La sociología que propuso Auguste Comte se sostenía sobre unos pilares sumamente débiles. Dio por supuesto que el progreso moral de la humanidad iba paralelo al desarrollo tecnológico y que ambos eran además inevitables; asumió que cualquier creencia religiosa era falsa en sí misma y que el mejor método para estudiar la sociedad era el propio de las ciencias naturales.
Todas estas “evidencias” juntas, aunque en la actualidad se les pretenda quitar importancia, estaban en la base de su particular física social. Una disciplina que se relacionaba directamente con el humanismo ateo de su tiempo. El positivismo que Comte elaboró pretendió eliminar el concepto de “revelación” y llegó a decir que la Biblia no tenía nada que decirle al hombre. Lo sobrenatural no existía, únicamente lo natural era lo que conformaba la realidad.
De ahí que
tanto el mito de los tres estados como su consecuencia final, la pretendida religión científica de la humanidad, constituyan una especie de instauración de aquello que el apóstol Pablo escribió a los romanos, refiriéndose al error de ciertos hombres que: “cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador” (Ro. 1:25). Esta fue la gran equivocación de Comte, no darse cuenta de que existe un conocimiento exterior a cualquier contexto social de este mundo; que hay una manifestación veraz procedente de la Trascendencia y, por tanto, proveniente de afuera, la revelación de Dios y de que, por encima de lo social y humano, está el Creador del universo. Como afirma el sociólogo cristiano, David Lyon:
“Nuestro pensamiento sociológico deberá reflejar nuestra firme creencia de que ni el individuo ni la sociedad son el árbitro final del conocimiento. Dios no sólo debe tener la última palabra, sino también la primera.” (Lyon, D., Cristianismo y sociología, Certeza, 1979: 50).
A pesar de todas las argumentaciones positivistas, la sed de Dios continúa latente en las personas del siglo XXI, mientras que las utopías humanas y los mitos cientifistas se han venido derrumbando uno tras otro como el muro de Berlín.
En la actualidad los sociólogos de la religión siguen teniendo trabajo precisamente porque la religión no ha muerto. Muchos son los lugares del mundo donde se experimenta hoy un importante avivamiento espiritual. Quizás el más espectacular sea el despertar religioso que se observa en Latinoamérica. En países como Cuba, que sufrieron una persecución religiosa o bien los cultos estuvieron prohibidos durante años, se está viendo hoy cómo la gente busca a Dios. Jóvenes educados en la ideología oficial, atea o agnóstica, se convierten a Jesucristo y experimentan un verdadero nuevo nacimiento. Lo mismo ocurre en diferentes países de Europa Oriental, en China y por todo el mundo.
Las hipótesis sociológicas de Comte y de tantos otros, que eran contrarias a la religión, se estrellan contra esta realidad y quedan completamente desacreditadas. También otras teorías sociales pueden albergar mitos, prejuicios y ser portadoras de errores fundamentales. Se impone, por tanto, que el sociólogo de la religión se acerque a su objeto de estudio con humildad, con el deseo sincero de descubrir qué es aquello que despierta la fe en los individuos y les hace vivir de una determinada manera.
Tal como señalaba Alberto Barrientos en la Consulta sobre Sociología y Fe Cristiana, celebrada en Alajuela (Costa Rica) durante el mes de mayo de 1991: “La sociología de la religión no podrá explicar la realidad de la fe cristiana hasta que no comprenda la necesidad que el hombre tiene de Dios y el poder suyo en la vida cuando la persona se lo pide o le permite ejercerlo” (Barrientos, A., Sociología y fe cristiana, San José, Costa Rica, 1993: 70).
Comte quiso crear una religión del amor a la humanidad, un culto en el que los hombres procuraran amar de forma altruista a otros hombres, pero su soberbia le impidió ver que, en realidad, eso ya se había hecho. El Dios cristiano se hizo hombre. Eso sí fue verdaderamente amar a la humanidad. El Creador se humilló y entró en la historia humana para morir como un malhechor, colgando de una cruz. Tal es el escándalo del cristianismo. La locura de la omnipotencia de Dios en la impotencia amorosa de la cruz. Dios se convirtió en no-Dios por amor al hombre. La iniciativa fue suya porque “Él nos amó primero”.
Y este Dios hecho hombre en Jesucristo formuló en cierta ocasión la pregunta: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” (Lc. 18:8). ¿Quedarán seguidores del Maestro cuya fe les inspire una vida vigilante de oración y amor al prójimo?
Tal pregunta supone un reto a los cristianos de todas las épocas, pero especialmente al creyente de hoy. En medio de una sociedad postmoderna, pero también postsecularizada, el Evangelio continúa teniendo atractivo para dar sentido a la existencia del hombre y para reconciliar a la criatura con el Creador.
Otras frases de Jesús aportan también la seguridad de que: “El cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán” (Mt. 24:35). La validez de su palabra es eterna pero los cristianos debemos seguir orando, predicando y actuando sin desmayar. De esta manera cuando Cristo vuelva, la llama de la fe seguirá dando su brillo y su calor.
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