Ignacio de Loyola usa a la cruz de Cristo como un medio (incluso, podría decirse que con su casuística propia) para su salvación. Es Ignacio quien se convierte ysalva. Y no solo eso, propone el método, la técnica, para que otros también lo logren. Es el modelo de evangelio de salvación por obras humanas.
Para lo cual necesita que el ser humano tenga la condición adecuada para lograrlo, es decir, que no esté muerto en su pecado, como dice la Escritura. Necesita una naturaleza humana diferente a la que muestra la Biblia; por eso fueron los jesuitas los más enérgicos defensores del libre albedrío.
Por sus ejercicios, por su “religiosidad ignaciana”, consigue vaciarse de su aspecto pecaminoso, y luego dejar que Cristo reine en ese vacío, que lo llene todo (suena hasta bonito, como un ángel de luz). Lo nuevo es ese vacío dispuesto a la absoluta obediencia. Ya no vive Ignacio, sino Cristo. Ha conseguido liquidar su carne y pasiones, y ahora ve a Cristo en la cruz, y siente gran
compasión y lo “hace” rey de su persona.
No se olvide que el Cristo de Ignacio es en la práctica la “Iglesia jerárquica con su vicario, el papa”. Conviene, pues, poner las cosas en su sitio. Su vacío que le coloca en el mejor lugar para la ciega obediencia, es una obediencia a Alejandro Farnesio, cabeza de la Iglesia jerárquica. (Con los otros Farnesio, el cardenal y el duque, tampoco le fue mal en Roma.)
Ese “evangelio” es una obra que el hombre realiza por su propia fuerza, con ayuda del método propuesto, que incluye ejercicios “espirituales”, es decir, del alma, en los que deben intervenir imágenes mentales religiosas, pero que es previo. Sin esa acción previa, Cristo estaría impotente para intervenir o reinar. La resurrección depende de la acción del muerto. Por eso se requiere que el muerto no esté muy muerto del todo; que tenga lo que llaman libre albedrío, que es término complejo, pero que “soluciona” cualquier situación en la que el pecador quiera ser “otro”.
La parte jesuita del vacío existencial para tener la existencia “auténtica” en la obediencia a la jerarquía, es decir, para ver y gozar de la propia salvación en la contemplación experimental de la obediencia, se complementa con otra. Obediencia que, además, es absoluta; donde se tenga que creer que lo blanco es negro si lo mandan los superiores. Ese mandato que nace precisamente en la “victoria” que consiguió Ignacio en su propia persona; ese es su carisma y modelo. Él es el fundamento, y así lo muestra la iconografía ignaciana.
La otra parte es que ese vacío para obedecer se debe llenar de capacitación para mandar. Obedecer para un jesuita significa obedecer lo que mande la autoridad jerárquica; pero es muy común que esa autoridad ordene al jesuita que “mande y dirija” en un ámbito concreto, donde estará su misión. Para eso debe estar preparado, entrenado; por lo que es necesario que se cultive en las artes humanas. Por supuesto que nunca se verá, ni pretenderán exponer, el vacío existencial absoluto para ser llenos de la existencia de la obediencia; lo que observamos son los aspectos externos con los cuales pueden “mandar o dirigir”. Eso es lo que “vemos” en tantos profesores, investigadores, misioneros, etc.
Vean de nuevo esta imagen. Es representativa. Ignacio está de maestro, de director. El “oyente” ve lo que Juan dice en su evangelio: “El que come mi carne y bebe mi sangre”. Pero es un Cristo que no se hace pecado. Viene a un vacío donde no hay sujeción al pecado, donde se está libre para dejar que entre. El “padre eterno y el espíritu santo” están mostrando ese evangelio.
El cristo ignaciano se hace carne en la existencia que ha sido vaciada por los ejercicios. Ahora vive “en” Ignacio. (A nuestra María le quitaron su condición de pecadora por el mismo proceso: Cristo es engendrado en su carne, pero tiene que estar sin pecado.)
La Palabra escrita queda al servicio de la experiencia religiosa del hombre. El propio Ignacio no se “convierte” por lecturas de la Biblia, sino por visiones y fantasías. Para esa experiencia no importa que se mezcle con aspectos de otras modalidades filosóficas o religiosas; para conseguir el éxito final de los ejercicios se pueden usar métodos variados, pues es necesario que el que los realiza quede sujeto a composiciones diversas de su alma, por medio del silencio, la introspección guiada, y aspectos psicológicos que el director puede valorar en su buen juicio.
Por supuesto que estas notas se refieren a lo que puede conocerse del Propio Ignacio y de las pretensiones de su Compañía; luego está la vivencia de cada jesuita, y su propia circunstancia. Pero el aspecto sustancial es que el jesuita afirma su salvación en la técnica de su fundador, y que esa salvación consiste en la sumisión en absoluta obediencia a la Iglesia jerárquica con el vicario a la cabeza. Su lugar de obediencia no es un claustro ni unas ceremonias, sino el mundo. Pero un mundo instrumental. Lo que ellos llaman la “frontera”, donde contactan con todos los aspectos de la humanidad, y de cada uno pueden tomar algo para por ese hueco conquistar la plaza. Te puedes encontrar, pues, a un jesuita en el espacio más “conservador” o más “progresista”; con el dictador o con la guerrilla; con el marxismo o con el nazismo; siempre en la artimaña del “diálogo inter-religioso”.
