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Hiber Conteris, sobre la educación teológica en Hispanoamérica (1965)

Al incorporar el tema de “la revolución latinoamericana”, sus observaciones y críticas abordan aspectos que resultaban extremadamente provocadores para los oídos de una generación completa de militantes eclesiásticos y de educadores teológicos.
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 14 DE FEBRERO DE 2014 23:00 h

Otro texto relevante de Hiber Conteris es “La educación teológica en una sociedad en revolución”, publicado en “…Por la renovación del entendimiento…”. La educación teológica en la América Latina. Ensayos en honor de Tomás J. Liggett (Río Piedras, Puerto Rico, Librería La Reforma) en 1965, editado por Justo L. González, un volumen en el que también colaboraron Emilio Castro, José Míguez Bonino, Sante Uberto Barbieri, Juan A. Franco Medina, Carlos Amado Ruiz y el propio González.

Se trataba de homenajear a Liggett (1919-2012), profesor y misionero estadunidense, presidente del Seminario Evangélico de Puerto Rico, puesto que ocupó hasta 1967 y, al mismo tiempo, de reflexionar sobre el estado que guardaba la formación pastoral y teológica en aquellos años. Castro discute la situación desde una amplia visión ecuménica, mientras que Míguez compara lo acontecido en los ámbitos católico y protestante. Barbieri también se ocupa del contexto ecuménico de la educación teológica, Franco, de la relación entre la realidad eclesiástica y la educación y Ruiz ensaya una proyección hacia el futuro de la misma.

Pero es quizá Conteris quien apunta con mayor profundidad hacia una problemática que causaba mucha controversia, pues al incorporar el tema de “la revolución latinoamericana”, sus observaciones y críticas abordan aspectos que resultaban extremadamente provocadores para los oídos de una generación completa de militantes eclesiásticos y de educadores teológicos. Fiel a la metodología analítica que desplegaba en sus diversos trabajos para el movimiento Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL), aborda el espinoso tema asignado y en la introducción señala que es un enfoque nuevo y revolucionario en sí mismo porque los estudios teológicos en el subcontinente tenían nuevos referentes.

“Tradicionalmente —afirma—, la circunstancia que ha llevado a reflexionar sobre las condiciones de la enseñanza teológica y sus posibles modificaciones, no han sido los cambios ocurridos en la sociedad como tal, sino las transformaciones en la comunidad y en el ministerio cristianos, si bien éstas pudieran estar determinadas por cambios más profundos de la estructura social” (p. 95). Es decir, que siempre la referencia para la educación teológica fue lo que sucedía dentro de las iglesias, de manera centrípeta, como algo que, explica más adelante, se heredó de los énfasis con que las sociedades misioneras introdujeron las diversas formas de cristianismo protestante a partir de la segunda mitad del siglo XIX.

Lamentablemente, esta visión no ha cambiado mucho en los casi 50 años que nos separan de la redacción original de estas líneas. Las condiciones sociales en las que trabajaban las iglesias no se consideraron importantes al momento de analizar cómo podía responder la educación teológica a las exigencias del momento.

El texto agrega que, en consecuencia, “la educación teológica en América Latina cumplió una función tradicional y doméstica, vuelta hacia las necesidades de la propia comunidad cristiana y evolucionando al ritmo de nuestras congregaciones” (p. 97). Así se puede resumir la argumentación de la primera parte del ensayo sobre la función tradicional de esta labor donde el autor encuentra que, desde su inicios, se cumplieron los objetivos de la misma: contribuir a civilizar, según la mentalidad misionera, a los pueblos latinoamericanos mediante una “segunda conquista espiritual”, pues la primera la había practicado el catolicismo tan criticado por las comunidades evangélicas como un cristianismo de “segunda categoría”. “El efecto inmediato de los estudios teológicos es crear un distanciamiento físico y espiritual de la realidad que proviene” (p. 99). Además, al consagrarse únicamente a preparar pastores, la educación teológica formaba “funcionarios eclesiásticos” capaces de reproducir sólidamente las instituciones hechas a imagen y semejanza de las iglesias de las metrópolis.

En la segunda parte, acerca de “las dos imágenes de la sociedad latinoamericana” (la espontánea y la revolucionaria), Conteris establece que el propósito general de transformar a las sociedades mediante el poder del “Evangelio protestante” se percibía como un esfuerzo por convertir de uno en uno a los individuos hasta alcanzar el mayor número de creyentes. Allí se advierte el predominio de lo individual sobre lo social, junto al hecho de que también se privilegiaba lo espontáneo sobre lo provocado; esto último sería el germen del cambio revolucionario, pero visto siempre con rechazo, excepto cuando se trataba de forzar a las personas a la conversión. Sólo en ese ámbito se permitía inducir transformaciones, dejando de ver la posibilidad de que esa provocación podía producir cambios estructurales. Con todo, el proselitismo protestante funcionó dentro del esquema liberal, en el cual se creía que “la transformación gradual de una sociedad ocurriría a través de la corrección de las fallas fundamentales a escala individual, y la difusión de los recursos principales de la sociedad moderna: la educación, la técnica, los progresos científicos aplicados a las diferentes necesidades” (106). Se aceptaban, así, de manera total los presupuestos del positivismo triunfalista y la creencia absoluta en el mito del progreso que irremediablemente vendría a solucionar los problemas humanos. En ese sentido se explica también el predominio de lo continuo sobre lo discontinuo, esto es, la creencia en que el continuum que es la sociedad o la historia “discurre progresivamente hacia su realización final en el Reino de Dios” (p. 108).

