepciones diferentes de la fe, y de este modo no poner en peligro la unidad. Por otra parte, en las cuestiones dudosas, como el libero arbitrio que motivó su famosa controversia con Lutero, optaba generalmente por el consensus ecclesiae, por la decisión mayoritaria de la Iglesia, lo cual obviamente contrasta con la individual y moderna libertad de conciencia.



Si nos centramos en la Reforma calvinista, constituye un lugar común hablar del célebre enfrentamiento entre Calvino y Castelión, pugna en la que el primero suele salir malparado y el segundo aparece en muchas ocasiones como un contemporáneo defensor de la tolerancia. Fuera de lamentar la intolerancia de la época, de la que el mismo Calvino no escapa como muestra el caso Servet, no debemos olvidar que Castelión, para defender sus tesis, emplea hasta pasajes del propio Calvino, y que en el fondo su inicial amistad con el reformador de Ginebra influye decisivamente sobre su obra. Además, el mismo Castelión pensaba de una forma incompatible con la tolerancia contemporánea. Pues si bien admitía la tolerancia con respecto al hereje, no sucedía lo mismo con el blasfemo, con quien se obstinaba en negar las verdades elementales de la religión, como la creación del mundo, la inmortalidad del alma o la resurrección de Cristo. Para Castelión, el blasfemo sí debía ser castigado por el magistrado con el destierro (bannissement); en el tratado Contra libellum Calvini, escrito en respuesta a la Defensio orthodoxae fidae de Calvino, Castelión sostiene que la Ley del Antiguo Testamento no debe aplicarse a los herejes que incurren simplemente en error. Ahora bien, la autoridad civil sí debe castigar a los impíos, blasfemos e idólatras que ofenden a la majestad divina. Así que quizá deberíamos ser un poco más prudentes cuando le convertimos en el campeón de la tolerancia.



En el fondo, ecos de la polémica entre Calvino y Castelión los podríamos encontrar en el mismo reformador de Ginebra, dado que cabe apreciar una evidente diferencia entre la actitud más tolerante de su juventud y el endurecimiento posterior de su posición ante la disciplina, debido, más allá de la influencia recibida del derecho romano y del Antiguo Testamento, a su creciente preocupación por el posible fracaso de la Reforma. Lo cierto es que en los dos siglos siguientes a la polémica se aprecia, dentro del ámbito cultural calvinista, una escisión entre una actitud más hostil al enemigo de la religión y otra más abierta. El calvinismo, debido a ese esfuerzo no siempre logrado de conciliar dos lógicas heterogéneas, en este caso la libertad de conciencia y la de la autoridad, se ha dividido con frecuencia, como en la Francia de finales del siglo XVII, en dos posiciones opuestas: en un extremo podíamos encontrar a Pierre Bayle (1647-1706), el filósofo que llega a escribir que el error disfrazado de verdad goza de los mismos derechos que la verdad (“l’erreur travestie en vérité nous oblige aux mêmes choses que la vérité”). Desde este enfoque, se debería reconocer iguales derechos para la conciencia verdadera y la errónea, para la ortodoxia y la herejía. Esta actitud se parece bastante a la posición liberal que domina en la actualidad en las democracias occidentales. En el otro extremo, teníamos la posición intolerante de Jurieu, para quien un Bayle era en realidad un libertino. Es verdad que comprendía que, después de la revocación del Edicto de Nantes, los tolerantes como Bayle pretendían mejorar la situación de los protestantes perseguidos, pero pensaba que de esta extensión se beneficiarían judíos, turcos, etc., y se privaría a los soberanos del derecho de intervenir en los asuntos religiosos.



La tradición monarcómaca calvinista también va a unir, casi desde el primer momento, dos conceptos distintos: libertad de conciencia y derecho de resistencia. Y hablo de conceptos distintos porque el primero hace referencia a derechos individuales y el segundo a derechos civiles o políticos. Diferencia que, por lo demás, guarda cierta afinidad estructural con la que posteriormente trazará Arendt entre objeción de conciencia y desobediencia civil. No se olvide que en el siglo XVI, entre las principales razones para juzgar al gobernante como tirano, se encontraba perseguir a la verdadera religión y, en consecuencia, atentar contra la libertad de conciencia. Esta confusión entre lo individual y lo colectivo es llevada en el siglo XIX hasta su máxima expresión por Thoreau, en particular cuando, para justificar que los abolicionistas retiraran su apoyo al gobierno, escribía en su célebre ensayo sobre la desobediencia civil: “yo creo suficiente con que tengan a Dios de su parte, sin esperar a más”. Frase que no es más que una paráfrasis de esta otra del monarcómaco calvinista John Knox: “un hombre con Dios de su parte, siempre está en mayoría”. Mas a pesar de las afinidades, debemos evitar confundir tres conceptos tan diversos como derecho legal de resistencia, objeción de conciencia y desobediencia civil: el primero es un mecanismo institucional para resistir al tirano; el segundo supone una desobediencia de la ley motivada por las convicciones éticas de un individuo que no tienen por qué ser compartidas por los demás; y el tercero implica, si seguimos a Arendt, la desobediencia de una minoría unida por una opinión común y “por la decisión de adoptar una postura contra la política del Gobierno”.



