El ser humano parece ser el único ser vivo de la creación que lucha con crisis de identidad. La historia parece ser un drama en el que la humanidad se pregunta constantemente, “¿quién soy realmente?” y “¿qué hago aquí?” Es el problema de la desconexión. Parece que hay una desconexión entre lo que somos y lo que sentimos que deberíamos ser.
Siempre me sorprende que cuando le preguntas a la gente, “¿qué quieres ser?” muy pocos responden “nada, ya soy lo que quiero ser”. Y no me refiero sólo a nuestro trabajo o a lo que sea que dedicamos nuestro tiempo. Me refiero a conflictos interiores que todos pasamos. La mayoría, cuando somos honestos, tendemos a responder con cosas que queremos cambiar o cosas que necesitamos ajustar. De eso viven los psicólogos.
La pregunta importa demasiado. Más que nada, porque en el proceso de responderla encontramos los mecanismos para tratar con lo que nos rodea, con lo que no entendemos y, sobre todo, con los problemas de nuestro día a día.
Al contrario de lo que muchos piensan, creo que lo que más influencia la respuesta que damos a la pregunta “¿quien soy?” no es el materialismo ateo. Desde hace algunos siglos, sobre todo desde la Ilustración en el siglo XVII, la revolución de las ciencias naturales nos ha llevado a ver el mundo como un conjunto de leyes que moldean la materia, y a asumir que el ser humano es básicamente un cúmulo de reacciones químicas. Pero esa no es la fuerza que domina la respuesta a quienes somos. Al fin y al cabo, muy pocos renuncian a pensar que no son más que carne y hueso.
En realidad,
el recurso que más usamos para entender quienes somos es la tiranía de la familiaridad con lo inmediato. La tiranía del aquí y del ahora y de las rutinas que ahogan nuestro campo de visión.
Lo más difícil de hacer y lo que más impacta nuestra identidad y nuestra respuesta a problemas e ilusiones es recordarnos a nosotros mismos que hay algo más grande que el aquí y el ahora.
Para muchos, el cristianismo es la religión del bien y del mal, de los límites entre lo moralmente bueno y lo moralmente malo. Es algo así como la policía local del gobernador cósmico que regula el comportamiento de cada persona. Y, en cierto modo, Jesús vino a decirle al mundo que dejara de hacer algunas cosas.
Hay algo de verdad en todo eso.
Pero esa no es toda la historia. Es más, en el momento en que convertimos el cristianismo en categorías de verdad o moralidad, empezamos a perdernos lo mejor de la conversación.
En realidad el cristianismo es una cuestión de imagen; la imagen que percibimos y la imagen en que nos convertimos. Una de las cosas que la Biblia revela es que, a lo largo de la historia, Dios se ha esforzado por darnos símbolos, imágenes que reflejan algo que no podemos ver. En la antigüedad el ser humano teníarituales que representaban realidades no materiales; después tuvo templos, y más adelante Dios dio profetas. Todos esos símbolos tenían el mismo propósito: sacarnos de la tiranía de lo presente para entender quienes somos.
El objetivo de Dios no es legislar, sino ayudarnos a levantar la cabeza y abrir los ojos.
En cierto momento, Pablo se atrevió a decir que todo lo que nos pasa, todos los problemas que experimentamos pueden ayudar a bien. Él dijo: “para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien”. ¿En serio?
¿Perder un hijo puede cooperar para bien?
¿No saber cómo pagar el piso el próximo mes puede cooperar para bien?
¿Los escapes de contenido radioactivo en centrales nucleares puede cooperar para bien?
¿La mala gestión y corrupción política puede cooperar para bien?
¿Cómo puede alguien encontrar tal identidad en la vida, una identidad que le haga ver las cosas de esta manera? Mucha gente responde a esas preguntas con resignación, levantando la cabeza cada día esperando encontrarse con la siguiente pregunta. Otras muchas lo hacen con ilusión esperando “que las cosas mejoren”. Pero nada de eso nos ayuda a entender quién soy y qué hago aquí.
Por eso, lo que Pablo dijo solo tiene sentido cuando se sigue leyendo y entendemos que ese bien del que habla significa forjar una nueva imagen en nosotros. En sus propias palabras, “ser hechos conforme a la imagen de su Hijo”—Jesús.
Una nueva imagen. Un nuevo tipo de humanidad.
Pero, ¿por qué es tan importante la imagen de Jesús? La Biblia dice que Jesús es esa imagen perfecta de Dios. En otras palabras: Nosotros somos moldeados a la imagen de Jesús, Quien a su vez es la imagen de Dios.
Jesús es la ventana por la cual por un momento podemos sacar la cabeza de la habitación en la que estamos, alzar la vista y vernos reflejados en Dios mismo.
Con la verdad capturas el universo. Con una imagen el universo te captura a ti.
Por eso Ireneo de Lyon dijo en el siglo II: “La gloria de Dios es un ser humano completamente vivo”. El mayor peso del mensaje de Jesús a la humanidad no está en revelarnos qué es lo que está bien o lo que está mal. El peso del mensaje de Jesús está en modelar para nosotros qué significa estar vivo.
¿Qué es lo que hace esto? Muy fácil: nos ayuda a dejar de intentarlo. Dejar de tratar de encontrar la respuesta a quién somos y empezar a observarla. Intentarlo solo trae orgullo o frustración. El cristianismo es básicamente el mensaje de Dios que dice:
¿Quieres saber qué significa ser humano? Mírame a Mí.
¿Quieres saber cómo relacionarte con otras personas? Mírame a Mí.
¿Quieres saber cómo luchar con la adversidad? Mírame a Mí.
¿Quieres saber cómo un hombre trata a su familia? Mírame a Mí.
¿Quieres saber quién eres? Levántate de la tiranía de lo familiar y mírame a Mí.
Ya ves, el cristianismo y tu identidad no son una cuestión de ser bueno o malo. Es una cuestión de imagen. La Suya.
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