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Grandes mitos sociales del mundo moderno (40)
 

A pesar de Comte, lo religioso goza de buena salud

El mito de un hombre moderno que creía que ya no se necesita a Dios.
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 06 DE ABRIL DE 2013 22:00 h

Las ideas que mantuvo el sociólogo francés acerca del progreso histórico de la humanidad, igual que las de Hegel y otros pensadores, quedaron desautorizadas por diversos estudios posteriores mucho más precisos. La confianza que Comte depositó en la ciencia, como la fuerza que impulsaría el progreso del ser humano hacia un mundo mejor, más justo y equilibrado, se ha visto resquebrajada durante el siglo XX por los múltiples conflictos armados y las progresivas diferencias entre los países del Norte y los del Sur. La crisis energética y ecológica que sufre actualmente el planeta ha provocado la pérdida de la fe en las promesas de la técnica. Tanto la confianza en el poder de la tecnología para mejorar la convivencia entre los hombres, como el positivismo de Comte, han quedado desacreditados y en la actualidad ya no es posible seguir manteniéndolos.

Sus utópicas profecías del nuevo tiempo industrializado se han diluido en ese mar de la crisis ambiental que hoy padece la tierra. Aquellas doctrinas de la Ilustración y de la primitiva sociología que postulaban la liberación del hombre de la tiranía del clero religioso, pronto crearon también su propia tiranía laica. La constatación de estos hechos lleva inevitablemente en el presente a la creencia de que al ser humano no se le puede mejorar actuando desde afuera, modificando sus condiciones de vida o el entorno en el que se desenvuelve, sino desde dentro, llenando su interioridad y dándole sentido a la vida. Es verdad que las circunstancias externas son importantes y que es menester trabajar para mejorarlas, pero las motivaciones internas, las convicciones personales, los valores éticos y las creencias religiosas que sustenta cada persona, son verdaderamente lo importante, aquello que puede llenar y enriquecer la sociedad.

Comte se equivocó al creer que el método positivo de la ciencia podía aplicarse en política, moral o religión de la misma manera que se hacía en matemáticas, física o astronomía. No supo ver la diferencia que hay entre estudiar moléculas, células o animales y analizar los comportamientos sociológicos del ser humano. Su error fue aceptar la idea evolucionista de que una sociedad podía compararse a un organismo vivo y que el sistema para entender el funcionamiento de un órgano, como el corazón, el hígado o los riñones, en relación al individuo completo, era el mismo que se debía aplicar para comprender la política o el Estado en relación a la sociedad. Porque lo cierto es que las personas, a diferencia del resto de los seres vivos, no reaccionan siempre como sería de esperar. La libertad y la tremenda complejidad del espíritu humano hace que la metodología científica, que funciona bien en las ciencias experimentales aplicadas al mundo natural, no siempre pueda ser empleada convenientemente en el estudio de lo social. Esto es lo que algún tiempo después reconoció la psicología del comportamiento humano.

Los motivos de la acción humana no siempre podían ser captados por la mecánica propia de la biología evolucionista. Sin embargo, este “organicismo” de Comte, es decir, la creencia de que la sociedad era una entidad semejante a los organismos vivos, pasó más tarde a formar parte también del pensamiento de Herbert Spencer (1820-1903), quien sostenía que a nivel social había una evolución parecida a la evolución orgánico-biológica, que iba desde las formas más indiferenciadas hasta las más diferenciadas y complejas, desde la sociedad militar primitiva hasta la sociedad industrial moderna. No obstante, estos planteamientos desaparecieron gradualmente del terreno de la sociología. Con el paso de los años, las ideas de Comte y las de Spencer, que tanto habían impactado a la sociedad de su tiempo, fueron siendo abandonadas poco a poco por parte de los sociólogos. Como escribió Crane Brinton, al principio del voluminoso estudio de Talcott Parsons titulado, La estructura de la acción social:

“¿Quien lee en la actualidad a Spencer? Es difícil para nosotros comprender cuanta conmoción produjo en el mundo... Era el íntimo confidente de unDios extraño y poco agradecido, al que él denominaba el principio de la Evolución. Su Dios le traicionó. Hemos avanzado más allá de Spencer.” (Raison, 1970: 77).

Actualmente el positivismo ha dejado también de existir en filosofía. La oposición de los diversos pensadores, iniciada ya a principios del siglo XX, ha terminado por desalojarlo del panorama filosófico. La acusación contra el pensamiento de Comte afirma hoy que el positivismo no era filosofía y que, por tanto, su muerte resultaba inevitable. El hecho de querer convertirlo en casi-religión hizo que el poco interés que hubiera podido tener se desvaneciera por completo. En cuanto al mito de los tres estados de la humanidad, sociólogos posteriores llegaron a la conclusión de que aunque el hombre hubiera podido pasar por diferentes fases en su desarrollo cultural, nada de lo que se había experimentado en el pasado se perdía. La humanidad progresaba de un estadio poco desarrollado a otro culturalmente más avanzado, conservando en el subconsciente sus creencias, sus símbolos y tradiciones.

