Todos los días desayuno en mi cocina, teniendo frente a mí un curioso calendario, en el que cada página del mes tiene una hermosa foto, con un personaje popular al lado de un niño o niña que muestra los síndromes de Down. ¡Sin duda preciosa foto!.
En la antigüedad la habrían de-preciado, ahogado o la habrían despeñado para librarse de ella. Sin ir más lejos, en la Alemania nazi, la personita en cuestión habría tenido un fin rápido en un hospital o en un centro de experimentación. En nuestros días, aunque cada vez menos, se aconsejaría a la madre que lleva en su seno una criatura con tales síntomas, que se deshaga de ella.
Hasta no hace mucho, los diferentes y, sobre todo, los diferentes físicos y psíquicos, se consideraban seres defectuosos e inferiores, en contraposición a los llamados “normales”. Hoy, afortunadamente, todo eso ha cambiado.
En las democracias cristianas los diferentes son aceptados con respeto y protegidos por la Ley; ¡mucho ha influenciado en la historia la enseñanza de Jesús! ya no se sienten como seres que merecerían ser apartados de la sociedad. La sociedad, es decir, nosotros, tiene la obligación de resolver todos sus inconvenientes y favorecer su total integración.
“Desde el Corazón” pienso que hasta hoy no había conocido un momento mejor para los minusválidos o deficientes físicos o psíquicos. Me alegro de saber que hoy no se puede construir un edificio público, trazar una calle o un paso de peatones o fabricar un autobús sin tener en cuenta a los minusválidos y sus necesidades.
Nacieron así las rampas especiales, (¡reconocemos el esfuerzo y trabajo del Ingeniero, Santiago Benito, para conseguir estas rampas en el transporte público de Barcelona!), los teléfonos públicos a distintas alturas, los servicios públicos adaptados, y mil instalaciones más para su comodidad. Aún cada cuatro años, admiramos y honramos los juegos paralímpicos y nos emocionan los atletas de estas pruebas deportivas.
Si desde muy antaño se hubieran comprendido las verdades bíblicas, antes hubiéramos adquirido una conciencia de la dignidad humana que no se basa en cualidades físicas o psíquicas de las personas, sino en el respeto que merecen por el simple hecho de ser personas, creaturas todas del mismo Creador.
Dentro de ese reconocimiento a la dignidad de la persona, y el amor que hay que manifestar –ellos son ejemplares en compartir afecto‑, sean cuales sean sus características psíquicas o físicas, hay que tratarlos meramente como distintos, nunca como inferiores. La conciencia cristiana, incluso perfecciona el concepto de “normalidad”, ya que huye del cliché de la masa de que el “normal” es el que no presenta diversidad ninguna, imposición por la sociedad dominante.
Si fuéramos realmente reflexivos amantes del ser humano, trataríamos de hacer desaparecer las categorías de los “normales” y los “diferentes”, para sustituirlas por la conciencia de que todos somos algo diferentes de los demás, e iríamos cambiando esa superioridad caritativa, que sólo contribuye a entristecer más, sino hundir, a quienes no pueden valerse físicamente por sí mismos.
Desde hace milenios se sabe que las características físicas de un individuo no son relevantes a los efectos intelectuales o morales, pero la sociedad occidental ha establecido, bien apoyada por el Cine y la TV, de lo que debe ser el Hombre: un varón blanco, caucásico, delgado, de 1,80 de estatura, sano y fuerte, ágil, con un cociente intelectual de 120, etcétera.
Quienes rondan tales características son los “normales”; el resto (mujeres, niños, negros, chinos, árabes, indígenas americanos o sudamericanos, gordos, enanos, enfermos, sordos, mudos, discapacitados físicos, deficientes psíquicos, etcétera), se han considerado históricamente, inferiores. Gracias a Dios, parece que tales cosas están cambiando.
La antropología bíblica invita a considerar a todos los seres humanos sin ningún tipo de adjetivación; y todo lo que pueda faltarle a un ser humano por naturaleza, accidente o la simple existencia, debemos compensarlo con amor todos los demás. Se trata de extender este pensamiento para que no quede resquicio alguno de discriminación hacia los discapacitados físicos o psíquicos.
El Evangelio rotundamente dice: “nadie tenga mayor concepto de sí que el que debe tener”. Nadie puede considerarse superior por el hecho de tener más o menos luz en sus ojos, más o menos movimientos en sus miembros, o mayor o menor facilidad para expresarse; sí, amo el Evangelio porque me enseña que hay que amar a todos… digo a todos.
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