Es muy importante comprender qué quiere decir Jesús cuando nos enseña a orar a Dios llamándole Padre.
El acto de orar es tan antiguo como el hombre mismo. Todas las religiones conocen la práctica de la oración. Cualquier cultura que estudiemos, por primitiva que sea, ha dejado tras sí numerosos vestigios de espiritualidad, que incluían la invocación o adoración de uno o varios seres superiores a los que consideraban sus dioses.
En todas partes y en todo tiempo se ha orado y se continúa orando con mayor o menor intensidad. Lo único que cambia es la dirección a la que se dirige la oración. Y precisamente esto es fundamental a la hora de orar: ¿es correcta la dirección? Una carta que enviemos puede contener un mensaje de suma importancia; pero, por muy importante que sea su contenido, no llegará a su destino a menos que su dirección sea la correcta, en cuyo caso volverá de nuevo a su remitente. Así ocurre también con la oración.
Sólo una oración que está bien direccionada llegará a su destino. De ahí que sea tan importante que conozcamos la dirección correcta para nuestras oraciones. La dirección es lo que determina que la oración tenga sentido o no lo tenga. De la recta dirección depende que nuestra plegaria sea una oración o un soliloquio. Por eso, no es asunto baladí procurarnos la dirección correcta. En innumerables ocasiones, a la hora de orar, el hombre, la mujer, abren la puerta equivocada y se encuentran ante la nada, ante una habitación vacía y desnuda, solos consigo mismos. Y a veces esta soledad puede doler y aterrar. ¿Cómo podemos escapar de estas trampas y callejones sin salida a la hora de orar?
El Padre
Es Jesús quien nos indica la dirección correcta para nuestras oraciones cuando nos enseña: Vosotros oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos. Con las palabras Padre nuestro se nos abre una puerta, se nos indica una dirección, se nos facilita una clave que se nos entrega con la mayor confianza para el uso más generoso. Padre…, así empieza la recta oración, la invocación bien direccionada. La oración que empieza así no errará su meta. A la hora de orar, todo depende, pues, de que nosotros podamos dirigirnos al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, llamándole Padre.
Normalmente, cuando nos dirigimos a una persona solemos hacerlo llamándola por su nombre o por su título si lo tiene. Jesús nos enseña a dirigirnos a Dios en oración llamándole padre. Ya esta primera palabra de la oración maestra que nos enseñó Jesús constituye algo inmensamente notable y digno de nuestra mayor atención, pues lo cierto es que estamos hablando nada más y nada menos que con Dios, o sea, con el Creador del cielo y de la tierra, el que tiene en su mano la vida y la muerte, el que puede controlar los males de la Humanidad y apartar de nosotros los infortunios, el que puede aniquilar y destruir, sanar y salvar, tirar por tierra y levantar al hombre humillado. En una palabra: el Todopoderoso.
Y ahora nos dice Jesús: Cuando oréis al Todopoderoso, al Creador del cielo y de la tierra, al sustentador de la vida y del universo, os dirigiréis a él llamándole “Padre”, “Abba” -lo que significa tanto como “papá” o “querido papá”-. Hablad con el Todopoderoso con la misma infantil confianza con que lo hace un niño con su padre: con plena seguridad y con el sentimiento de que sois profundamente queridos, aceptados y comprendidos.
Pero, curiosamente, esta forma de invocar a Dios llamándole “Padre” que debería ser para nosotros motivo de confianza, de paz y de felicidad, se torna, por extraño que parezca, en un serio problema para algunas personas. Esta dificultad tiene que ver con las experiencias gustadas con el propio padre o con los padres de otros. Esto es debido a que no son pocos los padres que han tratado a sus hijos sin ninguna muestra de amor, que nunca les han dedicado tiempo y que les han hecho sentir como una carga, de la que responsabilizaban a sus madres; padres que han propiciado a sus hijos un trato injusto, cruel, brutal y miserablemente aprovechado. Hay, también, padres alcohólicos, drogadictos, violentos, mujeriegos… Las personas que hayan vivido estas experiencias pueden tener muy difícil dirigirse a Dios, como enseña Jesús, llamándole Padre.
Pero el Nuevo Testamento no nos permite concebir la imagen paternal de Dios como una proyección captada de nuestras vivencias personales. La imagen de Dios como padre no se puede deducir de estas imágenes terrenales, sino todo lo contrario. Dios Padre es la medida y referencia para toda imagen terrenal paterna. En este sentido dice Jesús: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Juan 14:9).
