El año del Diluvio, de Atwood.
Cuando Atwood publicó la novela, una obra densa de más de 500 páginas, ese fue el adjetivo más usado por la crítica (no, no es una señora, es una….una…no sé) para definirla: apocalíptica. Bueno, post-apocalíptica, ya que nos presenta una visión del planeta tras una catástrofe global ante la que Piqueras salivaría durante horas al estilo Homer Simpson cuando piensa en una rosquilla. Pero claro, si tomamos la definición literal de “apocalíptico”, nos encontramos con una referencia directa, claro, al último libro de la Biblia, el Apocalipsis, pero también a algo “misterioso, oscuro o enigmático” (primera acepción que nos despista) o a algo (y aquí Piqueras vuelve a reaccionar a lo perro de Pavlov) que supone “amenaza o implica exterminio o devastación” o, directamente, es “terrorífico, espantoso” (Piqueras en éxtasis, claro).
Todo este rollo es para reflexionar sobre el uso algo ligero y sin demasiado conocimiento de causa que damos a expresiones, en especial a adjetivos, como este apocalíptico o el sobado kafkiano (no se asusten, ya di la paliza con el autor checo hace unas semanas). Y sin olvidar que el género apocalíptico, si somos puristas con el término, debería limitarse a las expresiones literarias de la cultura hebrea cristiana que tratan el sufrimiento del pueblo judío o de los cristianos y de su esperanza en una intervención mesiánica salvadora. Creo que lo de Piqueras no va por ahí, precisamente. Atwood nos presenta un mundo en plena espiral de destrucción. El imaginario colectivo (filtrado por el cine y la literatura, claro) sobre cómo sería un planeta devastado nos suele remitir a la desolación de mundos vacíos, de inquietantes silencios. Desde presencias de mutantes varios en plan The walking dead, hasta la locura primitiva, naif y torpe de Mad Max, pasando por la ternura primigenia d’El mecanoscrit del segon origen (El mecanoscrito del segundo origen) del graaaaan Pedrolo o la soledad y la crudeza del McCarthy de La carretera, sin olvidar escenarios como los que se plantean en 12 monos, El planeta de los simios, La guerra de los mundos, Soy leyenda (sí, la reivindico; esos maniquíes ya forman parte de mi particular colección de imágenes inquietantes) o hasta Wall-E.
Pero amigos, Atwood sabe beber de todas las fuentes posibles y sitúa su propuesta en el año 25 de una nueva era, cuando un diluvio seco profetizado por los Jardineros de Dios (un grupo que mezcla ciencia y fe, dos mundos que, de hecho, no deben ir separados) se cumple. Dos chicas, Reno y Toby, sobreviven, pero no saben nada la una de la otra. Hasta aquí, podría parecer una historia más o menos tópica (y ojo, tópico no lo vinculo a malo) alrededor de un mundo que despierta devastado. Pero no. Atwood, una maestra del lenguaje, nos regala un texto lleno de aventura, de luz y de oscuridad, narrando el proceso de autodestrucción de la especie humana a partir de un laberinto de disturbios, fugas y especies animales alteradas que derivan en conejos fosforescentes, corderos mezclados con leones o cerdos con tejido cerebral humano (aquí tendría cabida el chascarrillo fácil para relacionar este ser mutante con algún personaje real, pero me abstengo). Esa misma crítica, en alguna ocasión, ha llegado a calificar la historia como de activismo feminista o ecologista. Una simplificación injusta. Si el nombre de Atwood aparece cada año en las quinielas del Nobel no es por una actitud panfletaria a lo Coelho o Bucay, y sí por la capacidad de tejer una prosa elegante, con ritmos narrativos que nos pueden dejar embelesados a la hora de describir un simple enjambre de abejas o al detallar un proyecto de restaurar especies desaparecidas con la preservación de ADN.
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