Cuando pensamos en nuestra infancia, muchos podríamos recordar con claridad que uno de los consejos que probablemente más se nos han repetido tenía que ver con no seguir la corriente de los demás, en el sentido más “aborregante” de la expresión, sino más bien demarcar cuáles de las cosas que los demás hacen, por muchos que sean ellos y extendidas que estén sus costumbres, son realmente buenas para nosotros y cuáles no.
Como es sabido por todos, no resulta demasiado inteligente seguir la corriente a la masa, particularmente cuando ésta decide tirarse barranco abajo, como parece haber hecho nuestro mundo alrededor en tantas cosas a la luz de la Palabra. Sin embargo, aquello que conocemos como principio de manera práctica por lo que experimentamos en nuestro día a día, las recomendaciones que les damos nosotros mismos a nuestros hijos, cuestiones morales o religiosas aparte, no parecen enseñarnos del todo las lecciones que necesitamos para llegar a poner esto en marcha. Porque seguimos haciendo lo mismo, esa es la verdad. O quizá, si nos aplicamos el cuento, lo hacemos en las cosas pequeñas, superficiales, pero no en las de mayor calado. Dicho de otra forma, nos seguimos despeñando acantilado abajo en cuestiones que sabemos que no nos hacen bien, simplemente porque el resto del mundo lo hace.
Si lo pensamos detenidamente, invertimos buena parte de los esfuerzos de nuestra vida a encajar en los grupos de los que queremos formar parte. El ejemplo más claro lo tenemos, probablemente, en la adolescencia. Si hay algo prioritario para un adolescente es ser aceptado o, al menos, no rechazado en su grupo, y está dispuesto a lo que sea, a veces literalmente, para que esto tenga lugar.
Los adultos, aunque no lo hacemos de forma tan descarada quizá, en multitud de momentos lo reproducimos con tal de no sentir lo que, probablemente, más tememos las personas de forma general: sentirnos rechazados. Lo evitamos a toda costa y eso hace que terminemos asumiendo a menudo opciones que no son beneficiosas para nosotros. Nos hacemos, por tanto, iguales al resto en muchos aspectos, para evitar el rechazo y de esa manera, vamos tirando. La cuestión es que, cuanto más cerca estamos de la buena opinión del mundo, más lejos estamos de Dios.
De esto no creamos que estamos exentos los cristianos. Más bien al contrario, nosotros más que otros colectivos nos doblegamos con facilidad a los parámetros del mundo para no percibir el rechazo del que Jesús y los apóstoles nos advertían y que a ellos les costó la vida. En el mundo sabemos por Su mensaje que tendremos aflicción, que esa aflicción viene en muchos casos producida por la oposición de los que nos rodean debido a nuestra fe y lo que implica (por que la verdadera fe SIEMPRE tiene implicaciones).
Sin embargo, Dios nos llama a hacernos cada vez más y más a la imagen de Cristo, que es lo que verdaderamente quiere conformar en nuestras vidas. Lo que nos hace ser realmente diferentes al mundo es parecernos más y más a Él mismo y Su forma de vivir, y eso produce rechazo. Porque, de forma complementaria, parecernos más a Él significa alejarnos de forma sustancial y, más que esto, radical en muchos asuntos, de la forma en que la gente entiende la vida y el mundo.
Así las cosas, nos toca elegir de dónde queremos estar cerca, porque en esto, como en tantas cosas, es bien difícil ser tibio. El refrán español nos recuerda de manera algo distinta que “no llueve a gusto de todos” y la Palabra que “de la misma fuente no puede brotar agua dulce y agua amarga”, con lo que cada paso que damos nos coloca un poco más cerca o un poco más lejos de alguno de los dos extremos de la dimensión: con Él o sin Él.
"Pero en cuanto a mí, el acercarme a Dios es el bien..." (Salmo 73:28a)
Más cerca, ¡oh Dios!, de Ti
Yo quiero estar,
Aunque sobre una cruz
Me haya de alzar;
Mi canto aun así
Constante habrá de ser:
Más cerca, ¡oh Dios! de Ti,
Más cerca, sí.
Si caminando voy,
Y de ansiedad
Me lleno al presentir
La oscuridad,
Aún mi sueño así
Me mostrará que estoy
Más cerca, ¡oh Dios! de Ti,
Más cerca, sí.
Que encuentre senda aquí
Que al cielo va,
Y en ella Tu bondad
Me sostendrá;
Y ángeles habrá
Que me conducirán
Más cerca, ¡oh Dios! de Ti,
Más cerca, sí.
Después al despertar
Te elevaré
Un nuevo y santo altar
De gratitud:
Así mis penas mil
Me harán sentir que estoy
Más cerca, ¡oh Dios! de Ti,
Más cerca, sí.
Si en vuelo celestial
Al cielo voy,
Y sol y luna atrás
Dejando estoy,
Alegre entonaré
Mi canto sin igual:
Más cerca, ¡oh Dios! de Ti,
Más cerca, sí.
(Himno Cristiano Evangélico, Sarah F. de Adams)
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