Como señala Mircea Eliade: “Cada ser histórico lleva en sí una gran parte de la humanidad anterior a la Historia” (Ropero, A., Introducción a la filosofía, Clie, 1999: 484). El hecho de vivir en un mundo industrializado o tecnológicamente adelantado no implica que las creencias religiosas tengan que ser arrojadas por la ventana. El vacío espiritual del ser humano no puede llenarse con matemáticas, electrónica o física cuántica. Comte y sus inmediatos seguidores no supieron entender que la fe en el Dios trascendente que se revela en la Biblia, continuaría siendo necesaria en el imperio de la tecnología científica.

Por otro lado, hoy se considera, en contra de Comte, que la sociología no debe intentar cambiar la sociedad, ni para bien ni para mal. Se trata de una disciplina que debe estar libre de valores o ser “valorativamente neutra”. Esto no significa que el estudioso de lo social no deba tener sus propias creencias y valores, pero en tanto que analista de la sociedad tiene que aspirar siempre a la integridad científica. Tanto la sociología contemporánea como la de épocas pasadas, carece de una metodología especial para solucionar los problemas éticos o para establecer el curso de la política que debe seguir una sociedad.

Sin embargo, también es verdad que toda concepción de lo social se inscribe siempre en un marco cosmovisional concreto. Si hasta ahora la sociología se ha venido apoyando en el ideal humanista de la ciencia, en la fe del hombre en su origen azaroso, en su autonomía personal y en la oposición a unas estructuras de la realidad fundamentadas en el orden de la creación por parte de Dios, también cabe la posibilidad de que tal marco de referencia humanista pueda y deba ser cambiado, en una visión cristiana de la sociología, por el de la creación, la caída en el pecado y la redención a través de Jesucristo. La sociología cristiana sería así la reflexión hecha desde la fe, de la realidad social en base a los conocimientos que tal concepción cristiana y la razón misma suministran. “Si Dios existe, hay que tenerle en cuenta. Puesto que existe, no hacerlo es condenarse al fracaso científico” (Pérez Adán, J., Manifiesto anticonservador, Carmaiquel, 1998: 6). De ahí la necesidad y la pertinencia de una cosmovisión cristiana de la sociedad.

Comte pensaba que la idea de Dios había sido útil a la humanidad primitiva pero en la época moderna ya había quedado anticuada y superada. No obstante, en la época actual, llamada por los sociólogos y filósofos postmoderna, se ha producido el desengaño de la razón moderna y un progresivo retorno de lo sagrado (Cruz, 1997:113). Contra las profecías de Comte que vaticinaban el funeral del sentimiento religioso en la sociedad industrial, lo que se observa hoy es precisamente todo lo contrario, el florecimiento de la religión. El mundo tecnificado que según las intuiciones ilustradas iba a cobijar una sociedad feliz y plenamente realizada, se ha transformado en un recinto de competencia salvaje que aísla a las personas, las desampara física, psíquica y espiritualmente generando en lo más profundo de su ser una incertidumbre existencial. Tal ambiente constituye un trampolín que impulsa al hombre a la búsqueda de algún tipo de sacralidad que pueda ofrecerle seguridad, satisfacción emocional, realización personal y calidez espiritual en medio de una sociedad fría y despersonalizada.

En contra de lo que propone el mito de Comte, el individuo postmoderno quiere salvarse de esta nada social y por eso busca en el seno de las comunidades religiosas algo nuevo que le llene interiormente. Tal necesidad de compensación viene a demostrar los límites del declive de lo religioso y del proceso de secularización en la sociedad contemporánea. Es verdad, sin embargo, que no siempre se trata de una vuelta al Dios bíblico, sino que en muchos de tales regresos lo que se aprecia es el retorno de los dioses.

En palabras de Max Weber: “Los numerosos dioses antiguos, desmitificados y convertidos en poderes impersonales, salen de sus tumbas, quieren dominar nuestras vidas” (Weber, M., El político y el científico, 1986: 218).

Son las religiosidades de carácter místico-esotérico; las que exaltan valores profanos como la música, el deporte, el cuerpo o la ecología; aquellas que vuelven la vista a los ritos de Oriente o le rinden culto a la democracia, los nacionalismos o la economía de mercado. Es cierto que al debilitamiento de la razón moderna le acechan los numerosos demonios de la irracionalidad que vienen acompañados por nuevas idolatrías. Pero también conviene reconocer que tras este despertar postmoderno de lo religioso late un rechazo de la injusticia, de la insolidaridad y una valoración de la compasión y el amor al prójimo. ¿Y quién puede llenar mejor que el cristianismo de Cristo estas lagunas de la sociedad? Hoy existen posibilidades nuevas para la fe que deben ser sabiamente aprovechadas.
 

 


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