Las series de televisión de antaño unían a compañeros de recreo, a contertulios de barra de bar o a señoras (y algún señor jubilado) agarradas a un bolso (el señor, agarrado al Marca) en la cola de la carnicería.
El más leve comentario sobre “el capítulo de ayer” era suficiente para generar un corrillo, un debate que ni Jordi González se atrevería a moderar, para dilucidar en qué punto se encontraba la trama de
Mazinger Z,
Dinastía,
Bonanza o
Cañas y Barro.
Antes de seguir, ya advierto que no se trata de un ejercicio de nostalgia catódica para reivindicar que antes las series eran mejores y toda esa mandanga, ya que
Lost,
Dexte, Museo Coconut o
Los Serrano (bueno, ésta quizá no) son maravillas contemporáneas.
Mi reflexión no va sobre la calidad de las series, y sí sobre la forma de verlas. Cuando dispararon a JR Ewing en el último capítulo de la segunda temporada de Dallas, ese enigma se transformó en motivo de conversación a la mañana siguiente. Democracia pura.
Todo el mundo vió el mismo capítulo el mismo día y a la misma hora. Y no, nadie tenía internet ni redes sociales para asaltar el ciberespacio con loas, críticas o amenazas de romper las piernas a los guionistas.
El mezquino heredero del clan del petróleo de los Ewing había recibido un balazo, pero yo vi ese balazo en el mismo instante que otros cientos de miles de personas a través de la televisión autonómica catalana (TV3) allá por 1984 (creo). Y ojo, cuatro años más tarde de que ese episodio batiera todos los récords de audiencia en los Estados Unidos y de que Ronald Reagan (ese pedazo de actor, presidente también) afirmara que si algún candidato supiese quien baleó al villano de sombrero de ala y botas de cowboy, sería elegido con seguridad como nuevo presidente del país.
La misma cadena CBS acuñó la frase ¿Quién disparó a JR?, que se convirtió en todo un lema para la serie y que aguantó hasta medio año antes de revelar la identidad del pistolero (pistolera, en este caso).
Y aquí, en el patio polvoriento de partidos todos contra todos y en los mercados municipales, las apuestas surgían como setas sobre si sería Cliff Barnes (enemigo eterno de JR), el bonachón de su hermano Bobby, la etílica y torturada esposa Sue Ellen o un sicario a sueldo. Y no, nadie acertó (y si quieren la respuesta, vean la serie, canela fina entre barbacoas, coches de lujo y torres de oro negro). ¡Y se había emitido años antes en los Estados Unidos! ¡Que ahora uno sabe del celestial (en todos los sentidos) final de
Lost, del patético y onírico de
Los Serrano o del decepcionante fundido a negro de
Los Soprano aunque no haya dedicado un minuto a la serie!
Lo más complicado es ser seguidor de una serie con calma. Pongo un ejemplo: me empapé de la graaaan Lost a través de las temporadas que iban saliendo a la venta en DVD (sí, amigos piratillas, yo era el que la pagaba), y en mi deambular diario debía esquivar grupitos de amigos murmurando acerca del significado de una escotilla, del trágico final de Charlie o de la aparición de los Otros.
Pero es que en internet, los espoilers se abalanzaban sobre mí agazapados detrás de cualquier banner, de cualquier link aparentemente inofensivo, en cualquier foro. Y lo peor,
llegué a conocer a un par de geeks, ese término que define a frikis fascinados por la tecnología, seres algo pálidos y asociales capaces de visionar, traducir y subtitular el capítulo de su serie favorita apenas unos minutos después de su pase en la FOX o la CBS de turno, consiguiendo que honrados trabajadores y hasta padres de familia se levanten a las cuatro de la mañana para ver si ya está colgado. Un delirio. Yo, que sólo me levanté una vez a esa hora para ver algo en la tele, y fue la final de baloncesto de Los Ángeles’84 (partido del que ningún geek sabía el resultado, eso sí, y que juntó en una cancha a Pat Ewing y Michael Jordan con Epi, Corbalán y Solozábal), he sobrevivido a seis temporadas lostianas driblando comentarios de gente que ya iba “por la 3x04” cuando yo estaba por la 2x05 (ese código para cifrar temporada y capítulo que ha cuajado más que el
condemor o el
te das cuen de Chiquito). Y encima, ese frikismo se llegó a definir como hackerismo colaborativo. Pues vaya.