La Biblia no dice: Mirad a vuestros padres, y sabréis cómo es Dios. Dice justamente lo contrario: Mirad en la Biblia, contemplad allí a Dios tal como se nos revela en Jesucristo, y entonces comprenderéis cómo deben ser los padres terrenales según el criterio divino. Así que es de la mayor importancia que comprendamos qué quiere significar Jesús cuando nos enseña a orar a Dios llamándole Padre.
Lo primero que podemos hacer es recordar la parábola del hijo pródigo (Lucas 15:11-32), a quien el padre esperaba anhelante, y que corre hacia el hijo con los brazos abiertos y un corazón lleno de amor, cuando al fin le ve volver a casa. Jesús nos enseña que Dios es como este padre de la parábola y desea que nosotros nos dirijamos a Él con esta visión en la mente. Dios se alegra cuando acudimos a Él; nos abraza sin importarle de dónde venimos ni lo que hayamos hecho; nos perdona porque para Él, como padre, y en clara controversia con la actitud del hijo mayorde esta misma parábola, la gracia y la misericordia preceden al derecho y a la justicia. Dios es como este padre que acoge cariñosamente a su hijo descarriado.
Jesús revela también a Dios como un padre que da a sus hijos cosas buenas cuando éstos se las piden (Mateo 7:11); más aún, dice que nuestro Padre celestial sabe qué cosas necesitamos aun antes de que se las pidamos (Mateo 6:8). Hasta este extremo se pre-ocupa Dios de nosotros sus hijos. ¡Tanto nos ama que tiene contados hasta los cabellos de nuestra cabeza!
Pero, ¿cómo se puede conjugar esta idea de Dios como padre responsable y bueno, cuidador de sus hijos, con la realidad de un mundo cruel, injusto y corrupto donde tantos hijos de Dios sufren los envites del mal de una manera tan trágica? ¿Cómo se puede hablar de la tierna solicitud del Padre celestial, cuando hay tantos hijos de Dios enfermos, arruinados, maltratados, en para, necesitados, etc.?
Estas preguntas no tienen fácil respuesta. Su peso y dramatismo nos impiden tomárnoslas a la ligera. Son muchos los que sufren por causa de estas realidades contrapuestas. ¿Qué podemos decirles?
Les decimos que Dios es Padre: nuestro Padre; sobre esto no albergamos duda alguna. Como tampoco la tenemos sobre que su corazón está abierto para toda la Humanidad, y que no podemos responsabilizarle de todo lo que los hombres hacen mal por causa de haberle dado la espalda y empeñarse en vivir ignorando sus mandamientos, sus instrucciones, que redundarían en vida y justicia para todos.
Y si alguien quisiera saber por qué Dios no castiga a los malos y limpia el mundo de bandidos, criminales y gente injusta, le respondemos que si Dios Padre decidiera actuar así, el mundo se quedaría completamente vacío de seres humanos, porque en su palabra dice Dios: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno (Romanos 3:10-12). Tú, yo y toda persona estamos comprendidos también en esta declaración divina sumarial sobre la Humanidad.
Junto a la pregunta anterior surge otra pregunta que es todavía de mayor importancia. Es la siguiente: ¿Quién puede dirigirse a Dios llamándole Padre? ¿Quién tiene el derecho, el permiso, la atribución, de llamar Padre a Dios? Por supuesto que sus hijos. Ahora bien, ¿quién es un hijo de Dios?
Muchos creen que todas las personas lo son, por el hecho de ser creación suya; pero hay una diferencia entre una creación y un hijo. Los animales y las plantas son creación de Dios, pero eso, obviamente, no les convierte en “hijos”. Todas las personas pueden invocar a Dios como “Creador del cielo y de la tierra”; pero la Biblia nos dice que por generación natural los hombres no somos hijos de Dios. Y nos dice, además, que sólo por medio de la fe en Jesucristo podemos alcanzar este preciado rango. En el evangelio de Juan se nos dice a este respecto: a lo suyo vino (Jesús), y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios (Juan 1:11-12).
El apóstol Pablo corrobora que Cristo vino al mundo a fin de que recibiésemos la adopción de hijos (Gálatas 4:5), confirmando con esta declaración que no somos hijos de Dios por naturaleza, pues si fuera así, no tendríamos necesidad de recibirla a través de Jesucristo.
