Explicando en su Catecismo Mayor el mandamiento de honrar padre y madre, Lutero escribe que “de la autoridad de los padres se extiende y emana toda restante autoridad”, incluida la autoridad secular.
No es del todo extraña en la tradición cristiana esta discusión conjunta de la autoridad paterna y la autoridad política. Se había dado antes de Lutero, y también se da después de él. Así, el Catecismo Mayor de Westminster afirma que el mandamiento de honrar padre y madre se refiere en realidad a todos nuestros superiores en edad o dones, “y especialmente a aquellos que por ordenanza de Dios tienen autoridad sobre nosotros, ya sea en la familia, en la iglesia o en la sociedad”.
Si reconocemos alguna importancia a la autoridad paterna, parece que lo mismo debe seguirse respecto de las restantes instancias de autoridad.
Esa explicación del mandamiento es en términos generales plausible, y no cuesta mucho comprender que fuera recurrente:
es verdad que no sólo nuestros padres merecen nuestra honra, y es verdad que en particular debemos honrar a los que están en una posición de autoridad sobre nosotros. Por lo demás, los reformadores se encontraban en el siglo XVI frente a la constante insinuación de que ellos constituían de algún modo un movimiento revolucionario; su rechazo de dicha interpretación es frecuente –véase, por ejemplo, la carta dedicatoria de la Institución de Calvino-, y dicho rechazo muchas veces actúa modelando la interpretación de pasajes como este mandamiento, acentuando así la similitud entre padres y gobernantes, el deber irrestricto de obediencia respecto de unos y otros.
Aunque por otros motivos, también hoy es fácil que los cristianos tendamos a repetir este tipo de enseñanza. Si lo hacemos, ya no es porque a alguien se le ocurra tenernos a nosotros por revolucionarios de alguna especie, sino más bien porque nosotros mismos tendemos a compartir el diagnóstico según el cual hay una crisis de la autoridad. No estará de más si parto por aclarar que yo también estoy de acuerdo con ese diagnóstico: concuerdo en que hay una crisis de autoridad. Ella no se limita, por lo demás, a padres y políticos: desde las grandes corporaciones hasta las universidades y las iglesias, el manto de sospecha se extiende sin mucha distinción.
La idea de que hay algo común a toda autoridad salta así a la luz por la caída conjunta de todas ellas.
Con todo, y reconociendo lo que pueden tener en común la autoridad paterna y la autoridad política, ambas afectadas por tal crisis, el modo en que nuestra tradición catequética ha identificado estos tipos de autoridad puede ser problemático.
No creo, pues, que la respuesta a la actual crisis de autoridad sea repetir la enseñanza recibida con los mismos énfasis. Pero una adecuada respuesta tampoco pasa por quitar lo ahí transmitido, sino en fijar nuestra atención también en las
diferencias entre la autoridad política y la autoridad paterna. Esas diferencias son cruciales. Tanto así que la subordinación política es precisamente la subordinación entre personas que se reconocen mutuamente como adultos (los menores de edad no operan en todo sentido como ciudadanos). En la medida en que aceptemos eso, y en la medida que esta diferencia nos parezca central para la caracterización de la vida política, tendremos que decir que la autoridad paterna y la política son, en cierto sentido, exactamente lo opuesto la una de la otra.
Comprender dichas diferencias tiene importancia en todo orden de cosas. Donde la diferencia se da de modo más nítido es en la situación extrema, la del derecho a rebelión. Viviendo con padres perdidamente perversos, puede ser prudente que un hijo los deje. Pero ésa es la medida más extrema que encontramos dentro de la familia: algo equivalente al exilio en la vida política. Se puede, en casos extremos, llegar a eso; pero no se puede llegar a que un hijo derroque a sus padres, quedando él instalado como nueva autoridad. La vida doméstica no tiene, por decirlo así, derecho a rebelión, sino a lo sumo derecho al autoexilio. En la vida política, en cambio, puede darse un escenario más extremo. Está lejos de ser un escenario deseable, pero de hecho la mayor parte de la tradición cristiana (incluyendo, por cierto, a los reformadores, aunque no anduviesen vociferando al respecto –nadie prudente lo hace) ha reconocido que, cumpliéndose un conjunto muy preciso de condiciones, puede ser legítima una rebelión.
Ahora bien, ese es solo el caso extremo, y también
para la vida cotidiana la diferencia entre la autoridad política y la autoridad doméstica importa. Importa, por ejemplo, porque mandar sobre iguales requiere de talentos distintos de los requeridos para mandar sobre quienes son subordinados. Para los cristianos no será sorpresa alguna que entre iguales también puede haber subordinación; después de todo, ese tipo de subordinación entre iguales está en el centro de lo que creemos respecto del Padre y el Hijo. Pero el punto es que, existiendo dicha subordinación, es muy distinta de la hay en relaciones entre desiguales. Se puede ser buen padre o buen empresario (dos casos de mando sobre quienes en el sentido aquí relevante son desiguales), sin por eso ser un buen político. Una revitalización de la autoridad que reconozca las diferencias entre estas esferas será una revitalización que nos vuelva sensibles a esos distintos talentos; por extensión, será una revitalización que ilumine también lo distinta que es la obediencia en cada caso, lo distinto que es el comportamiento del hijo respecto de comportamiento del buen ciudadano.
Pero así somos introducidos no solo a distintos modos de leer los catecismos, sino que también a una disyuntiva fundamental en la historia del pensamiento político. Ya en el Político de Platón se encuentra la idea de que un rey no es más que un padre en versión ampliada; pero la Política de Aristóteles abre rechazando esa idea de que sea lo mismo (o diferente solo en escala) ser señor de un pueblo o señor de una casa. Esas dos tendencias –las de identificar o distinguir la autoridad doméstica y la autoridad política- se han peleado el alma del pensamiento político secular y cristiano desde entonces, y es una pregunta que en el comienzo del pensamiento político moderno, en tiempos de la post-Reforma, resulta cardinal. Interesantemente, mientras los catecismos que cité al comienzo enfatizan más bien lo que la autoridad política y la autoridad parental tienen en común, algunos de los grandes pensadores protestantes del periodo –como Lambertus Danaeus, el discípulo de Calvino, en su Política cristiana- ponen el énfasis contrario, rechazando la idea de que un reino sea como un “hogar gigantesco”. La tradición reformada da para ambos énfasis, y creo que tenemos buenos motivos para hoy revitalizar el segundo.
Como señalé al comienzo, no hay por qué poner esto como una alternativa excluyente. Hacemos bien en reconocer con los catecismos también lo que la autoridad doméstica y la política tienen en común. Pero las diferencias entre estas esferas son cruciales. Tal vez quepa incluso decir que diferenciar la esfera doméstica de la esfera política nos debiera importar hoy tanto como históricamente nos ha importado diferenciar la esfera eclesiástica de la esfera estatal.
Si se es capaz de presentar eso de un modo suficientemente lúcido, quedará claro que la preocupación por la crisis de la autoridad no es una preocupación que quiera volver a tratar a los ciudadanos como niños. Y si evitamos difundir tal imagen, lograremos también algo a favor de la credibilidad de la iglesia, esa otra autoridad cuestionada que solo cabe revitalizar por atención a sus rasgos más propios.
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