«Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras» (Jesús a Pedro, según Juan 21.18).
Andaba por los cien años. Era un viejo achacoso, friolento y medio ido. La verdad es que, con todos los pergaminos que arrastraba, daba pena verlo cuando –habiéndose ido ya el invierno—algunos miembros de su familia lo sacaban a la vereda de su casa en la Avenida San Martín con María Luisa para que tomara el sol a ver si agarraba un poco de calor.
Era el último sobreviviente de la Guerra del Pacífico, aquella que, a finales del siglo antepasado (1879-1883) se libró en pleno desierto donde confluían porciones de suelo peruano, boliviano y chileno.
Por ese detalle, el ejército chileno a través del Regimiento Tucapel asentado en la ciudad de Temuco, tenía que rendirle homenaje cada vez que las efemérides correspondientes así lo ordenaban. Entonces, un destacamento, encabezado por el comandante de la guarnición, el general Herman Brady (1919-2011), se trasladaba hasta su domicilio a presentarle los honores militares correspondientes. Don Ricardo Orellana, que era su nombre aunque sin parentesco alguno con este escribidor, arropado hasta las orejas (a esas alturas de su vida el frío pertinaz y trasminante de aquellas heladas regiones del sur del Sur se había quedado a vivir en su piel y en sus huesos), sentado en un humilde sillón de mimbre sobre la vereda al lado afuera de su casita, observaba con ojos que poco veían y escuchaba con oídos que trabajaban a menos de media jornada, lo que el glorioso Ejército de Chile le ofrecía. Una vez finalizada la ceremonia, que en realidad se reducía a lo estrictamente necesario, el pelotón de soldados se retiraba marchando a sus cuarteles, el general Herman Brady se iba suspirando y mascullando por lo bajo mientras los parientes de Don Ricardo lo levantaban con todo cuidado del sillón donde había estado sentado y casi como quien transporta un maniquí lo llevaban de vuelta al interior de la casa.
Don Ricardo ya no valía mucho. Los años lo tenían completamente arruinado. Cien años no pasan en balde. Pero el protocolo militar tenía que cumplirse por más viejo que estuviera el pobre anciano. Y a quien le correspondía encabezar los homenajes era a un general joven que a la sazón no habría llegado aún a la mitad de la edad de Don Ricardo. El general Brady era un hombre de impresionante estampa: alto, fornido, realmente apuesto y que, enfundado en su uniforme militar, iba enviando mensajes de buena salud a la gente que no quedaba indiferente a su paso. Con solo verlo, con su estampa de hombre recio rindiendo honores a un viejo achacoso y pobre, se podía comprender su molestia por tener que cumplir con deberes tan poco gratos.
Pero hubo un tiempo en que Don Ricardo fue joven. Y apuesto. Y robusto, y enhiesto. Tuvo también 50 años. Y 25. Y 20. Corría los 100 metros planos en 10 segundos clavados. Las jovencitas de su época se volvían a mirarlo y él, como todo muchacho de su edad, lleno de vida y de sueños, se dejaba querer. Se casó enamorado de la mujer más linda del barrio.
Pero un día, cuando su talego de ilusiones se llenaba rápidamente y se aprestaba a dar el gran salto para conquistar el mundo se desató la guerra y la patria no tardó en llamarlo a cerrar filas en torno al conflicto. Como todo soldado, empuñó también las armas. Aunque rumores, posiblemente originados en su estado actual calamitoso y triste, aseguraban que nunca disparó un tiro y que su trinchera fue la cocina y sus armas, el cucharón, los grandes calderos donde se preparaba «el rancho» para los soldados que sí iban al frente, la sal, la manteca y los porotos. ¡Ah! Y también se decía que se había hecho un experto en preparar las famosas «chupilcas del diablo» medicina casi infalible para combatir las temperaturas extremas del desierto. Pero este rumor nunca se confirmó aunque contribuyó bastante para que el comandante del Regimiento Tucapel con asiento en Temuco se sintiera cada vez menos motivado para ser él quien, en representación del Ejército y de una nación entera, le rindiera honores militares unas cuantas veces en el año.
La guerra llegó a su fin y, como es lógico suponer, los soldados supernumerarios que sobrevivieron regresaron a sus casas para tratar de echar a andar sus vidas de nuevo, ahora por los caminos de la paz y de los recuerdos.
Sin embargo, y como tenía que ocurrir, un día Don Ricardo enfermó de muerte y después de una corta agonía, expiró. La noticia, más como un hecho curioso que como una realidad lamentable, corrió a lo largo y ancho de Chile. Había muerto el último sobreviviente de la Guerra del Pacífico. La ciudad de Temuco experimentó un ligero remezón, como aquellos tiritones que nos sobrecogen cuando se nos sube la fiebre o hace demasiado frío. De eso, bien poco más. Sin demora se iniciaron los preparativos para su entierro. Había que rendir los últimos tributos al soldado, sobreviviente de una guerra y de no pocos inviernos.
“El Diario Austral” y el vespertino “Gong” –los dos diarios de la ciudad-- se movilizaron rápidamente, enviando a cubrir la noticia a reporteros y fotógrafos.
