Tan necesitados andamos de ilusión que estamos dispuestos a creer que tenemos alguna posibilidad de conseguir lo que se nos vende: solución rápida, definitiva, y lo mejor: sin esfuerzo.
En los últimos días vienen escuchándose con insistente frecuencia todo tipo de anuncios acerca de la ya casi infinita posibilidad de loterías, apuestas y juegos de azar que se han convertido, sin duda, desde hace muchos años en nuestro país, en una pieza igual de importante que otra cualquiera del ideario navideño.
En un entorno sin esperanza, en que la gente no tiene ni la mínima sensación de que la cosa vaya a mejor, donde el desempleo sigue estrangulando a las familias, los embargos siguen siendo el pan nuestro de cada día y aparentemente, seguimos sin tener dinero (aunque los centros comerciales, qué duda cabe, están a rebosar, y no para comprar harina o arroz), hablar de sueños y de sueños que, además, no sean baratos, es muy atrayente.
Al fin y al cabo, así funcionan estas cosas: la publicidad, las compras, la lotería, la Navidad tal y como el mundo sin Dios la entiende… nos sirven para mantener nuestra cabeza ocupada en elementos que nos distraigan de la dura realidad que tenemos delante. Pero que en ningún caso nos resuelven nada, porque la esperanza que aportan es absolutamente momentánea, efímera, escasa y, por qué no decirlo, engañosa.
Si preguntáramos, de hecho, a todas las personas de este país que han jugado alguna vez a la lotería, encontraríamos un altísimo número de frustraciones al respecto y sólo unos cuantos satisfechos.“Pero la ilusión cuenta mucho”- dicen algunos. Sin embargo, esa ilusión, reconozcámoslo, sólo dura un tan escaso tiempo que nunca suple el nivel de esperanza que necesitaríamos tener cubierto para llevar adelante una vida en condiciones. Quizá, esto sigue recordándonos que nuestra esperanza no está en estas cosas.
El anuncio al que me refiero, en que se habla de lo caros que son nuestros sueños, es digno de ser escuchado. No sólo porque es cierto, sino porque a poco que uno se ponga a analizarlo con detenimiento, rápidamente se da cuenta de que a uno lo tratan como si fuera tonto. Probablemente han buscado una voz lo suficientemente condescendiente como para tener este efecto.
Y es que precisamente uno de los signos de hasta qué punto estamos necesitados de ilusión y de esperanza es que, con tal de tener aunque sea una brizna de ella, estamos dispuestos a aceptar, no sólo que se nos hable como a idiotas, sino que lleguemos a creernos que tenemos alguna posibilidad de conseguir lo que se nos vende: solución rápida, definitiva, y lo mejor de todo, sin dolor.
Quienes no jugamos a la lotería no tenemos nuestra preocupación en si saldrá o no nuestro número premiado. Pero observamos con estupor alrededor nuestro cómo muchas personas se gastan cantidades de dinero ingentes (que prácticamente no tienen) para conseguir algo que la lotería nunca podrá darles. No sólo por lo ínfimas que son sus posibilidades de ganar, sino porque en muchas ocasiones un alud de dinero en la vida de uno lo único que hace es estropearla.
Todos probablemente podemos pensar en personas que han visto cómo su vida se iba literalmente a pique a la llegada de unos cuantos millones. Porque el que no tiene dinero se preocupa de que no lo tiene, pero tiene poco que perder. Sin embargo, quien dispone de mucho dinero empieza rápidamente a descubrir que ha de preocuparse por mantenerlo, por hacerlo crecer, porque otros no se lo quiten, porque los que vienen detrás no lo dilapiden… En definitiva, el dinero es una fuente de preocupación permanente para muchísima gente, pero la fortuna de muy pocos. Escasamente llegan a disfrutarse esas fortunas, porque el nivel de preocupación y desgaste que generan siempre es menor que el nivel de bienestar.
No tenemos sueños baratos, pero no soñamos a lo grande en el sentido magno de la palabra. Somos, de hecho, bastante mediocres soñando. En nuestros sueños se ponen de manifiesto nuestro hedonismo, superficialidad y materialismo. No soñamos el bien para otros, no soñamos con el contentamiento respecto a lo que tenemos. Aspiramos a MÁS, pero no aspiramos a MEJOR. Y en ese sentido no avanzamos, porque por más años que pasen, da igual cuántas veces se nos enseñe la misma lección, seguimos sin aprenderla. La felicidad no está en el dinero.
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