Recibir a Jesús es lo mismo que creer en Jesús, como dice Pablo, y el mismo Juan. Recibir y creer es lo mismo y de ello hay abundante y clara constancia en las Escrituras: Mas a toso los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios (Juan 1:12) La misma idea encierra Gálatas 3:26, donde se nos dice: Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En la Biblia creer o tener fe no es nunca un simple asentimiento intelectual, un mero tener por cierto. Tampoco es pertenecer a una iglesia, ni conocer la Biblia de memoria, ni tener un credo en la cabeza, sino que fe es una relación personal de comunión con Jesucristo. Sólo los que creen en Jesús de esta manera son hijos de Dios.
¿Cómo puede una persona llegar a saber si es de verdad un hijo de Dios? ¿Puede una persona decir con propiedad “yo soy un hijo de Dios”? Sí, puede saberlo y decirlo con toda firmeza a la par que humildad. El apóstol Juan dice de sí mismo y de los creyentes a los que escribe: Mirad cual amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios (1 Juan 3:1). ¡Y en esta declaración no hay dudas, incertidumbres, ni tampoco soberbia! En el versículo siguiente vuelve a decir Juan: Amados, ahora somos hijos de Dios. No lo dice sólo de sí mismo como apóstol, sino también de los humildes destinatarios de su escrito, gente como nosotros.
Pero reparemos en la palabra “ahora” que usa Juan, y que viene a situar el privilegio de la adopción divina en un tiempo concreto. Dice: “Ahora somos hijos de Dios”. Esto significa que hubo un tiempo en que no éramos hijos, pero ahora sí. Y el texto bíblico deja claro que este ahora tiene que ver con nuestra relación con Jesucristo.
¿Cómo podemos afirmar nuestra certeza de que somos hijos de Dios? Por medio del Espíritu Santo. En Romanos 8:16 nos dice el apóstol Pablo: “… habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”.
Es conveniente, no obstante, hacer un ejercicio de autoexamen que nos ayude a disipar cualquier duda que aún pudiéramos tener. En este sentido es otra vez el apóstol Juan quien dice: Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos (1 Juan 3:14). ¿Amamos de verdad a las personas que forman la iglesia? ¡Aún más! Sabemos que somos hijos de Dios por la transformación que se ha obrado en nuestra vida al creer en Cristo. En este sentido leemos en Romanos 8:14: Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Mientras que antes nos guiábamos por nuestra propia voluntad y los impulsos propios de una identidad carnal, ahora seguimos las indicaciones del Espíritu Santo. Ya no encontramos satisfacción en muchas cosas de este mundo, sino en lo que glorifica a Dios y exalta a Cristo. Y cuanto más pasa el tiempo, más nos agrada hacer la voluntad de Dios.
¿Has experimentado esta transformación de Dios en tu vida?
Los que son hijos de Dios tienen su mirada colocada en el cielo. El cielo es la herencia de los hijos de Dios: El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo (Romanos 8:16-17). ¿Te atrae el cielo o te espanta lo que hay al otro lado de la vida? Nadie que se sepa heredero del cielo teme a la otra vida. ¿Puedes dirigirte a Dios llamándole con propiedad: ¡Abba, Padre!?
Todo esto lo tenemos gracias a nuestro Señor Jesucristo. En Él se nos ha acercado Dios hasta el extremo de convertirse en nuestro Padre. Por medio de Jesucristo se nos ha abierto la puerta al corazón de Dios. Solo Él tiene la autoridad de llamar Padre a Dios y el poder de conferir esta gracia, este derecho, a los que creen en Él. Por eso es que no podemos tener al Padre sin el Hijo. No hay acceso a Dios sin Jesús. Recordemos sus palabras: Nadie viene al Padre sino por mí. De manera que tampoco hay Padrenuestro sin Jesús. Nadie puede orar de verdad con el Padrenuestro sin tener en cuenta al Hijo Jesucristo. Esta oración sólo se puede concebir y sólo se puede apropiar recibiéndola como don y regalo procedente de la mano del Hijo. Sólo por medio del Hijo es que podemos dirigirnos a Dios llamándole Padre. Sin tener relación con Jesús nadie puede orar, diciendo: Padre nuestro que estás en los cielos.
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