Don Raúl Gallardo Lara, director de ambas prensas, me entregó a mí la responsabilidad de cubrir la noticia. Yo, en mi condición de periodista, me trasladé hasta el lugar donde estaba el cuerpo de Don Ricardo sin uniforme ni condecoraciones ni mantas ni frazadas que lo protegieran del frío. ¡Ya para qué! Cuando me asomé al cuarto donde yacía el cuerpo, lo encontré casi
in puris naturalibus. Horas más tarde habrían de cubrir esos pobres restos con el uniforme azul y rojo de los soldados del 79, le sacarían un poco de brillo a las medallas, tan antiguas como él antes de colgárselas en el pecho y cepillarían la gorra para quitarle el polvo y hacer que luciera lo mejor que se podía.
En mi afán reporteril por recoger toda la información que necesitaba para redondear el cuadro completo con los datos que ya se tenían de antemano, busqué al comandante del Regimiento para obtener de él alguna declaración o alguna palabra de pésame. Lo encontré en una esquina del cuarto rodeado de otras personalidades de la ciudad que habían acudido, como él, al llegarles la noticia. Antes que pudiera hacerle la primera pregunta, el general lanzó, por lo bajo,
soto voce, un estruendoso: «¡Por fin se murió este viejo de…!» No iba dirigido a nadie sino que solo parecía ser el desahogo del general que sentía el alivio de verle el fin a aquellos homenajes que no le hacían ninguna gracia.
¿En razón de qué hago estas remembranzas y escribo esta nota? Trataré de justificarlo, primero, diciendo que —antes de este— he escrito dos artículos relacionados con el caso de la Misión Latinoamericana que acaba de fusionarse con otra misión más joven y seguramente más sana y fuerte. Me retuve de escribir un tercero pues, de haberlo hecho, habría tenido las mismas tonalidades de los anteriores. Y ya salir diciendo lo mismo tres veces, podría sonar a majadería de mi parte.
Segundo, la Misión Latinoamericana, que nació en 1921, estaría por este tiempo en sus 91 años. Don Ricardo murió bordeando los 100 y el general Herman Brady, a los 92. A esas edades, ni Don Ricardo ni Don Herman valían mucho. Las instituciones en cambio (en este caso los ministerios) pueden envejecer sin que necesariamente lleguen al estado de estos dos personajes de mi historia.
Tercero, la sociedad tiene poca paciencia con los viejos. Cuando se es joven y lleno de vida, se es impaciente con aquellos que ya han perdido su vigor, su lozanía y muchas de sus facultades. Tal fue el caso del general Brady. Le era desagradable su contacto con Don Ricardo; sin embargo, el una vez apuesto e impresionante joven general, terminó sus días en forma muy parecida a como los terminó Don Ricardo. Falleció a los 92 años, luego de permanecer dos años en estado vegetativo en el Hospital Militar de Santiago. (Estado vegetativo: Es una condición clínica en que la persona no da ningún signo evidente de consciencia de sí o del ambiente, y parece incapaz de interactuar con los demás o de reaccionar a estímulos adecuados)
[1]. Don Ricardo, con todo lo deteriorado que estuvo al final de sus días, no llegó al estado vegetativo como llegó aquel que, en la euforia de su juventud, llegó a decir: «Por fin se murió este viejo de…».
Y cuarto, hay casos en que se toman medidas drásticas con los viejos, condenándolos a una muerte prematura cuando aún están vivos y que, con un poco de consideración pueden seguir siendo útiles a la sociedad, trátese de personas o de instituciones. Quienes lo hacen y tratan a los viejos como un escombro a los que hay que meter a un asilo (
home) o abandonarlos como un mueble viejo, es muy probable que lleguen también a sufrir lo mismo, o peor, cuando les llegue su turno.
«Vino, pues, Jeroboam, y toda la congregación de Israel, y hablaron a Roboam, diciendo: Tu padre agravó nuestro yugo, mas ahora disminuye tú algo de la dura servidumbre de tu padre, y del yugo pesado que puso sobre nosotros, y te serviremos. Y él les dijo: Idos, y de aquí a tres días volved a mí. Y el pueblo se fue. Entonces el rey Roboam pidió consejo de los ancianos que habían estado delante de Salomón su padre cuando vivía, y dijo: ¿Cómo aconsejáis vosotros que responda a este pueblo? Y ellos le hablaron diciendo: Si tú fueres hoy siervo de este pueblo y le sirvieres, y respondiéndoles buenas palabras les hablares, ellos te servirán para siempre. Pero él dejó el consejo que los ancianos le habían dado, y pidió consejo de los jóvenes que se habían criado con él, y estaban delante de él. Y les dijo: ¿Cómo aconsejáis vosotros que respondamos a este pueblo, que me ha hablado diciendo: Disminuye algo del yugo que tu padre puso sobre nosotros? Entonces los jóvenes que se habían criado con él le respondieron diciendo: Así hablarás a este pueblo que te ha dicho estas palabras: Tu padre agravó nuestro yugo, mas tú disminúyenos algo; así les hablarás: El menor dedo de los míos es más grueso que los lomos de mi padre. Ahora, pues, mi padre os cargó de pesado yugo, mas yo añadiré a vuestro yugo; mi padre os castigó con azotes, mas yo os castigaré con escorpiones… Y el rey respondió al pueblo duramente, dejando el consejo que los ancianos le habían dado» (1 Reyes 12.1-13).
[1]Información obtenida de la Internet donde también se puede encontrar —parcialmente— el triste currículo del general en cuando a su participación en los abusos cometidos por el gobierno militar y del cual formó parte activa.
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