Como en otras ocasiones, la regulación de Calvino del derecho legal de resistencia puede parecer contradictoria. Junto con fragmentos en los que insiste en Romanos 13 y en la necesidad de obedecer a los magistrados, con independencia de que ejerzan un gobierno justo o tiránico, aparecen otros, como el famoso último capítulo de la Institución, donde no sólo admite la potestad legal de los magistrados inferiores para ejercer aquel derecho, sino incluso la resistencia extraordinaria de libertadores providenciales enviados por Dios. Es decir, acaba admitiendo, en una línea que puede recordar la lockeana “apelación a los cielos”, la revolución cuando las leyes no funcionan. En esta cuestión Calvino se halla otra vez entre la premodernidad y la modernidad. No hemos de olvidar que durante este período el derecho legal de resistencia se halla vinculado a una concepción estamental o corporativa de la comunidad política, ya que, por lo general, son los nobles magistrados inferiores los únicos que pueden resistir al tirano. Frente a este derecho de resistencia de los monarcómacos protestantes o católicos [especialmente los jesuitas], Hobbes pensaba que el complejo orden corporativo-estamental resultaba incapaz de impedir ese estado de máxima inseguridad –una vez constituida la comunidad civil—que es la guerra civil. La nueva filosofía política, cuyo primer gran hito será precisamente la obra hobbesiana, pondrá las bases teóricas para destruir tal orden corporativo cuando sostenga que, en el origen del Estado, ya no se encuentra el pactum dominacionis, un pacto entre el rey –la cabeza—y el resto del cuerpo político, por el contrario, un pacto entre sujetos iguales.



Dentro del calvinismo entendido en un sentido amplio, no siempre se asocian las libertades individuales, empezando por la de conciencia, y el derecho de resistencia relativo a las libertades colectivas. Este es el caso de la pareja a la que antes aludíamos, Bayle y Jurieu: mientras el intolerante Jurieu liga la tradición monarcómaca con el nuevo poder soberano del pueblo (sostiene, ante los suspiros de la Francia esclavizada, que aspira a la libertad, que es necesario volver a poner “el poder soberano” [le Souverain Pouvoir] en manos del Pueblo y de las Asambleas integradas por sus diputados; por supuesto, contra esta apelación de los calvinistas de finales del XVII al “poder soberano” cuyo depositario es el pueblo, se enfrentará el papista J. B. Bossuet en sus escritos y sermones), nos encontramos en el otro lado con el “tolerante” Bayle que critica los libelos republicanos “infectados de herejías políticas”, pues, aunque las herejías religiosas deben ser toleradas, no sucede lo mismo con las políticas. Y, entre éstas, la peor es la que, tras atribuir la soberanía al pueblo en lugar de al rey, afirma el derecho del sujeto colectivo o de sus diputados para examinar al magistrado supremo. (Bayle ataca el principio de la soberanía popular por su carácter revolucionario, es decir, porque sirve para justificar las guerras civiles y la destitución de los reyes. En su opinión, en cuanto se concede al pueblo el derecho de examinar la conducta de los príncipes, ya no es posible detener los desórdenes. Por este motivo, Bayle condenaba los libelos que extendían los dogmas monarcómacos de los Buchanan, Junius Brutus o Milton. Es asimismo significativa la crítica que este filósofo dirige contra la lógica moderna de la representación. Sostiene así que la soberanía popular es una quimera, porque también el pueblo está ausente en la asamblea popular, y porque debe elegir a unos representantes que deberían estar tan controlados como los monarcas.)



Con todo ello queremos decir que, si bien Pierre Bayle parece más cercano a nosotros en relación con el concepto de la tolerancia, Jurieu lo es en respecto al de la soberanía. La complejidad de la Reforma nos obliga, por tanto, a modificar los apresurados y simplificadores juicios sobre los filósofos y teólogos del pasado.



Así es. La semana próxima, d. v., les pongo el apartado sobre La Reforma calvinista y el origen de las declaraciones de derechos del hombre.


 

 


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