Quienes leen esta sección de manera más o menos frecuente saben que encuentro en el libro de Jonás y en la historia que relata muchos detalles que están trayendo a mi vida especial bendición en el último tiempo.
La historia de este profeta rebelde es, en muchos sentidos, nuestra propia historia, la tuya y la mía, frente a
un Dios que, en ocasiones, nos pone delante objetivos, propósitos, planes y misiones con los que no nos sentimos cómodos y ante los cuales lo que nos apetece es, francamente, huir y ya está. En esas ocasiones, cuando esto se produce, el declive es hacia abajo, y más abajo y de nuevo otra vez para, tocando fondo, descubrir cómo el Señor sigue con nosotros a pesar de nuestra desobediencia y nuestra falta de enfoque, para restaurarnos y colocarnos de nuevo en el camino, Su camino, aunque no sin consecuencias.
En aquellas ocasiones en que, por el contrario, somos tentados a huir pero finalmente no lo hacemos, tampoco está todo el asunto resuelto, porque nos encontramos a menudo a nosotros mismos haciendo aquello para lo que somos llamados con desgana, falta de perspectiva divina y con pesar por el tipo de obra que Dios se ha propuesto hacer. A veces esa obra tiene que ver con cuestiones aparentemente “secundarias” según nuestra propia visión, con la restauración de quien, según nuestro criterio, no lo merece o con asuntos que, directamente, no son de nuestro agrado. Porque hemos de seguir reconociendo que la mente de Dios no es la nuestra, ni al revés. Sin embargo, Dios sigue trabajando en nosotros en medio de Su obra, a la par que nos llama a contemplar con agrado la obra que también realiza en otros.
El pez que engulló a Jonás nos habla una y otra vez de las consecuencias de nuestros actos, pero principalmente también de la provisión infinita de Dios aun dentro de nuestra propia tragedia como pecadores. En el pez está el juicio, pero a la vez la salvación de Dios para nosotros, porque Él es justo, pero a la vez misericordioso. En el pez hay dolor y soledad, aislamiento y cercanía a la muerte, pero a la vez hay protección de todos aquellos otros males que quedan fuera. Y en todo ello permanece por encima el propósito divino, que siempre es bueno porque Sus planes para nosotros son de bien y no de mal, para que tengamos un futuro y una esperanza (Jeremías 29:11).
Ahora bien, esta vez quisiera detener mi atención especialmente en una afirmación de Jonás en medio de Su contienda personal con el Altísimo: “Pagaré lo que prometí”(RV60) o “Cumpliré las promesas que hice” (NVI). Hace unos días, al leer esta sección del libro, pensaba en cuántas de nuestras luchas o enfrentamientos con el Señor terminan realmente cuando somos capaces de llegar a este punto. Porque lo que hay hasta este momento, el instante en el que somos verdaderamente capaces de pronunciar palabras como estas ante Dios, lo que estamos dando es un tremendo rodeo antes de llegar al destino donde Él quiere ponernos.
La Biblia está llena de rodeos, en este sentido. Mejor dicho, está repleta de relatos en que se reflejan los rodeos que tantas personas estuvieron dispuestas a dar con tal de no ir directamente por el camino que Dios señalaba:
· Adán y Eva iniciaron el periplo, no sólo personal, sino de la especie al completo, para descubrir con dolor que el camino trazado por Dios siempre fue mejor que el suyo.
· Jacob fue de rodeo en rodeo, pues lejos de alcanzar de una las lecciones que Dios quería enseñarle, toda su vida estuvo esclavo de engaños y trampas. Dios hizo un largo recorrido con él, como hace con tantos de nosotros, lo cual es muestra clara de su misericordia, además de nuestra tozudez y rebeldía.
· El pueblo de Israel, por su dureza de corazón, estuvo cuarenta años en un desierto interminable, cuando en mucho menos tiempo hubiera podido alcanzar la tierra prometida.
· Pedro aprendió difíciles lecciones respecto a su impulsividad, a pesar de su amor por Jesús, teniendo que enfrentarse en varias ocasiones a su propio yo, que tantas veces le hizo equivocarse.
· Saulo tuvo que verse derribado de su caballo de camino a Damasco, ciego y dependiente, para poder rendirse finalmente ante el Jesús al que perseguía.
· Tantos y tantos ejemplos… y, de nuevo, esta es nuestra propia historia, de la cual no podemos huir. De hecho, su final es nuestro final, y sus lecciones han de ser las nuestras.
· El mundo alrededor nuestro, que sigue ignorando al Creador y Señor del Universo, no hace sino convertir su vida en un terrible rodeo, ya que finalmente ninguno podremos evitar el fin en el que termina toda vida: un juicio en el que tendremos que dar cuentas.
Sin embargo, cuando después de esto, cansados ya de pelear, o habiendo visto la luz directamente cegándonos los ojos como no puede ser de otra manera cuando Dios se manifiesta con total claridad, decidimos rendirnos a Él y retomar la posición donde Él quiso ponernos desde el principio, ocurren los milagros. En el caso de Jonás, esta declaración de cumplimiento de las promesas hechas y su exclamación sincera reconociendo que la salvación proviene del Señor (Jonás 2:9) dieron lugar a un nuevo comienzo, a una nueva oportunidad de caminar en el camino correcto: Dios dio una orden y el pez vomitó a Jonás en tierra firme (Jonás 2:10). El siguiente paso, que en realidad siempre fue el primero, era dirigirse a Nínive.
¡Cuántas veces preferimos prolongar nuestra contienda antes que claudicar de nosotros mismos y cumplir el compromiso que hicimos con Dios! Reconocerle como Salvador para perdón de pecados y vida eterna va unido a aceptarle como Señor de nuestras vidas. La segunda parte nunca fue una opción. No puede escogerse lo primero haciendo oídos sordos a lo segundo. Al menos, no sin consecuencias para nosotros. Dios nos llevará finalmente donde quiera ponernos, pero acarreamos tanto dolor y desgaste por nuestra desobediencia y autosuficiencia! Aceptar a Dios implica que somos Suyos, que nuestra vida es Suya, que nos debemos a Él y a Sus propósitos, por molestos, inexplicables o incomprensibles que nos resulten. Su poder es el que abre y cierra puertas, el que ablanda o endurece corazones, el que quita vendas de los ojos o, por el contrario, las coloca donde quiere. Porque Él es Dios y nosotros hombres.
El precio que prometimos, entonces, es la entrega de nuestras vidas de forma completa.Mientras esto no sea una realidad en nosotros, lo que vivimos es la lucha constante de tantos como nos precedieron y cuyas vidas vemos reflejadas en las páginas de la Escritura. Pero su verdadera evolución como hijos de Dios, su verdadera puesta en marcha como herramientas útiles en Sus manos, vino precedida por una rendición que bien podría resumirse siempre en la frase que Jonás clamó desde dentro del pez: Cumpliré lo que prometí. En otras palabras: “Me rindo”.
Todos luchamos con Dios. Luchamos, a pesar de todo lo que sabemos y creemos, por nuestra autonomía, por nuestra voluntad de decisión y autogobierno, por no perder lo que de dignidad creemos que tenemos. Sin embargo, nunca somos más libres ni más vencedores que cuando nos rendimos al que ganó la batalla y la guerra por nuestras almas. Lo demás son sólo rodeos que traerán sufrimiento, lucha y muerte en vida hasta que alcancemos ese momento a la par duro y glorioso en el que, por fin, decidimos rendirnos.
“Haced vosotros al Señor vuestro Dios, y cumplidlos;
Que todos los países vecinos paguen tributo al Dios temible”.
Salmo 76:11
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