Cuando uno llega por primera vez al Evangelio, y no me refiero al hecho de escucharlo, sino al de recibirlo genuinamente, se experimenta, quizá por primera vez en la vida, la realidad de un milagro. A lo mejor hasta entonces, en teoría incluso, uno aceptaba la existencia de estos hechos inexplicables. Pero comprender que el Dios infinito ha extendido Su mano para alcanzarnos, eso no se puede comprender sin una aproximación a la faceta sobrenatural de Dios. Él, en esencia, es sobrenatural y muchas de Sus manifestaciones lo son.
Lo que llega a nosotros a través del milagro de la conversión es un soplo, o más bien un huracán, de aire fresco. En ese frescor entendemos, por primera vez, lo que significa sentirse salvo y serlo sin duda alguna, confiar en que nada ni nadie nos separará de Su mano. E iniciamos la vida cristiana desde el fluir del primer amor, ajenos a los muchos avatares a los que el propio caminar como discípulos está sujeto.
Sin embargo, llama la atención como, conforme va pasando el tiempo, lejos de entender más y mejor que nuestra vida está llena de esos sinsabores que, en muchas ocasiones, vienen asociados al hecho de ser cristianos (no se nos entiende, ni se nos aprecia, ni se nos trata como a los demás, ni siquiera en los estados democráticos), lo que hacemos es estar más y más confusos acerca de los propósitos de Dios para nuestras vidasy acerca de los métodos que Él emplea para que podamos llegar a donde Él quiere llevarnos: a ser más y más a la imagen de Cristo.
En el momento que aceptamos a Jesús como Salvador, se pone en marcha lo que he dado en denominar hoy la Operación Santidad, en que la vida de las personas empieza a ser transformada por mano del Creador, bajo la imagen del alfarero, para poder extraer de nosotros el tipo de instrumento y herramienta que quiere que seamos. No basta con ser salvos. Dios quiere que seamos, además, santos y apartados para Él, útiles para Su servicio a favor del Reino del que hemos venido a formar parte. Y ese proceso de transformación, el proceso de aprendizaje y remodelación es duro.
Ninguna de las menciones que se hacen en el Nuevo Testamento a la santidad habla de un proceso fácil e indoloro y tampoco de uno que sea breve y de índole mágica, aunque sí sobrenatural porque donde Dios pone Su mano siempre hay algo de sobrenatural.
El proceso a menudo implica un cierto nivel de destrucción, prueba y sufrimiento. La reconstrucción suele venir asociada a unas ruinas previas y esas ruinas son el producto de algo que hubo y ya no está.
No termino de entender, entonces, la insistencia de muchos creyentes por creerse una versión light de lo que la santidad implica. Y es que, entre otras muchas confusiones, la que tiene que ver con este asunto de la santidad no es más que una filtración de los valores y las aspiraciones del mundo exterior en nuestras propias mentes de cristiano que, lejos de pensar como tal, a menudo sustituimos la mente de Cristo, de la que somos portadores desde el momento de nuestra redención, por nuestra propia mente.
El Nuevo Testamento nos llama a renovarnos en nuestro entendimiento, a no amoldarnos al presente siglo. Se nos recuerda que pongamos los ojos en Cristo, el autor y consumador de nuestra fe y que aspiremos a servir tal y como él sirvió. Su camino en el servicio fue uno en descenso hasta las últimas consecuencias… y muerte de cruz. Me pregunto cómo, entonces, es posible, que mirando hacia Él y la manera en que Él vino a servir, nosotros podamos pensar que nuestra santificación sea fácil. Nuestra salvación nos ha resultado demasiado fácil quizá (sobre todo pensando que Otro sufrió por nosotros lo que sólo nosotros debíamos pagar). Pero la santificación no es tan fácil como nos ha resultado alcanzar la salvación.
No se puede tener la vista adecuadamente en el Señor Jesucristo sin comprender que nuestra vida no vendrá libre de problemas. Él mismo nos recordó que en este mundo tendríamos aflicción. Ni Él mismo se libró de esto. Y así, decidió voluntariamente someterse al sacrificio que le supondría el abandono del Padre, por amor a nosotros.
Nosotros, por otra parte, lejos de seguir Su ejemplo, no sólo no estamos dispuestos a sufrir por otros, sino tampoco por ocuparnos en nuestra propia salvación, la que hemos conseguido por la fe, con temor y temblor. No somos dados a sufrir ni por nosotros mismos, aun cuando esa santificación es un beneficio para nosotros mismos en primer lugar, un avance para la obra de Dios y Su testimonio en esta tierra a través nuestra (se nos ha llamado a ser sal y luz en este mundo), una forma de manifestar agradecimiento y sumisión al Señor de nuestras vidas y una forma de obediencia que nos acerca más y más a nuestro propósito último.
Cuando no fijamos nuestra mirada en Cristo y Su sacrificio y no sólo en esto, sino en las características de ese sacrificio, que fueron de sufrimiento y dolor, perdemos el norte y todo se confunde. En esos momentos empezamos a pensar que de lo que se trata ahora es de disfrutar la vida, de ser felices… que puede estar bien, pero Dios sigue estando mucho más interesado en que seamos santos, aunque ello no conlleve un alto nivel de felicidad humanamente hablando para nosotros. Si Cristo tuvo que sufrir por nosotros, si Dios Padre no antepuso la felicidad y el bienestar de Su Hijo Jesucristo, ¿Por qué tendría que anteponer la nuestra?
Nosotros somos herramientas, y las herramientas están para servir, para ser útiles, para prestar un servicio durante un tiempo determinado y cumplir una función. En ese uso, la herramienta puede deteriorarse, tener que repararse, someterse a trato muy duro… pero estará sirviendo al propósito con el que se la creó y estará contribuyendo a la obra para la que su dueño la rescató del mundo.
Cuando nos apartamos del centro, de Cristo mismo, todo se confunde. Nuestros objetivos, el propósito de nuestras vidas, el sentido del sufrimiento y del bienestar, las prioridades que rigen nuestra existencia… pero todo vuelve a tener sentido a la luz de Cristo y en la sombra que proyecta Su cruz.
La Operación Santidad termina con calles de oro y un mar de cristal, pero empieza con una cruz y una tumba. Entre medias, una gloriosa resurrección y una guerra ganada, pero muchas batallas que lidiar en el camino y mucho sufrimiento que, aunque no exento de esperanza, es tan real como las heridas que supone. Sin embargo, como se ha dicho, como es promesa, la guerra está ganada y nosotros, en el bando vencedor.
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