Su salvación consiste en obedecer al papado. Y esto tiene consecuencias. No se trata, pues, de anotar algunos pormenores de la experiencia de Ignacio y de cómo en ella asume la condición humana con salud para resistir y vencer al pecado y sus consecuencias, sino de ver cómo esa pretensión no solo falsea el Evangelio, sino que priva a la sociedad en general de los beneficios de la libertad, también de la libertad política.
Ya hice referencia a algunos profesores que han trabajado sobre esta materia. Cito aquí algunas observaciones de José Luis Villacañas en su libro ¿Qué imperio? Un ensayo polémico sobre Carlos V y la España imperial, 2008. Desde el estudio sociológico de Max Weber, de quien es excelente conocedor, muestra la presencia jesuita en la sociedad (el último capítulo se titula: “Los soldados de Cristo: Ignacio de Loyola”, aunque se trata su impronta en otros apartados también). “Ambos son herramientas [el jesuita y el calvinista, como modelos en Weber] de Dios, pero en el primer caso consiste en ser una herramienta de la empresa institucional, mientras que en el segundo se es una herramienta directa de Dios. El fin religioso, la gloria de Dios, muestra aquí su equivocidad de sentidos”. Quede avisado siempre la necesidad de no confundir “para la gloria de Dios” en Calvino con la de Ignacio.
“Este será el caso allí donde el instituto sagrado tenga necesidad de usar el poder político para detener las potencias anticlericales o seculares. En esta situación, el poder religioso transforma el poder político en su feudo (
Leheusträger) o delegación. Nunca como en la Contrarreforma se dio una cosa tan clara de este hecho, y ya vimos su caso más espectacular en el juramento público de Felipe II en Valladolid ante el Inquisidor Fernando de Valdés”. Aunque esto se pueda presentar en episodios muy diferentes, la raíz del asunto, desde su triple corona, es que el papado ocupa la política como medio a su servicio; la manera puede variar, dependiendo de las circunstancias, pero la pretensión no.
No pongo otras citas, que esto se alarga. No se trataba en estos encuentros reducirnos a los jesuitas como especial materia, sino mostrar el modelo papal en su acción histórica contra el cristianismo católico, y a los jesuitas como la fuerza que lo sostiene en una época de confusión (recuérdese el saqueo de Roma por las tropas imperiales, por poner un ejemplo). Con ello también nos encontramos con la afinidad teológica entre esos modelos jesuitas y mucho de lo que se presenta hoy como evangélico o protestante. Un ejemplo así de primeras, los jesuitas “trasladaron” al anticristo a un final de la Historia, bien lejos, que eliminó el discurso de la Reforma sobre la Iglesia romana y el papado como su presencia. La escatología de esos jesuitas es similar a la común de tantos evangélicos hoy. El anticristo aparecerá en un futuro, pues ya el papa no lo es. Solucionado.
En esos estudios sociológicos se trata del contraste entre el jesuita y el calvinista (en el lenguaje de Weber). El primero hace sus cuentas y ve su vida, y pone todo ese libro de cuentas en manos de su director. Ese es su consuelo; esa es su esclavitud; eso es a donde conduce la grandeza del libre albedrío. Ya el director hará; que él actúe y disponga, que para eso está, para eso existe la jerarquía. Así se relaja “la angustia que produce la autonomía personal”. El calvinista también tiene su libro de cuentas, pero sabe que ni siquiera puede poner allí lo extenso de su pecado, solo conoce un poco; pero lo pone todo en manos de su Redentor, al que conoce como el que ha llevado su pecado en la cruz, ese Redentor sí conoce todo su expediente, porque se ha hecho uno con él. Todo lo llevó en la cruz; esa es su alegría y fiesta de salvación; pero en cuanto a su vivencia, no la tiene con una jerarquía que solucione, está solo, en su soledad, en su responsabilidad; con la comunidad de otras vidas iguales a la suya; conociendo su corrupción, su servo arbitrio; con su
beruf (vocación) en su soledad.
Qué contraste entre nuestro Constantino de la Fuente y el de Ignacio de Loyola. Seguramente lo habré puesto en alguna ocasión (lo uso mucho), pero aquí conviene. De su libro Confesión de un pecador. “Bien parece, Redentor del mundo, que miras las llagas para sanarlas, porque siendo tan feas no te repugnan, y consientes poner en ellas la limpieza de tus manos. Guíame, Señor mío, y tráeme contigo, porque a solas no sabré conocerme. Tu compañía me dará fuerzas para que pueda soportar mirarme. Tómame para que no huya yo de mí mismo. Susténtame para que no desespere. Manda al demonio que calle hasta que tú respondas por mí”.
Tres artículos más, d. v., hasta terminar el mes, y ya acabamos con estas notas. Ya veremos qué hacer después.
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