Si algo se ejercita en momentos duros de crisis personal, económica, institucional, familiar e, incluso, espiritual en tantos casos, es la oración. Algunos, simplemente porque nos acordamos de “Santa Bárbara” cuando truena. Otros, porque entienden que sólo a Dios puede uno aferrarse cuando todo va mal y se desmorona por momentos (aunque también debiéramos asirnos cuando todo va bien). En otras ocasiones, la vida de oración no hace sino fortalecerse porque, aunque estaba presente, quizá en épocas como éstas toma una nueva dimensión.
En todo caso, porque de alguna manera hay algo en nosotros que nos dice que debe haber alguien más por encima de nosotros que pueda estar teniendo control sobre nuestras circunstancias. Ese “alguien”, para nosotros, es Dios.
Sin embargo, de manera muy clara, incluso en aquellos aparentemente experimentados por llevar años en la fe, aparece rápidamente una cuestión fundamental: ¿Qué y cómo pedir?Es cierto que muchos ni siquiera se lo cuestionan. Piden y ya está. Pero es algo a reflexionar, porque no es otra faceta de nuestra oración cualquiera: oramos poco, pero lo poco que oramos va esencialmente dirigido a pedir, ya sea por nosotros o por otros, pero pedir al fin y al cabo. Y no es que sea malo, pero es incompleto y a veces puede estar francamente mal orientado.
En la naturaleza humana parece no surgir de forma espontánea el darle la gloria a Dios, el alabarle y adorarle suficientemente (y no me refiero sólo a lo cuantitativo, sino a lo cualitativo principalmente). Más bien tenemos considerado a Dios como ese “banco infinito” al que se le pueden pedir las cosas más inverosímiles en momentos de necesidad. Dicho de otra forma, lo vemos y utilizamos en el peor sentido prácticamente como el último recurso en caso de urgencia, cuando se nos han agotado nuestros propios medios y hay que apurar ese “último cartucho”.
Esto pasa tanto a no creyentes como a creyentes, no nos engañemos. A pesar de lo que podamos pensar acerca de nosotros mismos, esta es una lección que no tenemos tan aprendida como deberíamos. Más bien al contrario,
pasan los años y no terminamos de tener claro cómo pedir, por diferentes motivos:
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Algunos piden y piden, pero lo hacen para satisfacer sus propios deseos. Lejos de reconocer en Dios la fuente de toda vida y bien, su actitud es egoísta y, no sólo no le glorifican, sino que tampoco le reconocerán o agradecerán sus dádivas cuando, quizá, por gracia, las reciban. Esto también sucede en nuestras filas evangélicas.
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Otros piden, pero su vista no está puesta en los propósitos del reino. No terminan de atreverse a pedir que se haga la voluntad de Dios, no sea que esa voluntad no les guste demasiado y más bien toman sus propias decisiones pidiéndole a Dios a continuación que les siga en esa decisión.
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Algunas personas piden desde el miedo. Han vivido en entornos donde las peticiones al Padre se hacen desde el temor (porque así fue con sus propios padres muchas veces) y casi un exceso de reverencia que anula cualquier signo de espontaneidad o diálogo con Dios. Orar es, para ellos, casi como una instancia que hay que echar en alguna parte para que alguien superior tenga a bien, quizá, revisarla y valorar su concesión. Casi siempre tienen, además, una expectativa negativa porque no entienden a Dios como alguien amante, sino castigador.
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Muchos de nosotros, simplemente, no sabemos qué pedir. Nos movemos, incluso, entre varios de los anteriores. Nos acercamos a Dios como Dador, pero casi desde una idea disfrazada o encubierta que sigue considerando al Señor como alguien mezquino que seguramente no está dispuesto a concedernos lo que deseamos. Pero a la vez, somos conscientes de que, lo que deseamos, puede estar bien lejos de lo que nos conviene, por lo que nos debatimos entre pedir lo que queremos, apelar a sus promesas (aunque con cautela, no sea que hayamos hecho una interpretación errónea y nos pasemos de listos), pedimos que Su voluntad sea hecha por encima de la nuestra, lo cual es valiente, por otra parte, pero no terminamos de ser lo suficientemente arrojados como para agarrarnos de su manto y esperar con convicción lo sobrenatural, tal y como hizo aquella mujer en tiempos de Jesús.
No es nada fácil este asunto… pedir como conviene. Afortunadamente, Dios también ha hecho una provisión gloriosa para esto y, además, la deja recogida en las Escrituras.
Porque, para nuestra sorpresa, quizá, no fuimos ni seremos los únicos a quienes inquieta esta cuestión.
“Pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Romanos 8:26). Lo interesante también es lo que Pablo dice después: “Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (versículo 27). Este es un verdadero consuelo cuando nos debatimos entre pedir lo que deseamos o creemos que nos conviene y pedir lo que sea conforme al corazón de Dios.
Él también mira principalmente el corazón de Sus hijos al pedir, sabe lo que se esconde en ellos, comprende y analiza las intenciones de lo profundo, más allá, incluso, de que nosotros mismos conozcamos nuestras propias motivaciones, que tantas veces nos son ocultas. Lo que no vemos no siempre está fuera; está dentro de nosotros.
Por último,
no nos equivocaremos si, pidamos lo que pidamos, buscamos por encima de todas las cosas la gloria de Dios. Pedirle a Él que se glorifique en medio de nuestra dificultad, de nuestra tribulación, de lo que de bueno nos pasa, es siempre algo positivo y una petición bíblica. ¡Qué diferente sería pedir por prosperidad, por ejemplo, pidiéndole, a la vez, que Él nos ayudara a glorificarle en esa prosperidad! Y saber renunciar a esa petición si no vamos a ser capaces de darle a Él toda la gloria en ella.
Desde esta petición centrada en Su gloria y provecho, y no el nuestro, hecha de corazón, casi cualquier otra podría tener sentido siempre que esté supeditada a que Dios pueda ser efectivamente puesto en alto, en Su lugar, con ella.
Que los acontecimientos se produzcan de la manera en que Él pueda recibir mayor gloria será a veces inquietante para nosotros, ciertamente, porque sabemos que Su fuerza se muestra especialmente en nuestra debilidad. Y es por fuego que somos probados. Pero, a la vez, podremos orar desde el convencimiento de que Dios, que nos ama profundamente, no se agrada en hacer sufrir a Sus hijos gratuitamente. Eso sí, está bastante más ocupado por nuestro crecimiento a la imagen de Cristo que por nuestra felicidad o disfrute.
Pero tanto en unas u otras circunstancias Él puede glorificarse y haremos bien en poner este objetivo como prioridad en nuestra vida y en nuestras oraciones en todo momento, en toda circunstancia o preocupación.
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