Como ya se imaginarán ustedes, buena parte de los casos que se presentan en una consulta no se pueden resolver. Sería una falsedad decir lo contrario. Al fin y al cabo, no somos magos, ni mucho menos Dios como para tener respuesta y solución para todos. Pero es triste contemplar cómo, en bastantes ocasiones, no se puede hacer más porque el paciente se niega a utilizar algunos recursos básicos que tiene a su alcance.
Es sabido por todos que el psicólogo no tiene poder sobre la conducta del otro como para modificarla a su antojo, aunque durante el tiempo que dura la interacción terapéutica el paciente le permite ser una influencia importante para reconsiderar desde otros puntos de vista su problemática en aras de intentar resolverla.
Si el paciente no pone TODA la carne en el asador, por tanto, difícilmente el psicólogo o cualquier profesional tienen algo que hacer.
En ocasiones la cuestión tiene que ver con aspectos muy prácticos de la vida cotidiana que, aunque difíciles, lo que están requiriendo es un primer paso que desbloquee el punto muerto al que se puede haber llegado:
“Vuelva a establecer comunicación con su padre, con el que hace años que no habla”,
“Levántese y acuéstese todos los días a la misma hora”,
“Procure no aislarse…”
Estos son consejos habituales que se dan en una interacción terapeuta-paciente y que muy comúnmente no se tienen en cuenta por pensarse que son tonterías sin importancia.
En otras ocasiones no se siguen porque cuestan un esfuerzo pero, ¿qué hay valioso en la vida que no cueste nada? Sin embargo no son estos temas los que me están preocupando hoy. Quisiera centrarme en algo que, creo, es mucho más profundo, aunque está relacionado con estas cosas. La gran diferencia es que el calado que tiene es mayor, así como sus implicaciones y consecuencias, que en tantas ocasiones son nefastas.
Cuando uno trabaja para mejorar las condiciones de vida de los creyentes (buena parte de mis pacientes lo son), uno descubre con tristeza que muchas de las cosas que no funcionan en su vida se deben a nuestro duro corazón. Pero más aún, muchísimas de las cosas que no se resuelven en nuestra vida tienen que ver con que, donde alguna vez hubo un corazón de carne, hemos dejado que, de nuevo, el endurecimiento tenga lugar y no hay una gran diferencia entre nuestra forma de enfrentar el problema respecto a cómo lo haría alguien a quien nunca llegó al Evangelio. Es así de triste, pero es así.
No soy de las que piensan que todo sufrimiento se debe a un problema espiritual específico en esa persona. Por supuesto las enfermedades y padecimientos se deben en primera y última instancia a nuestra situación de pecado y caída como raza frente al Dios Creador. Pero ello no implica que detrás de cada dolencia haya una vida que vive en pecado. Eso sí, constato cómo mucho de nuestro sufrimiento en ocasiones se debe a una falta de rendición nuestra, a una rebeldía que puede considerarse, consecuentemente, como un tipo de contienda con el Altísimo y sus valores, llevando un problema de índole práctica muchas veces al terreno de una verdadera lucha contra los valores cristianos y el Dios que los propone. No es esta, entonces, una cuestión baladí ni superficial. Es decir, el problema es mucho mayor de lo que parecía, aunque para el mundo pueda ser lo mismo.
Pienso en personas que, siendo creyentes supuestamente (eso no lo juzgamos nosotros y, por tanto, nunca lo sabemos a ciencia cierta) deciden, no abiertamente quizá, porque es políticamente incorrecto, pero sí a las claras desde su comportamiento, que Dios no tiene nada que ver en su vida y, por ende, nada que hacer en su problema. No porque no pueda, que puede, sino porque la persona no está dispuesta a la rendición que supondría algo así, a la coherencia a la que se vería orientada y al cambio de conducta que esto supondría. Es decir, preferimos seguir haciendo las cosas mal, jugando con lo que no podemos jugar, sacrificando cosas verdaderamente importantes, dañando a otros, haciendo flaco favor a la fe y al testimonio en una especie de ceguera que asusta, porque no es parcial sino total.
