El papaha pedido perdónin concretissimopor persecuciones padecidas por iglesias pentecostales bajo el fascismo en Italia. Eso está bien. Si vamos a tener peticiones de perdón, del lado que sean, más vale que sean como ésta: relativas a un periodo específico, en un lugar concreto. Porque la alternativa a eso, la petición general de perdón por los horrores del pasado, solo puede terminar reforzando dos graves problemas: nuestra ignorancia sobre el pasado y nuestro victimismo.
Es lo que algunos quisieran, que el papa hable como si por el lado católico todo hacia atrás fuera oscuro, de un modo que por tanto refuerce
nuestrasensación de ser víctimas. Pero lo que eso haría con el protestantismo es solo agravar sus problemas. Pintando la historia del cristianismo con brocha gruesa, participaríamos de modo creciente de las versiones caricaturescas que predominan respecto del pasado.
Percibiéndonos como víctimas en esa historia, nos volveríamos más incapaces de decir una palabra sensata a un mundo que padece de
universal victimismo(el clima ideal para que las genuinas víctimas no sean escuchadas). Eso sí que sería de lamentar.
Una petición específica de perdón, en cambio, es algo que puede ser bien recibido. Es eso lo que permite la reparación de vínculos sin victimismo.
Pero el papa dijo algo más, algo menos concreto. Habló de “unidad en la diversidad”. No hace falta ser hostil a toda búsqueda de unidad para preguntarse qué significan expresiones como ésa. Obviamente podrían significar –pues en la boca de muchos significan- cierto minimalismo doctrinal que no toma en serio las diferencias (sea cediendo ante la posición opuesta o concentrándose solo en lo común). Pero que haya de ser interpretado así es otra cosa: después de todo, habló ahí mismo de que la iniciativa estaría en manos no nuestras sino de Dios, y no es así como hablan quienes tienen un plan de acción decidido. Con todo, la mayoría indudablemente lo entiende como si propusiera algún plan de unión espiritual al margen de las diferencias doctrinales: algunos arman en torno a ello un fan club del papa, otros en tanto encienden la voz de alarma.
Lo que más se echa de menos en todo esto, en efecto, son posiciones matizadas. Porque existen los entusiastas que al ver estos gestos creen ya ver una ruta aceptable hacia la unidad de los cristianos. Pero existen también las destempladas reacciones de quienes creen que los problemas del protestantismo actual se encuentran en la excesiva cercanía al catolicismo romano, que el gran riesgo de hoy sería algo así como ser seducidos por el papa Francisco. Por estos días el vocero de esta visión ha sido Leonardo de Chirico, quien ha escrito
urbietorbisobre el nuevo papa y sobre el catolicismo romano contemporáneo.
La posición desde la que escribe es sencilla: como alguien que está levantando una iglesia en la misma ciudad de Roma, algo sabe de lo que es trabajar como protestante en un ambiente en el que el catolicismo es una fuerza dominante. Y probablemente tiene razón al sugerir que hay lugares en el globo en el que los protestantes no pueden imaginar cómo es ese mundo, y les puede abrir los ojos. Pero la verdad es que no hace falta estar en Roma para convivir de cerca con el catolicismo y conocerlo; y quienes disentimos de la retórica de de Chirico lo hacemos no porque ignoremos qué es el catolicismo, no porque hayamos cerrado nuestros oídos a una porción de los evangélicos italianos, sino porque creemos en el deber de presentar de modo ecuánime las posiciones de las que se disiente.
Y el problema es que, según salta a la vista, la tendencia de sus escritos -y de los de muchos otros, lo cito aquí solo por ser de momento el ejemplo visible- es la de por una parte estar presentando atendibles objeciones protestantes al catolicismo (o al menos algo que aspira a eso), mientras por otra parte se recoge un anticatolicismo vulgar que no veo cómo puede ser acogido de buena fe (piénsese, por lo pronto, en la referencia a la ICR como una iglesia
“imperial”).
El resultado es un discurso que sirve para arengar a huestes protestantes ya convencidas, y que sirve también para tranquilizar a uno que otro secularista con la idea de que tenemos un enemigo en común. Pero
no sirve para avanzar un solo paso en la comprensión del catolicismo.
Aterricemos eso en un problema particular. Hace pocos meses la conversión del pastor sueco Ulf Ekman al catolicismo causó cierta conmoción en el mundo evangélico. “Perplejidad” sospecho que describe el estado en que quedó la mayoría. No es lo que ocurre con quien deja el mundo evangélico para hacerse ateo. Eso nos puede impresionar, pero no dejar perplejos. La perplejidad ante las conversiones al catolicismo, el que nos resulten más incomprensibles que otros fenómenos depende, creo, en buena medida de la absurda imagen que nosotros mismos acostumbramos presentar de la teología católica. Es verdad: nadie en su sano juicio se puede convertira eso. El problema, por supuesto, surge cuando la gente –le habrá ocurrido en algún momento a Ekman- se da cuenta de que el catolicismo no es exactamente lo que le contaron. ¿No sería razonable, al menos por este motivo, revisar algo nuestra disposición respecto del catolicismo romano?
Por último, aunque es un tema extenso, parece claro que
el anticatolicismo vulgar nos vuelve tanto más incapaces de lo que ya somos para orientarnos en los desafíos específicos del mundo secular contemporáneo. Vivimos en un tiempo en el que tiene importancia
enfatizar tanto lo que nos separa como lo que nos unecon el catolicismo romano. Que eso se puede hacer sin crear confusión debiera ser evidente para cualquiera. Quien tiene convicciones teológicas robustas y bien fundadas puede involucrarse en ambas tareas sin temor a estar cediendo o dividiendo de modo innecesario. ¿Qué motivo podría entonces haber para seguir perpetuando un anticatolicismo que no es necesario para presentar nuestra comprensión del cristianismo? Es hora, hace ya mucho tiempo, de que lo dejemos atrás.
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