Pero repito, no se trata de zambullirnos en el túnel del tiempo para alabar el pasado, pero hasta la irrupción de chorrocientos canales en la tele y, claro, de internet, veías una serie ¡una vez!, ya que no se repetían capítulos en ninguna parte (bueno, en ninguna de las dos partes con las que contaba TVE y, después, las autonómicas).
La expectación ante el pase de un capítulo era grande, y hasta se tenía en cuenta el día y la hora de la emisión de
Don Gato (a la hora de la merienda, justo cuando ahora un niño puede acceder a
Sálvame en eso que llaman horario protegido), de
Los autos locos o de
Corrupción en Miami (esos tonos pastel, malva y melocotón; esos polis ataviados de Versace; ese caimán Elvis). Como mucho, los más osados y tecnológicos ¡programaban el vídeo! para poder grabar el capítulo; eso sí, más de uno se había cargado las imágenes movidas y con desenfoques a lo Dogma de la boda de sus padres o, si el capítulo se retrasaba, se queda sin cinta justo cuando faltaban esos cinco minutos finales en los que Colombo reunía a todos los sospechosos en un salón para delatar al asesino con voz ronca y pausada (dicho sea de paso, ¿para qué iba el culpable a la reunión? En fin...).
A todo eso hay que añadir que el capítulo se visionaba y disfrutaba entero, es decir, era material sagrado la
intro, con sus temas de Lalo Schifrin (¿hace falta hablar del arranque de
Starsky & Hutch que obligaba a varias madres a cerrar la mandíbula de sus retoños mientras el bocata de Nocilla yacía abandonado en la mesa?), Mike Post (
Hill Street,
El Equipo A,
Magnum y un sinfín de melodías que tararear hasta el infinito y más allá) o hasta las Vainica Doble de
Juncal, la del torero reconvertido en pícaro.
Y sin darle un valor demasiado especial a los finales de una serie, reivindico la intimidad y la sensación de momento único e irrepetible para vivir la emoción del encuentro de Marco con su madre (TVE llegó a adelantar ese poster episodio ante el riesgo de traumatizar a toda una generación allá por 1977); la muerte de Chanquete y esa ventanilla de coche alejándose de Nerja (¿era Nerja? Me da pereza buscarlo...) con El Dúo Dinámico despidiéndose del verano; la conversión de David el Gnomo en árbol (momento trágico, oigan); cuando el fugitivo doctor Kimble conseguía demostrar su inocencia tras años de huir, o cuando Cybill Shepard y Bruce Willis intentaban casarse en los momentos finales de Luz de luna sin haber resuelto el caso Anselmo y con Al Jarreau de fondo.
Insisto, de nuevo, en que
no se trata de atacar los cambios de conducta como televidentes, pero sí de reivindicar un cierto slow movement, esa corriente cultural que nos habla de volver a controlar el tiempo, de encontrar un equilibrio entre el uso y el abuso de la tecnología o la comida. Ya saben, den un largo paseo con su pareja o su mejor amigo; tómense una merienda con productos frescos y de quilómetro cero (aléjense de las perversas cadenas de comida rápida. Sabrosa, pero rápida, ejem...) y debatan con toda la pachorra del mundo si el final de Lou Grant estuvo precipitado por las opiniones del actor Ed Asner acerca del desarme nuclear.
Fin. Fundido a negro. Melodía.
http://youtu.be/HCeJSjtLo5M (final de Luz de Luna)
http://youtu.be/gsJ4pALlbEM(intro Starsky & Hutch)
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