Cuando pedimos ayuda a alguien en tiempos de dificultad y verdaderamente estamos al borde de la desesperación, casi me atrevería a decir que nos conformaríamos con cualquier respuesta que pudiera paliar en algo nuestro sufrimiento. Ciertamente las personas tardamos tanto en pedir ayuda que esto suele darse cuando las cosas están ya más que complicadas, si no irreversibles. Y en ese punto de la historia, cuando uno está completamente al borde de su propio precipicio personal, cualquier milímetro que nos aleje de caer al vacío lo damos por más que bueno. Otra cosa diferente es que podamos mantenernos así mucho tiempo, o que eso suponga verdaderamente una solución.
En esa circunstancia, ese milímetro que te aparta momentáneamente de la caída no puede considerarse la mejor de las opciones en un sentido amplio, claro, pero por el momento, a nivel inmediato, es más que suficiente. Sin embargo, objetivamente hablando, las perspectivas de que esto sea todo a lo que podemos y debemos aspirar son más bien dudosas. La realidad nos dice, en ese caso, que seguimos al borde del precipicio y que habremos de seguir buscando estrategias que nos hagan tomar un rumbo distinto que nos lleve en otra dirección.
Cuando buscamos la ayuda de Dios, sin embargo,
Dios no sólo no nos da pistas o apaños a medias, para ir tirando, sino que nos da respuestas perfectas ante nuestras situaciones difíciles. De ahí que me detenga hoy en considerar que, cuando nos acercamos en oración en medio de nuestra oscuridad, no sólo podemos descansar en la expectativa de que recibiremos de Dios una buena respuesta, sino que ésta será la mejor posible, aunque nos cueste verlo o, incluso, creerlo.
Pensando esto desde el punto de vista profesional y asistencial es que uno se da verdaderamente cuenta de cuán limitadas son nuestras fuerzas y posibilidades cuando vamos a ayudar a otros.
Cuando alguien viene a nosotros, a nuestra consulta, nos conformamos muchas veces con poder aliviar algo el dolor de esas personas que vienen totalmente rotas. Si además conseguimos dar con una tecla lo suficientemente acertada como para paliar buena parte de su sufrimiento, consideraremos que la intervención ha sido, incluso, un éxito. Pero a ninguno se nos ocurre ni siquiera soñar con poder darle a un paciente la respuesta perfecta. Eso, simplemente, no existe en nuestra dimensión tiempo-espacio. Pero Dios, nuestro Dios, no se mueve en nuestra dimensión, con nuestras limitaciones, ni de forma lineal a lo largo de nuestro tiempo. Tal y como explica C.S. Lewis, Él trasciende esa línea y es como si para él no existiese el tiempo, lo que permite vernos a nosotros y a nuestras vidas con una perspectiva simplemente inimaginable, que no necesita que acontezcan primero unas cosas para poder después ser capaz de ver otras.
Así y sólo así es que se pueden dar respuestas perfectas a nuestros males:
Dios nos trasciende y nuestra vista ni siquiera tiene la capacidad de alcanzar a vislumbrar hasta qué punto lo que Dios nos da es lo mejor, lo perfecto para nosotros. En el mejor de los casos, que ni siquiera es el más frecuente, confiamos en que Él sí lo ve, en que Él conoce, no sólo nuestro pasado y nuestro presente, sino también nuestro futuro. Y por tanto, sabe lo que necesitamos para poder crear en nosotros hijos cada vez más a la imagen de Cristo. Pedimos conforme a nuestras circunstancias presentes, pero rara vez conforme a los parámetros del reino, que no se miden con nuestros estándares, sino de acuerdo con la visión gloriosa que Él tiene de nosotros a través de Su Hijo. Y esto no se hace sino pasando por fuego.
Eso es lo que quiere conformar en nosotros: un producto verdaderamente perfecto, digno del Dios al que daremos gloria por toda la eternidad. Y, para ello, no basta solamente con buenas soluciones. Hacen falta respuestas perfectas en medio de nuestras situaciones difíciles.
Si quieres comentar o