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El bueno, el feo y el malo

La dignidad ante Él pasa necesariamente antes por la gracia, y ésta es siempre un regalo no merecido, por tanto destinado exclusivamente a los que se saben malos.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 15 DE NOVIEMBRE DE 2014 22:30 h

Nuestra mente y buena parte del trabajo que ésta realiza parece funcionar en base a clichés, estereotipos y categorías. Evidentemente el cerebro, como órgano encargado de gestionar a nivel muy práctico la realidad inabarcable ante la que se encuentra, no tiene más remedio de simplificar, y eso lo hace a base de categorizaciones, repartos temáticos, eliminación de lo superfluo, atesoramiento de lo que nos parece verdaderamente importante… pero siempre las simplificaciones de la realidad son, no sólo generalizaciones burdas, sino verdaderos simplismos más que simplificaciones y, en definitiva, terminan redundando en distorsiones de la realidad, que es algo que verdaderamente debería aterrarnos, porque es lo que casi siempre nos lleva a perder el norte en la vida: no percibirla como realmente es.



Está claro que siendo la vida tan complicada y nuestras posibilidades tan limitadas no nos queda más remedio que ajustarnos a lo que realmente podemos abarcar de forma solvente. Pero creo que con demasiada frecuencia nos hemos acomodado a la sencillez de nuestra aproximación a la realidad y hemos terminado despreciando la realidad misma, con todo lo que eso implica. Incluso cuando uno se enfrenta a clichés tan manidos como el que recoge el título y que se convirtió en todo un clásico, hemos de reconocer que ni siquiera en esos casos la realidad es tan simple como los títulos quieren pintarla. Detrás de cada aproximación hay un número exacto, detrás de cada generalización hay una acumulación de casos particulares que pueden o no ceñirse al cliché, y detrás de cada categorización hay posibilidades claras de error que no deberíamos perder de vista.



En la dimensión espiritual, la cosa no va de feos y guapos, pero sí va de malos y buenos y la historia trata sobre nosotros mismos, mal que nos pese. No me voy a atrever a decir que siempre tendemos a identificarnos con el bueno, porque tampoco sería justo ni creo que respondiera a la realidad de los hechos, pero de lo que sí estoy segura es de que no nos identificamos todo lo que deberíamos con el malo. Ni siquiera cuando nos enfrentamos a relatos tan sencillos, caricaturescos y directos al corazón como las parábolas o muchas de las historias que se nos relatan en las páginas de la Biblia. Sabemos que somos malos, pero seguimos pensando que no somos TAN MALOS. Y con demasiada frecuencia nos tenemos que ver ante la realidad dolorosa que siempre nos termina llegando que nos dice, tal como el profeta Natán hizo con el Rey David, “Tú eres ese hombre” (“…del que habla la historia que te acabo de contar”, permítanme la paráfrasis).



Nosotros somos ese hombre. No sólo somos el hijo pródigo. Somos el hijo mayor, que era tan malo y estaba tan alejado de la voluntad del Padre como su hermano menor, aunque lo disimulara algo mejor y fuera bastante más sutil. Nosotros somos el mayor de los deudores, no sólo aquel al que se le perdonó una pequeña cantidad. Somos el rico que no da más que de lo que le sobra, pero no solemos ser la viuda pobre que da todo lo que tiene. Nosotros podemos identificarnos con toda la escoria recogida en las líneas de la Palabra, incluso con el mayor de los pecados de nuestro prójimo, al que tenemos cerca, porque su pecado es siempre reflejo del nuestro, sea por acción o por omisión, sea de facto o de pensamiento.



Haremos bien en considerarnos ante ese espejo que nos recuerda diariamente que en aquello que juzgamos a otro nosotros hacemos exactamente lo mismo. Nuestra conciencia sobrevive a duras penas con cierta dignidad según nuestra propia visión de lo que eso significa mientras seguimos creyendo que esos relatos hablan de lo que los demás hacen mal, pero no de lo que nosotros hacemos mal. Y mientras tanto, con nuestra conciencia bien dormida en ese apacible sentimiento de “dignidad”, nos terminamos creyendo nuestras propias mentiras, que como siempre, no nos llevan a ninguna parte porque Dios no puede ser burlado.



Nosotros somos el malo. Siempre somos el malo. Y por más empeñados que estemos en lo contrario, eso no cambia la realidad de lo que somos; solo nuestra percepción de ella. Por eso es increíblemente alentador descubrir lo que verdaderamente significa la dignidad delante de los ojos de Dios. La dignidad ante Él pasa necesariamente antes por la gracia, y ésta es siempre un regalo no merecido, por tanto destinado exclusivamente a los que se saben malos, pero no buenos en ningún caso. No sólo ante la salvación, sino ante otros momentos absolutamente importantes en nuestra vida como cristianos, como el reconocimiento de nuestra condición ante los símbolos de la Cena del Señor, entre otros, nuestra mayor dignidad no se encuentra en vernos con ropas limpias según nuestras propias fuerzas (no habremos entendido nada, entonces), sino en el reconocimiento de que Dios se contenta en nosotros sólo y exclusivamente a través de la sangre preciosa de Cristo.


 

 


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