Descubrí el sabor de la Naturaleza, su belleza, originalidad y sin darme cuenta su valor terapéutico, viviendo mi infancia en un barrio de Valencia (Nazaret), marítimo, agrícola y labrador.
Hermosa tierra de campos y cosechas, y, con gran naturalidad, los niños veíamos parir a las vacas y las ovejas, en los campos del “tío Curro”. No podíamos decir que eran tiempos idílicos, porque eran tiempos de posguerra y, además, del “racionamiento”.
Y contrariamente a todos los romanticismos, la vida en el campo no tiene tanto de bucólico. Era una vida dura para los labradores, los campesinos, los pastores y los ganaderos, para los que tienen que luchar contra los fenómenos adversos de la climatología y la Naturaleza toda, imprevisible muchas veces y caprichosa.
La admiración por la belleza de la Naturaleza y el respeto por ella no los recibí por vivir en un entorno labrador, o porque viera a las gallinas crecer en el corral de mi casa para servir de alimento, o porque se me enseñó a salir a buscar caracoles después de la lluvia para usar por el “Master Chef” que era mi abuela en variedad de guisos, o porque aprendiera a distinguir la hierba que debía cortar para los conejos y aquellas que servían como ensalada para casa. No.
Aprendí a respetar la Naturaleza a través de los ojos de mi familia, quienes fueron los primeros maestros que tuve al respecto, y de mi madre que poseía un amor singular por las plantas, los geranios, las margaritas, todas las que cuidaba en casa, y de las que me decía sienten, sufren gozan y escuchan nuestra voz como sienten la caricia amorosa de nuestro tacto. Los paseos con mi abuelo eran clases de Naturales: “calla –me decía‑ escucha el murmullo de las hojas, huele el perfume de las plantas de tomates, y pimientos, del maíz y de todos los que embriagan el aire”.
Muchas cosas me enseñó sobre lo que crece de la tierra. Tenía el privilegio de vivir en medio de la Naturaleza, pero no la veía. Había gozado como un juego de espigar trigo, de recoger patatas de los campos tras la cosecha, de desgranar maíz de las mazorcas. Vivencias que, en la madurez, me enseñaron cómo trabaja la naturaleza, paciente y maravillosamente, como los gusanos de seda que criaba para mí en mis cajas de zapatos, alimentándolos con hojas de las moreras de las bellas veredas de nuestros campos; y que me han servido para conocer la imposibilidad de transformarse en mariposas, los gusanos que permitían que las larvas no desalojadas de su esencia les deja-ran como orugas rastreras; sin posibilidad, por permitir tal virus, de la metamorfosis que les harían volar libres y hermosas.
“Desde el Corazón” he querido apuntar estos breves recuerdos de mi infancia porque los cambios en la percepción de la Naturaleza, en la actualidad, tienen bastante que ver con lo mucho que me enseñaron a admirarla.
Con este sencillo bagaje, cuando llegó la Biblia a mi vida, aumentó maravillosamente mi respeto y admiración por la tierra. Cuando descubrí que la agricultura ya aparece en la Sagrada Escritura, en el segundo relato de la Creación, que el Creador “… puso al hombre en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo cuidara…” admirable lección que indicaba la relación que Dios estableció entre el ser humano y la tierra: no de dominio, explotación, sino de servicio y cuidado.
El cuidado y amor por la tierra llena muchas de las páginas de la Biblia. Los primeros oficios fueron cultivar la tierra y pastorear ganados. El pueblo liberado de Egipto tendrá una premisa magistral, la repartición de la tierra entre las familias, para que to-dos tengan sustento y trabajo. Incomparable forma de administración que une estrechamente a las personas con la naturaleza que les da el alimento.
El pueblo de Israel, también aprendió que la tierra no le pertenece a nadie, sino a Dios, por tanto tiene el derecho sobre ella, estableciendo las normas de cultivo y reparto para que no hayan explotadores, ni latifundios ni destrucción sobre tal magnífico don común.
Lecciones que cantaba el pueblo: “Tú, Señor, haces brotar vertientes de los cerros, que corren por el valle… desde lo alto riegas las monta-ñas y se llena la tierra de frutos, que son obra tuya. Tú haces brotar el pasto para al ganado y las plantas que le sirven a las personas, para que la tierra obtenga su alimento”.
Hermosas canciones de trovadores de excepción, lejos de las horripilantes canciones que se presentan en Horror-visión.
Y así, aumentó mi amor al Creador por tan incomparable Naturaleza, que no solamente actúa como medicina inspiradora, sino en el proceso de seguir descubriéndola, pues me queda el sentido pedagógico de las siembras, la insuperable lección de ecología, la riqueza farmacológica de las plantas medicinales y hasta la reflexión de que el País que no cuida su agricultura, que no trabaja la tierra, que no produce su alimento, no sólo entra en grave crisis sino que comienza a ser dependiente de otros Países… Pero de todo esto, escribiré en otros “Desde el Corazón” .
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