La nadadora iraní Elham Asghari acaba de batir un record, pero su gobierno no lo reconoce porque, a pesar de que iba enfrascada en un traje como el de un astronauta, entienden que aún dejaba percibir un aspecto femenino.
No es fácil en Occidente comprender esta obsesión de los islámicos por tapar a sus mujeres;
Vishal Mangalwadi[i] recoge un episodio que puede ayudarnos a entender: Mahoma fue a visitar a su hijo adoptivo, pero en ese momento no estaba en casa y salió a recibirle la esposa; estaba en ropa de casa y Mahoma quedó sacudido de atracción y no quiso entrar.
Al saberlo su hijo adoptivo, en vez de llamarle al orden, le ofreció divorciarse de su mujer y entregársela; Mahoma tuvo, según dijo, una visión divina, que le permitió quedarse con la mujer. Es comprensible, por tanto, que muchos islámicos tapen a sus mujeres ante la vista voraz de los demás.
Un islámico de ese tipo, por tanto, no permitirá que lleves en tu coche a su esposa, porque no confía en que no la codicies o intentes hacerte con ella de alguna manera; análogamente, harás bien en no dejar que tu esposa vaya sola con él a ninguna parte, o sencillamente sea atendida por un médico con esa cosmovisión, porque no tienes garantía de que no la mire con deseo inadecuado o intente sobrepasarse con ella a poco que pueda.
Pero no vayamos tan lejos: recuerdo un campamento evangélico en mi mocedad en el que las chicas tenían que ir antes a la playa y vestirse pronto para cuando llegásemos los chicos para el baño; el fin era evitar que las viésemos en bañador.
Más recientemente un pastor me dijo que él nunca llevaría a mi esposa solo en su coche en un viaje medianamente largo; le dije que yo no tenía problema porque confiaba plenamente en ella y en él, pero ya empecé a dudar de lo segundo.
He empezado a desconfiar de los que se presentan tan estrictos porque a veces, en realidad, esconden pulsiones inadecuadas.
En fin, la enfermedad no está en el aspecto atractivo de la mujer, sino en la vista corrupta de los hombres que quieren apropiarse de ella. Jesús lo expresó con claridad: “cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, yaadulterócon ellaensu corazón”[ii] y “la lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas”[iii]. Por eso, “si tu ojoderecho te esocasióndecaer, sácalo, y échalodeti”[iv].
Es hipocresía apuntar al atractivo de las mujeres como causa del problema; afortunadamente ese atractivo lo creó Dios, no el diablo;
lo que crea el hombre es la mirada corrompida que pasa del mero reconocimiento de la belleza al deseo de apropiación; como dice mi hermano Pablo Blanco: “Es normal ver el coche de alguien y decir ‘¡qué bonito es!’, pero es miserable querer apropiarte de él”.
No hay que tapar a las mujeres; hay que arrancarse el ojo, el ojo de lascivia y apropiación, el que antepone el deseo propio a la dignidad de la mujer. El único cuerpo que te pertenece y puedes y debes desear tener es el de tu mujer, y es hipócrita olvidar que, recíprocamente, tu cuerpo es propiedad exclusiva de tu mujer
[v]; y esto incluye tu ojo; no es malo recordarlo en estos días de tanto
vouyeurista de playa.
Una empresaria le preguntó recientemente a un haitiano cristiano al que pensaba contratar para diseño de ropa femenina:
-¿Y a ti no te gustan las mujeres?
-No
-¡Cómo!
-No, a mí sólo me gusta una: la mía.
[i]Mangalwadi V.:
El libro que dio forma al mundo. Grupo Nelson, Nashville, 2011, p. 296
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