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¡Apocalíptico! Pedro Piqueras vs. Margaret Atwood

Atwood perfila un mundo peligroso, marcado por el odio, el miedo a la diferencia y la necesidad de proclamar supremacías a partir de la violencia.
PREFERIRíA NO HACERLO AUTOR Jordi Torrents 01 DE MARZO DE 2014 23:00 h

El año del Diluvio, de Atwood.


Un tufo a ceniza e inmundicia de los restos de una hoguera en una pila de basura después de llover planea con una intensidad espesa por las páginas del libro El año del diluvio (2009). Hasta aquí, literatura (y de la buena), pero los caminos de la mente son más que caprichosos, ya que pensé en su autora, la canadiense Margaret Atwood, cuando escuché (por error, no piensen mal, que yo sólo veo Telecinco en las peluquerías o la sala de espera del dentista) a Pedro Piqueras, el presentador de informativos más nocivo de la televisión, utilizar por enésima vez el adjetivo apocalíptico para referirse a cualquier tragedia: sus temas favoritos se mueven siempre por la zona de sucesos, accidentes, tormentas violentas, terremotos, asesinatos, tsunamis y todo hecho que sea catalogable como “horrendo, espantoso, trágico, caótico, terrible, dramático, estremecedor, macabro, destructivo, salvaje, grave o sangriento” (y lo pongo así, como parte de una cita, ya que todas son expresiones usadas por tan ilustre periodista, todas acompañadas por una inquietante y bizarra sonrisa).

Cuando Atwood publicó la novela, una obra densa de más de 500 páginas, ese fue el adjetivo más usado por la crítica (no, no es una señora, es una….una…no sé) para definirla: apocalíptica. Bueno, post-apocalíptica, ya que nos presenta una visión del planeta tras una catástrofe global ante la que Piqueras salivaría durante horas al estilo Homer Simpson cuando piensa en una rosquilla. Pero claro, si tomamos la definición literal de “apocalíptico”, nos encontramos con una referencia directa, claro, al último libro de la Biblia, el Apocalipsis, pero también a algo “misterioso, oscuro o enigmático” (primera acepción que nos despista) o a algo (y aquí Piqueras vuelve a reaccionar a lo perro de Pavlov) que supone “amenaza o implica exterminio o devastación” o, directamente, es “terrorífico, espantoso” (Piqueras en éxtasis, claro).

Todo este rollo es para reflexionar sobre el uso algo ligero y sin demasiado conocimiento de causa que damos a expresiones, en especial a adjetivos, como este apocalíptico o el sobado kafkiano (no se asusten, ya di la paliza con el autor checo hace unas semanas). Y sin olvidar que el género apocalíptico, si somos puristas con el término, debería limitarse a las expresiones literarias de la cultura hebrea cristiana que tratan el sufrimiento del pueblo judío o de los cristianos y de su esperanza en una intervención mesiánica salvadora. Creo que lo de Piqueras no va por ahí, precisamente. Atwood nos presenta un mundo en plena espiral de destrucción. El imaginario colectivo (filtrado por el cine y la literatura, claro) sobre cómo sería un planeta devastado nos suele remitir a la desolación de mundos vacíos, de inquietantes silencios. Desde presencias de mutantes varios en plan The walking dead, hasta la locura primitiva, naif y torpe de Mad Max, pasando por la ternura primigenia d’El mecanoscrit del segon origen (El mecanoscrito del segundo origen) del graaaaan Pedrolo o la soledad y la crudeza del McCarthy de La carretera, sin olvidar escenarios como los que se plantean en 12 monos, El planeta de los simios, La guerra de los mundos, Soy leyenda (sí, la reivindico; esos maniquíes ya forman parte de mi particular colección de imágenes inquietantes) o hasta Wall-E.

