A raíz de los últimos descubrimientos, la existencia del universo físico como muestra de la existencia de Dios es un buen argumento inductivo.
¿Es posible deducir la necesidad de la existencia de Dios sólo mediante la razón y partiendo de la realidad del universo? A lo largo de la historia, diferentes pensadores han intentado dar respuesta a dicha cuestión.
Durante los últimos dos milenios y medio, se han elaborado numerosas versiones del llamado argumento cosmológico. Quizás las más famosas sean la segunda y tercera de las cinco vías de Tomás de Aquino que pretenden demostrar filosóficamente la presencia del Creador. Sin embargo, la mayoría de los pensadores contemporáneos están de acuerdo en que estas reflexiones del teólogo del siglo XIII no están entre las más afortunadas que produjo. Cinco siglo después, este tema fue retomado con mayor originalidad por el filósofo y matemático alemán, Leibniz, así como por el teólogo inglés, Samuel Clarke. Y recientemente, a principios del siglo XXI, algunos filósofos teístas como el profesor de Oxford, Richard Swinburne y el teólogo cristiano, William Lane Craig, entre otros, lo han vuelto a poner de actualidad a la luz de los últimos descubrimientos de las ciencias naturales.1
La primera duda con la que se enfrenta la razón humana, en relación a este asunto, tiene que ver con la temporalidad del cosmos. ¿Tiene el universo una edad finita o infinita? Las diferentes respuestas dadas desde la noche de los tiempos han oscilado en un sentido u otro, en función de las creencias previas, bien en la eternidad de la materia o bien en la existencia de una o muchas divinidades creadoras que la originaron. No obstante, la ciencia actual parece mostrar que el universo llegó a existir a partir de la nada en un instante determinado. La teoría del Big Bang sugiere que si se retrocede lo suficiente en el tiempo, a partir de la expansión cósmica observable, se llegaría a una materia cada vez más densa. Extrapolando así hacia atrás y teniendo en cuenta las leyes físicas, se podría concluir que el origen de la materia habría ocurrido a partir de una explosión y que no es posible tener conocimiento de nada anterior a tal acontecimiento.
Algunos especulan con la posibilidad de que antes de esta gran explosión hubiera habido leyes bastante diferentes a las que observamos hoy, que forzaran un supuesto colapso cósmico, un Big Crunch que habría sido el origen del Big Bang. Si esto hubiera sido así, entonces el universo podría ser eterno y no finito. Sin embargo, semejante razonamiento choca con una gran dificultad. Una sucesión infinita de expansiones y contracciones requeriría un considerable gasto energético que, en un universo eterno, habría provocado ya la muerte o parálisis cósmica. Por lo tanto, tenemos que concluir que, como no hay ninguna evidencia de tales leyes tan diferentes en el pasado, y como en lógica siempre es más simple y mejor no postular nada que algo, resulta que la hipótesis de que el universo llegó a existir en un tiempo finito es la alternativa más probable. ¿Qué significa todo esto? Pues que, desde los resultados científicos, la existencia del universo carece de explicación. Si nos limitamos a lo que dice la cosmología, esta es la conclusión lógica.
Independientemente de que el mundo fuera eterno y aunque, como afirma hoy la ciencia, sea finito, lo cierto es que carece de explicación. ¿De dónde surgió? ¿Por qué se hizo? ¿Qué había antes? La ciencia es incapaz de ofrecer respuestas. La existencia de un universo que tuvo un principio en el tiempo es algo demasiado grande para que la ciencia humana pueda explicarlo.
Sin embargo, en esa encrucijada en la que se acaba el camino de la ciencia, comienza el de la filosofía. Tanto Leibniz como Swinburne proponen que la existencia del cosmos puede ser explicada “en términos personales”. Es decir, como la causa de un universo físico no puede ser física, porque no existen causas físicas que existan aparte del universo mismo, entonces hay que buscar otro tipo de causa. La cuestión es ver si una causa personal que actuase desde fuera del cosmos sería capaz de originarlo. Richard Swinburne escribe: “La existencia del universo (físico) en el tiempo entra en mi categoría de cosas demasiado grandes para que la ciencia las explique. Para explicar la existencia del universo, hay que introducir la explicación personal y una explicación dada en términos de una persona que no es parte del universo y que actúa desde fuera.”2 Lo que proponen estos autores es que únicamente la existencia y la intención de un Dios personal, que crea y actúa en la historia del universo, puede proporcionar una explicación completa, total y última de la realidad de cosmos.
