Si Europa planta cara al caracol manzana “pomacea insularum”, y se compromete a desembolsar más de 600.000 euros al año para contener el avance hasta ahora imparable de la destructiva especie invasora, que devora la planta de arroz en su fase inicial, de los arrozales del Delta del Ebro; bien puedo yo “Desde el Corazón”, traer ante mis lectores, una vieja fábula oriental de “el caracol que llegó al cielo”, historia que recoge KAZANTZAKIS en su hermosa biografía del que fue tan amigo de los animales, San Francisco de ASÍS.
“Tras recorrer Kilómetros y Kilómetros arrastrándose por la tierra y dejando un surco de baba por los caminos así como legajos del alma por el esfuerzo, llegó el pequeño gasterópodo al pórtico del cielo. San Pedro, mirándole con compasión le preguntó: ¿qué vienes a hacer aquí pequeño caracol?, él, levantando la cabeza, y sacando sus cuernos dijo: ¡a buscar la inmortalidad! y tú ¿qué harás con la inmortalidad?; no te rías –dijo ahora airado el caracol-. ¿No soy yo también una creatura de Dios, como los arcángeles?
¡Sí, eso soy, el arcángel gasterópodo!. Ahora, la risa de San Pedro se volvió más irónica y malintencionada: ¿un arcángel eres tú?; los arcángeles llevan alas de oro, escudo de plata, espada flamígera, sandalias rojas. ¿Dónde están tus alas, tu escudo, tu espada, tus sandalias?. El caracol levantó su cabeza con orgullo y respondió: están dentro de mi caparazón. Duermen. Esperan. ¿Y qué esperan, si puede saberse? –arguyó San Pedro- Esperan el gran momento, respondió el molusco. El portero del cielo… pensando que nuestro caracol se había vuelto loco de repente, insistió: ¿qué gran momento? “este” respondió el caracol, y al decirlo dio un gran salto y cruzó el dintel de la puerta del paraíso, del cual ya nunca pudieron echarle”.
Leyendo esta curiosa fábula, me imagino cómo, de alguna manera, retrata la dignidad humana.
¿O acaso no seremos nosotros más que los caracoles?
Pasa el hombre sus horas arrastrándose por los caminos del mundo, ¿y no es cierto que muchos no dejan más que babas?, si medimos las horas de los hombres hay en ellas mucho más de mediocridad que de heroísmo. Débiles como caracoles, cualquiera podría pisotearnos y reventaría nuestra existencia como la frágil de los gasterópodos. ¡Y cuánto nos domina el miedo! ¡Cuántas veces nos arrinconaríamos dentro de nosotros mismos si contáramos con esa concha protectora en la que refugiarse!
Y, sin embargo, dentro están nuestras armas: las alas de oro de la inteligencia, el escudo de oro de la voluntad, la lanza viva de la palabra, las sandalias rojas del coraje. Están ahí dentro, dormidas, en muchos casi sin usar. ¡Qué pocas veces desenvainan los hombres sus almas!; las tienen, son enormes y magníficas, resistentes al dolor y las pruebas, literalmente inmortales. Pero anestesiadas, atrofiadas por la vagancia, mojadas como paja que humea y no arde. Duermen, pero también esperan, la niña esperanza grita tal vez mañana todo cambie, todavía existe la Gracia. Hermosa palabra de nuestra lengua: todavía. Todavía Dios nos ama, todavía estamos vivos, todavía el mundo puede cambiar, todavía alguien va a querernos, todavía, todavía. Con esa palabra en el corazón el hombre es invencible. Quienes la practican, de hecho, no envejecen. Y es que todavía Él nos da fuerza para arrastrarnos hasta las puertas del cielo, para llegar hasta ellas por su Gracia.
Nos ha hecho el Creador algo menor que los ángeles. Y no es lo importante la baba que hayamos dejado por los caminos, sino el alma que ningún camino nos podrá arrebatar si nosotros seguimos adelante protegidos por el caparazón de Su justicia.
Con ella no mendigaremos la eternidad, sino que la recibiremos de puro amor. Si la Ley nos juzga por el barro acumulado sobre nuestros caparazones, tendrá todas las razones para dejarnos fuera del paraíso. “¿Tú, pobre creatura te atreves a esperar la eternidad?” ¡Reventarías, estallarías al entrar en ella, como los aviones al traspasar la barrera del sonido! Tú, con ese pobre fuselaje, de una conchita de miseria, has nacido para la miseria.
No esté tan seguro San Pedro, el alma del hombre que cree, es incombustible. Se regeneró para la eternidad.
Pues se salvan los que dieron el gran salto de fe. Los que saltan de sus caminos de babas a la existencia de la misericordia. De esos será el reino de los cielos, y el mejor del reino de la tierra: la alegría de la esperanza.
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