El psicólogo no puede usar su despacho para hacer proselitismo. Jamás. Pero sí puede usar la fe del paciente como herramienta para su recuperación. Eso permite que, por ejemplo en mi caso, cuando comparto la fe con la persona que tengo delante, podamos hablar con mucha libertad en su propio lenguaje, uno que entiende, para poder apelar a algo profundo e importante en su vida y que le puede llevar a un cambio de conducta motivado que, de otra manera, quizá no tendría lugar. Hay cosas que un verdadero creyente no hace porque otro se lo diga, sin más, sino porque entiende que son coherentes con su fe y quiere llevarlas a cabo como consecuencia de ella. De alguna manera se invita al paciente a que permita que el Espíritu haga su obra con libertad, sin tropiezos de su parte, aunque sabemos de buena tinta que ello implica un “negarse a sí mismo” cada día, con todo y lo mal entendido que puede ser eso fuera de nuestros foros. Ese es a veces el paso que la persona necesita dar y los cambios empiezan a sucederse más pronto que tarde.
Sin embargo, esto no es fácil. No lo es sometiendo nuestra voluntad activamente, pero mucho menos cuando la persona está anclada en odios, raíces de amargura, provocación, exaltación de uno mismo y desprecio de otros, egoísmos, mentira… con todos los beneficios inmediatos que ello trae. Sí, sí, han entendido ustedes bien. Estas cosas, todo pecado, suele traer beneficios inmediatos que hacen que su poder sea altamente adictivo, porque la persona se siente bien recibiendo ese beneficio aunque su camino finalmente se dirija hacia prejuicios muy obvios. Somos tremendamente presentistas y ello provoca que, en tantas ocasiones, pudiendo hacer las cosas muy bien, las hagamos muy mal. Eso sí, luego tendremos que asumir las consecuencias que llegan, y lo hacen siempre.
Me encanta por otra parte cuando, en una de esas conversaciones que a veces se dan con los pacientes creyentes, desde la libertad con la que puedes hablar de la fe, haces una invitación a que consideren algunos aspectos espirituales a tratar con sus pastores y líderes espirituales y percibes apertura y disposición. Porque sabes de buena tinta que las verdaderas posibilidades de recuperación para esa persona descansan en que el Espíritu haga Su obra en esa vida. Pero cuando ves en un cristiano la obcecación por no querer oír, saber, escuchar, rendirse, ves que no se alimenta espiritualmente, que incluso tergiversa la Palabra para hacerle decir lo que no dice, cuando ves total indiferencia hacia las cosas de Dios, cuando incluso se niega a pedir ayuda a las personas que podrían ayudarle en ese sentido, cuando su interés está simplemente en mostrar una fachada… te das cuenta de que la persona sólo puede ir cuesta abajo. Porque Dios es un Dios de gracia, pero también es justo y parte de Su juicio sobre nosotros consiste en dejarnos ir por nuestro camino y que podamos degustar las consecuencias de nuestros propios errores.
De muchas nos salva el Señor. De otras no nos libra porque hay lecciones valiosas que tenemos que aprender. Y esto me lleva a la necesidad de recordarme cada día que el secreto de mi éxito en la vida, del posible avance que se pueda dar, pasa por darle a Dios el papel que ha de tener, sujetarme a Su voluntad tan claramente expresada en Su Palabra, al margen de mis intereses o inclinaciones, que no son buenas.
Mi vida será, como la de tantos, un estrepitoso fracaso de no tener estas cosas en cuenta. Estaré sentenciado a no poder resolver lo que me aqueja, a perjudicar a cuantos tengo alrededor, a ensuciar el testimonio y las posibilidades gloriosas de cambio que el Evangelio tiene para las vidas de las personas.
Seré yo contra el mundo…
yo con mi problema…
sentenciado a no resolverse…
condenado al fracaso.
Si quieres comentar o