Lo que más me ha impresionado de la muerte de María de Villota ha sido saber que murió sola. Sola, en la inmensidad de la noche, entre las cuatro paredes de una impersonal habitación de un Hotel de Sevilla, ella que desde su accidente automovilístico había conocido el aplauso, la admiración por su importante recuperación, que vivió rodeada en los últimos meses de multitudes que la abrazaban y le solicitaban conferencias y actividades de reconocimientos periodísticos.
Nunca me ha impresionado eso de que los muertos se “quedan solos” –como lloraba Becquer‑ en los cementerios. Lo verdaderamente triste es morir, aunque sea por muerte natural, de forma solitaria entre las paredes de cemento de la soledad.
Ella, que vivió a ritmo de Fórmula 1, ella, que tantas veces se vio rodeada del equipo de su Box, y ocupó “poles de prestigio”, y de pronto un frenazo en seco, y concluye la carrera de la vida. ¡Cuánto puede uno aprender en escasos segundos!; es como si uno viera que le señalan con la banderola del final de la carrera, y de pronto se nos descorriera la cortina que vela los misterios de la condición humana.
Horas antes se preparaba entre ráfagas de ardiente lucidez y simpatía, para una conferencia sobre la esperanza y la ilusión de vivir. Y en pocos minutos apareció la angustia de la muerte ¿quién me dirá que no se agarraría con sus experimentadas manos a un volante que le hiciera traspasar la meta?, pero no, le llegó el final de la carrera. ¡Se puede frenar en seco y no ganar un Kilómetro más aunque se haya corrido tanto!
“Desde el Corazón” yo sé que, sin correr nada, sí que vivo la carrera de la vida, pero no le tengo miedo a la muerte. Y esto no sólo porque tengo fe y sé que mi carrera no termina con una frenada en seco, sino porque como la misma María decía en alguna de sus entrevistas, me he acostumbrado a vivir con ella. María, en las pistas de la Fórmula 1, yo, en la pista de la vida.
Sé que la muerte anda en zapatillas por mis habitaciones, es compañera y amiga, pero no amenaza, me cicatea a usar bien y en el bien mi tiempo. Y esa realidad sólo me sirve para darme más prisa a vivir.
En varias partes he leído que a la pregunta que tantas veces le hicieron a María sobre: “¿después de tan duro accidente cómo hay que vivir?”, ella con entusiasmo contestaba: trabajando, pilotando. De hecho, se preparaba para una conferencia sobre este tema ¿cómo hay que vivir? y la respuesta dada la comprendo muy bien, porque “Desde mi Corazón” siento que trabajar es vivir sin morir. Aunque cuando a mí me lo preguntan, siempre digo “amando” en lugar de “trabajando” y como alguien que observa cómo las respuestas las analizan los que escuchan, añado: “Trabajar es también una manera de amar”. Lo sé: los que están vivos –es decir, los que aman y trabajan‑ no se mueren nunca. Sólo se mueren los que ya están muertos.
Así que a mí me ha desaparecido todo miedo incluso a una muerte solitaria. ¿Acaso estoy solo ahora cuando escribo este artículo?. ¿Acaso no estáis ahí vosotros, posibles soñados o posibles lectores míos?. Lo sé: el verdadero secreto de la soledad es que no existe. En el que tiene a Cristo si la soledad es verdadera está llena y acompañadísima. Si está sola y vacía no es soledad, sino simple muerte y aburrimiento.
No comparto la afirmación de Schopenhauer, para quien la soledad tiene dos ventajas: que uno está con ella consigo mismo y que además no está con los demás. Y si fuera cierto aquello de que “las águilas vuelan solas y los pájaros en bandadas” yo preferiría ser pájaro antes que águila altanera y estúpida.
“Desde el Corazón” me encanta el Génesis cuando dice: “no es bueno que el hombre esté sólo” y es bueno que cuando esté sólo, esté latiendo de amor, vibrando tendiendo las manos, aunque parezca que la carrera se acaba, buscando ojos que te miren y en los que mirarse, porque existimos más en tanto y cuanto que latimos “en” otros.
Ya no me impresiona si María de Villota murió sola. Solamente me gustaría saber si al apoyar su cabeza en la última almohada, pudo pensar, más que en los premios y aplausos humanos que había recibido por sus carreras, que en el acercarse su bólido a la última meta, el Señor de la vida y las coronas la reconocería como a quien le había recibido como el Salvador de todas las victorias y el promotor de todas las carreras de la vida. Sólo así, nunca se muere sólo.
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