En ocasiones se sugiere que apelar a Dios como causa del mundo es introducir algo complejo y más difícil de explicar que el propio universo y que, por tanto, esta solución iría contra el principio de “la navaja de Occam”. Tal principio, que toma el nombre del monje y filósofo medieval, Guillermo de Occam, afirma que cuando existen varias explicaciones rivales, debemos elegir siempre la más sencilla. También se le conoce como la “ley de la parsimonia” que dice que cuando hay que decidir entre varias hipótesis contrarias, lo más sensato es optar por aquella que realice el menor número de supuestos. Pero lo que ocurre con el tema que nos ocupa es precisamente que no hay hipótesis contrarias. Decir, como hacen los valedores del Nuevo ateísmo, que el universo se ha creado a sí mismo, sin necesidad de ningún agente personal, no es una explicación racionalmente válida. No hay, por tanto, dos hipótesis rivales sino sólo una. No tiene sentido aquí apelar a la navaja de Occam.
Por otro lado, la suposición de que hay un Dios creador es una deducción extremadamente simple. Proponer la existencia de un ser divino poderoso, infinitamente sabio y perfectamente libre es postular la clase más simple de persona que podría haber. En realidad, los atributos infinitos de Dios tienen una simplicidad de la que carecen todos los demás seres finitos. La existencia del universo y de todo lo que éste contiene es menos simple, y por lo tanto menos esperable que se diera sin ninguna causa, que la propia existencia de Dios. De la misma manera que en matemáticas, el infinito y el cero son más simples que cualquier otra cifra numérica, también la infinitud divina posee la cualidad de lo verdaderamente simple.
Si Dios no existiera, sería muy poco probable que hubiera un universo físico complejo como el nuestro. Pero si existe algo, es más probable que sea Dios, que un cosmos complejo sin causa alguna. Si hay un Dios inteligente, es evidente que él es capaz de crear un universo material a partir de la nada inmaterial. Un Dios de bondad perfecta seguramente poseerá buenas razones para hacer un mundo apropiado para la vida y la inteligencia humana. Aún a sabiendas del mal que causaría el ser humano, un Creador infinitamente misericordioso habría preferido formar criaturas con libre albedrío para elegir entre el bien y el mal, que resignarse a la no existencia de las mismas. En fin, si existe tal Dios es muy probable que haya creado el universo. Y al revés, es muy improbable que el cosmos físico en que habitamos exista por sí mismo sin causa alguna, pero es muchísimo más probable que Dios exista incausado.
Yo creo que, a la luz de los últimos descubrimientos científicos, este argumento actualizado que parte de la existencia del universo físico para proponer la existencia de Dios es un buen argumento inductivo. Y ese Dios que se vislumbra desde la razón, esa realidad última del ser, no puede ser menos que un Dios personal capaz de comunicarse con el ser humano. Curiosamente tal Dios coincide con el Ser Supremo que se muestra en la Biblia. Ésta no intenta jamás demostrar su existencia desde la razón sino que, más bien, la da por supuesta. Desde su primera frase: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” hasta el último libro de Apocalipsis, la fe se hace imprescindible porque sin ella resulta “imposible a gradar a Dios”. La razón filosófica puede conducirnos a la necesidad del Creador pero sólo la experiencia íntima de la fe es capaz de revelarnos la belleza y la bondad del Dios personal que se manifiesta en Jesucristo. Aunque éste es ya el ámbito de la teología.
1 Swinburne, R. 2011, La existencia de Dios, San Esteban, Salamanca; Craig, W. L., 2002, “The Kalam Cosmological Argument”, en Philosophy of Religion, Edinburgh University Press.
2 Swinburne, R. 2011, La existencia de Dios, San Esteban, Salamanca, p. 166.
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