Pero amigos, Atwood sabe beber de todas las fuentes posibles y sitúa su propuesta en el año 25 de una nueva era, cuando un diluvio seco profetizado por los Jardineros de Dios (un grupo que mezcla ciencia y fe, dos mundos que, de hecho, no deben ir separados) se cumple. Dos chicas, Reno y Toby, sobreviven, pero no saben nada la una de la otra. Hasta aquí, podría parecer una historia más o menos tópica (y ojo, tópico no lo vinculo a malo) alrededor de un mundo que despierta devastado. Pero no. Atwood, una maestra del lenguaje, nos regala un texto lleno de aventura, de luz y de oscuridad, narrando el proceso de autodestrucción de la especie humana a partir de un laberinto de disturbios, fugas y especies animales alteradas que derivan en conejos fosforescentes, corderos mezclados con leones o cerdos con tejido cerebral humano (aquí tendría cabida el chascarrillo fácil para relacionar este ser mutante con algún personaje real, pero me abstengo). Esa misma crítica, en alguna ocasión, ha llegado a calificar la historia como de activismo feminista o ecologista. Una simplificación injusta. Si el nombre de Atwood aparece cada año en las quinielas del Nobel no es por una actitud panfletaria a lo Coelho o Bucay, y sí por la capacidad de tejer una prosa elegante, con ritmos narrativos que nos pueden dejar embelesados a la hora de describir un simple enjambre de abejas o al detallar un proyecto de restaurar especies desaparecidas con la preservación de ADN.

Atwood perfila un mundo peligroso, marcado por el odio, el miedo a la diferencia y la necesidad de proclamar supremacías a partir de la violencia; un mundo donde el cuerpo de la mujer no es más que un objeto de uso perverso, y donde colectivos entregados a la fe y la esperanza en un Dios que castigue al hombre viven pared por pared con otros que se dedican a torturar y a extender una supuesta superioridad.

Bien mirado, quizá este planteamiento distópico no dista tanto de nuestro mundo actual. Atwood nos guiña un ojo y disfraza de cataclismo una historia que es demasiado creíble para ser considerada ciencia-ficción; demasiado cruel para ser definida como una broma, o demasiado siniestra como para que nos obligue a mirar aquella ciencia que juega a ser Dios, pero también al Dios que cree en la ciencia. Esta última conjunción, la autora la elabora a través de los Jardineros, una especie de ecofrikis, de ángeles rasgados que usan biowáteres y comen verduras biogénicas, un pequeño universo paralelo en un mundo herido de muerte. Ellos, acaban siendo los grandes protagonistas de la novela a pesar de ser considerados unos parias por el resto de grupos que quedan pululando por el planeta. Estos jardineros, con sus adanes y sus evas, se creen unos escogidos con capacidad para detectar los síntomas del desastre y hablan de un particular Apocalipsis para mostrarnos cómo el mundo puede cambiar la fisonomía, el clima o las especies, pero que nunca podrá hacerlo con la maldad humana. La humanidad, pues, está condenada a una noche futura en que todas las horas serán iguales y el planeta será un solar con madera podrida y herramientas enmohecidas, aunque exista el sueño de encontrar un gen humano perfecto e inmortal y que no dependa de aquello que lal autora define como “el dolor romántico”. Atwood nos habla de fe, de miedos, de luchas de poder, de un mundo donde conviven vegetarianos radicales con asesinos sedientos de sangre, aunque el tema central se refiere a lo que nos da más miedo perder: la identidad. Atwood nos plantea una reflexión sobre el hecho de poder olvidar quién somos si estamos solos, cuando los nombres desaparecen y ninguna historia ya no es cierta, como cuando después de un incendio el bien perdido más preciado nunca es el dinero, sino aquellas fotos que nos recuerdan eso, quién somos. Una identidad a la que Piqueras (pido perdón, pero acabaré el artículo con él) le elimina el alma, la sacude hasta vaciarla de empatía y sentimientos, y la simplifica hasta dejarla en algo que denuncia Atwood: el morbo, el sensacionalismo barato, el todo por la audiencia, el recrearse en imágenes anestesiadas. Margaret, tú ni caso.

http://youtu.be/reAEOZStaOg (video-montaje con adjetivos usados por Piqueras)

http://youtu.be/u22mp9Ausu8 (book tráiler del libro de Atwood)
 

 


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