Hace poco mi hermano y yo tuvimos una conversación. Íbamos en el metro de Madrid a ver una tienda de bicicletas retro y nos pusimos a hablar de lo que dábamos por sentado, y sobre lo poco que nos asombramos por cosas por las que quizá debiéramos asombrarnos más.
En mi momento más místico, saqué mi iPhone y monologué sobre lo asombroso de su funcionamiento. Ya sabes: sacas una pieza de plástico del bolsillo, mueves unas imágenes por la pantalla, aprietas unos botones que no son físicos y en tiempo real puedo hablar con mis amigos Kevin y Jess que viven en Ohio.
Por supuesto, mi hermano añadía su cuota a la conversación con cosas como el hecho de que una masa de hierro de unas 50 toneladas pueda volar.
En ese momento salí de mi monólogo, y me di cuenta de que los que estaban a nuestro alrededor debían pensar que nos faltaba cierta conexión interna en el disco duro.
Pero ese es precisamente el problema.
El asombro por las cosas normales que mejoran nuestra existencia se ha convertido más una debilidad que en una virtud humana. Y es mucho más fácil romper la sensación de asombro en nuestro día a día. Y lo hacemos así:
Respondemos con cinismo.
Responder con cinismo es buscar la posibilidad negativa a una circunstancia positiva. Se responde con cinismo cuando, a pesar de que algo pueda mejorar un 0,1%, no eres capaz de celebrarlo, sino que sigues con un “ya, pero...”.
Pero, ¿por qué nos resulta tan fácil evitar el asombro? En 2007, el filósofo norteamericano James Flynn publicó un libro titulado
What is Intelligence? Beyond the Flynn Effect(¿Qué es inteligencia? Más allá del Efecto Flynn). Básicamente, sumergido en mucho más contenido, Flynn recuerda un hecho interesante: nuestra generación tiene niveles de IQ mucho más altos los de generaciones anteriores. En otras palabras, según esos tests, somos unos genios en comparación con la población de hace solo unas generaciones.
Así que uno podría fácilmente pensar que nuestra capacidad racional propulsada por el avance científico en las últimas generaciones ha hecho que ya nada nos sorprenda.
“No, Joel, las ondas que comunican los teléfonos móviles no debieran asombrarnos para nada”.
Pero Flynn anota algo más. Flynn señala que a la par de nuestro IQ, también ha crecido nuestra capacidad de pensamiento abstracto. De manera social, tendemos a resolver nuestros problemas en un nivel abstracto. Flynn dice: “Hoy no tenemos ninguna dificultad en liberar nuestra lógica de referencias concretas, y razonar sobre situaciones puramente hipotéticas. Pero las personas no fuimos siempre así”. Y, a continuación, Flynn recurre al tipo de conversaciones documentadas por Luria (1976).
Es posible que nuestra capacidad cognitiva y de análisis no sea lo que elimina nuestra capacidad de asombro. Lo posible es que tratemos las cosas del día a día a un nivel demasiado abstracto, donde es más fácil ser cínico y magnificar los problemas.
Es a ese nivel donde es fácil quejarse porque hoy no funcionó el agua caliente. O gritarle a la dependienta del teléfono porque mi cobertura de internet es demasiado lenta, y tardo 5,8 segundos más en subir mi último Tweet. Es a ese nivel cuando es fácil quejarse de la educación, cuando en realidad, incluso en el peor de los casos, nunca antes en la historia hubo tanta facilidad de acceso a la educación (ayer mismo me bajé las lecciones de “Problemas en Filosofía” del profesor Jack Reynolds, ¡gratis!)
No estoy defendiendo aquí que vivamos con sonrisas permanentes ignorando los problemas que tenemos alrededor. Porque lo cierto es que hay mucho que trabajar, mucho que defender, y mucho por lo que sufrir.
Pero en el proceso de mejorar algo para llegar al ideal (de manera abstracta) no debemos evitar, ni en el peor de los casos, asombrarnos por los bueno que hay.
¿Cuándo fue la última vez que te asombraste por el hecho de que estás vivo?
Sólo cuando la vida misma nos asombra somos capaces de contagiarla a los demás. Y, de hecho, nuestra vida debiera ser causa de asombro. El universo es una perfecta máquina para la vida, en el que hay ciertas constantes tan extremamente afinadas que, si se cambiasen solo un poco, la vida tal y como la conocemos sería imposible.
Cuando uno lee la vida de Jesús hay algo que se repite una y otra vez, y es que
cuando Jesús aparecía, la gente se asombraba. La gente se asombraba incluso al escuchar hablar de Él (Hechos 13.12). Quizá no es que cosas como Jesús ya no pasen, sino que al contrario que otras generaciones, ya estamos perdiendo nuestra capacidad de asombrarnos.
¡Asómbrate!
Asómbrate, porque por si estás leyendo esta columna, es muy posible que, por muy mal que te vaya, seas parte del top 5% de la población mundial.
Asómbrate, porque el hecho de que puedas explicar algo no deja de hacerlo maravilloso.
Asómbrate, porque apuesto que en tus pocos o muchos años de vida jamás - piénsalo bien, jamás - te has preguntado si mañana vas a comer. Es un hecho.
El asombro también pone las cosas en perspectiva.
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