Centremos el objetivo de nuestro caminar, retomemos las verdaderas razones para nuestra obediencia, no nos pese arriesgarnos a seguir el camino tal y como Él nos lo marca.
Vivimos como sociedad en una inmadurez generalizada, poco dependiente ya de la edad de la persona de que se trate. Nadie se escapa, parece ser, de las tentaciones que trae el ideal y el sueño de la eterna juventud, de forma que incluso los que más canas peinan parecen sentirse también atraídos, en muchas ocasiones, hacia gestos, formas y hábitos que bien poco corresponden a su edad. La madurez, entonces, parece que en este tiempo más que en cualquier otro, no tiene tanto que ver con la edad como con otros factores.
Llama la atención, porque por una parte, vivimos nuestra vida como si fuéramos invulnerables, invencibles, como si fuéramos a vivir para siempre. Otras veces, por el contrario, nuestra actitud recuerda más bien al que parece que piensa que no habrá mañana y tiene que acometer todo tipo de actividades, proyectos e incluso idioteces varias, no sea que la vida se le escape entre los dedos y no haya podido sacarle todo el provecho posible. Las consecuencias de los actos se valoran de forma tantas veces dudosa y todo lo que nos suene a cautela, sabiduría o prudencia parece crearnos el sentimiento de estar contra las cuerdas, como si atender a la voz de Otro significara perder aliento de vida, de existencia, de disfrute o de libertad.
El temor del Señor es el principio de la sabiduría. La verdadera inteligencia pasa por reconocer al Creador en todos nuestros caminos y la obediencia no es sólo una cuestión de mandatos acometidos, sino una cuestión de pura conveniencia: nos conviene obedecerle. No por miedo, no porque, si no, Él nos atravesará con uno de sus rayos, cual Zeus o cualquiera de las divinidades caprichosas de las que tanto hemos oído hablar. Tratamos con un Dios real aquí, con el Dios de los tiempos, que nos ama, y que nos llama a seguirle por un camino que no es igual que todos los demás caminos, no tanto para Su propio bien (aunque nuestra obediencia le honra, claro está) sino porque nosotros seremos los principalmente beneficiados con esa obediencia.
Vivimos, sin embargo, permanentemente buscando triquiñuelas y carreteras secundarias para escabullirnos de la verdadera obediencia hacia Sus preceptos. Pasamos nuestro tiempo como si al obedecerle nos estuviéramos perdiendo algo importante, como esos tantos inmaduros que, a pesar de sus años, e incluso de sus canas, viven su día a día intentando recuperar una adolescencia que ya no les pertenece. Los cristianos, desgraciada y tristemente, muy a menudo nos parecemos de más a aquellos que no lo son. Vivimos como ellos, según sus mismos principios, bajo el mismo sentido de urgencia que bien poco tiene que ver con las otras urgencias a las que sí se nos insta en el Evangelio, como por ejemplo teniendo en cuenta la segunda venida de Cristo, que es inminente aunque nuestros tiempos no sean Sus tiempos. Vendrá como ladrón en la noche, eso no ha cambiado, y las grandes preguntas siguen siendo las mismas: ¿Encontrará fe en la tierra? ¿Cómo nos encontrará a nosotros, los redimidos? ¿Velando o, más bien, excesivamente preocupados en no perdernos todo lo que el mundo nos ofrece?
No es a Dios a quien le conviene nuestra obediencia. Él no nos necesita ni a nuestra obediencia tampoco. No es que Él gane algo a través de ella. Más bien somos nosotros, sin duda, los que obtenemos los frutos de Sus promesas de bendición sobre nuestras vidas cuando entendemos que en la obediencia a Él, en el seguimiento de Sus pasos a pesar de la corriente de este mundo, de la propia inclinación de nuestra carne y de las asechanzas del enemigo, nos irá bien porque Él ha comprometido Su palabra y Él no miente.
En la obediencia a Dios está nuestra verdadera dicha, nuestra felicidad real, aunque esa obediencia a menudo nos traiga problemas alrededor de nosotros, aunque nos toque dar más de una y de dos explicaciones, aunque tantas y tantas cosas nos parezcan pasadas de moda, innecesarias, caprichosas o, simplemente, inútiles. Centremos el objetivo de nuestro caminar, retomemos las verdaderas razones para nuestra obediencia, no nos pese arriesgarnos a seguir el camino tal y como Él nos lo marca, porque en la convicción de saber que es Él quien dirige nuestros pasos, podremos también saber que, en el fondo, no nos perdemos nada que merezca la pena más que seguirle. Como recuerda el salmista, más vale un día en tus atrios, que mil fuera de ellos (Salmo 84:10).
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