La otra imagen es, justamente, la revolucionaria, mediante la cual se acepta que el cambio debe ser provocado y que puede predominar lo social sobre lo individual, el cambio provocado sobre el cambio espontáneo y la discontinuidad sobre la idea de una sociedad continua. El modelo misionero, reflexionaba Conteris, seguía prevaleciendo en la mentalidad de las nuevas comunidades evangélicas incluso ante las “condiciones revolucionarias” que se vivían a mediados de la década de los 60. Había que repensar si las iglesias y los militantes estaban a la altura de esas exigencias. Y así lo hace en el siguiente apartado, “La transformación de la comunidad cristiana en una sociedad revolucionaria”. Como trasfondo, observa el creciente fenómeno de la secularización de la cultura occidental, por lo que afirma tajantemente: “…la tarea de la educación teológica debe ser examinada en relación con las consecuencias que este proceso parece tener en la iglesia” (p. 114). Para ello, ha citado las aportaciones del obispo anglicano Robinson (por su libro Honesto con Dios) y Richard Shaull, quien exploró el impacto de la secularización sobre la forma actual de la iglesia. Agrega que, en medio de una sociedad secularizada, “la tarea de la iglesia debe interpretarse ya no cuantitativa sino cualitativamente” (p. 115) y que la “presencia vicaria” de la comunidad cristiana mantiene las señales de la soberanía divina y del amor de Dios por la humanidad.

Pero, por todo ello, la iglesia debe replantearse su nuevo lugar en el mundo y así responder a los cambios radicales que estaban aconteciendo. Debe, por tanto, asumirse no ya como una superestructura social, que multiplique formas de poder y de asociación paralelamente a las existentes en la sociedad sino más bien llevar a cabo su labor espiritual mediante la forma de grupos de estudio, meditación y práctica sacramental. En segundo lugar, al desaparecer el modelo tradicional de la congregación cristiana, los ministerios cristianos deben transformarse para dejar de definirse con base en los ideales importados y constituirse en “ministerios abiertos” (p. 118), lo que llevaría, por ejemplo, a la desaparición de los pastores “de tiempo completo”, jefes, estrategas o “gerentes” de la congregación. En el nuevo esquema, “cada creyente ejerce a la vez la función del ministro, en tanto intérprete de la palabra bíblica y administrador de las formas sacramentales”. Estamos, pues, ante una relectura del clásico tema protestante del sacerdocio universal de los creyentes.

Por último, se detiene en la nueva función de la educación teológica en estas condiciones y, en términos barthianos, ve la labor teológica como una práctica eclesial ineludible y característica: “La iglesia es la comunidad que está enfrentada a la revelación. Suya es la responsabilidad de interpretar la acción de Dios en la historia y desentrañar el significado de la revelación bíblica en Jesucristo para cada situación histórica” (p. 119). ¡Vaya responsabilidad! La educación teológica, por lo tanto, sigue siendo una tarea que define y redefine continuamente la razón de ser de la iglesia: la iglesia no puede vivir sin la teología que debe producir. Pero ahora deberá enseñar a hacerla con nuevos propósitos porque la formación tradicional “ya no corresponde a las alternativas de la sociedad revolucionaria latinoamericana y parece desechada definitivamente por el fenómeno de la secularización contemporánea” (p. 120). Ahora la educación teológica pasará a ser “un complemento de la formación profesional liberal”, en suma, un “ministerio secular”, dicho en lenguaje bonhoefferiano. A partir de esta redefinición radical, Conteris se atreve a reivindicar el lugar del “teólogo profesional” con una vocación específica, incluso en las sociedades latinoamericanas, tan peculiares por el lugar e influencia que otorga a quienes se dedican a las labores intelectuales. Pero ese tipo de teólogos ya no se dedicará a administrar la congregación local sino a ejercer su profesión “dentro de las disciplinas humanistas”. La sociedad revolucionaria latinoamericana debería dejar lugar a este trabajo.

El teólogo, concluye Conteris, será una especie de “traductor simultáneo”, atento a las realidades divinas y humanas por igual. “Ser el medio de comunicación” (p. 121). “Dios habla incesantemente y la traducción debe acompañar ese ritmo”, aun cuando no se alcance a elaborar un discurso teológico completo o sistemático. Porque también la teología tiene la tarea de interpretar el “balbuceo humano”, el intento humano “por articular su propia respuesta a lo que está sucediendo en la historia” (p. 122). Sus palabras resuenan, por qué no decirlo, proféticas, exactas y premonitorias:

“Su misión es estar en el seno mismo de las corrientes ideológicas contemporáneas, que representan los intentos seculares para interpretar la historia y la sociedad, y dar forma a estos intentos —siempre inexactos, siempre frustrados, siempre destinados a perderse y renovarse en el flujo incesante de la historia misma— a fin de hacerlos inteligibles frente al gran interlocutor que es Dios. […] Y en esa función intermediaria, anónima y oculta, se encuentra, ahora y desde siempre, la grandeza y la miseria de la teología (Idem)”.

El autor de estas palabras abandonaría la teología, la iglesia y muchas esperanzas que compartió aquellos años con otros militantes con experiencia similar a la suya. Incluso hoy ha dejado en el olvido esas páginas que vuelven hasta nosotros para mostrar cómo, en el seno de grupos protestantes convencidos de causas coyunturales que se transformaron con los años, surgieron discursos apelantes y pertinentes ante las situaciones urgentes que los provocaron. Ciertamente, son testimonio de luchas pasadas, ya idas, pero que representaron la apuesta política, ideológica y espiritual de personas que, como Conteris, creyeron hace casi medio siglo en lo que predicaban y vivían.
 

 


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