En 1935, la Universidad inglesa de Oxford publica un volumen, que dirige Klibansky, con el título general de PHILOSOPHY AND HISTORY. Ortega colabora en este volumen con un lúcido ensayo llamado HISTORIA COMO SISTEMA. Ignoramos las causas de tan prolongado silencio, pero este trabajo no aparece en español hasta seis años después, en 1941, cuando Ortega anda ya por los 58 años.
En estas páginas, 50 en sus Obras Completas,
nuestro filósofo plantea un tema que a mi juicio es importante para comprender su evolución religiosa y espiritual: El carácter razonable de la fe en Dios. La fe no constituye una abdicación ilegítima de la razón. Es más, en sentido estricto, la fe es un acto de inteligencia.
Se trata, naturalmente, de una fe viva. Fe que engendra en el individuo creencias indestructibles. “Las creencias constituyen el estrato básico, el más profundo de la arquitectura de nuestra vida. Vivimos de ellas y, por lo mismo, no solemos pensar en ellas. Pensamos en lo que es más o menos cuestión. Por eso decimos que
tenemos estas o las otras ideas; pero nuestras creencias, más que tenerlas, las somos”. (47)
Ortega, hombre apasionado, no concebía las cosas a medias ni las creencias apagadas. Cuando la creencia es simple función del cerebro y se mantiene por el capricho de la voluntad, vive a merced nuestra. Cuando al revés, la creencia nos posee enteramente, entonces sentimos arder en nuestro interior el fuego que consumía en vida al profeta Jeremías.
Otro tanto ocurre con la fe. La fe de muchos cristianos no va más allá de la aceptación teórica de las verdades más elementales del cristianismo.
Como si estuviera transcribiendo la epístola de Santiago, Ortega defiende una fe viva, esa fe capaz de mover las montañas de la incredulidad: “Creemos en algo con fe viva cuando esa creencia nos basta para vivir –escribe Ortega-; y creemos en algo con fe muerta, con fe inerte, cuando, sin haberla abandonado,
estando en ella todavía, no actúa eficazmente en nuestra vida. La arrastramos inválida a nuestra espalda, forma aún parte de nosotros, pero yaciendo inactiva en el desván de nuestra alma. No apoyamos nuestra existencia en aquel algo creído, no brotan ya espontáneamente de esta fe las incitaciones y orientaciones para vivir. La prueba de ello es que se nos olvida a toda hora que aún creemos en eso, mientras que la fe viva es presencia permanente y activísima de la entidad en que creemos”. (48)
Otra vez lo afirmo: Esto es pura Biblia.
José Antonio Balbontin, discípulo de Ortega, abogado, político republicano, escritor y poeta, publicó en 1968 un libro autobiográfico titulado A LA BUSCA DEL DIOS PERDIDO. (49) El texto describe la peregrinación espiritual del autor: católico en su infancia, ateo durante su militancia comunista, creyente en Dios y defensor apasionado de su existencia en la edad adulta, Balbontín se confiesa y cuenta los dolores que sufre el alma cuando la fe se pierde.
Ortega, a lo que parece, no vivió la misma amarga experiencia que Balbontín. Pero el filósofo sabe y lo escribe que cuando un creyente pierde la fe sólo le queda, como al personaje de EL LOBO ESTEPARIO, Harry Holler, el vacío, la nada. Dice Ortega: “La pérdida de la fe en Dios deja al hombre solo con su naturaleza, con lo que tiene. De esta naturaleza forma parte el intelecto, y el hombre, obligado a atenerse a él, se forja la fe en la razón físico-matemática. Ahora, perdida también –en la forma descrita- la fe en esa razón, se ve el hombre forzado a hacer pie en lo único que le queda, y que es su desilusionado vivir”. (50)
Recordando su infancia entre un padre indiferente a la fe, muerto prematuramente, y un abuelo de fe fingida que se adoraba a sí mismo en su nieto, el gran filósofo que fue Jean Paul Sartre escribe: “Tenía necesidad de Dios; me lo dieron: lo recibí sin comprender que lo buscaba. Al no arraigar en mi corazón, vegetó en algún tiempo, y después murió”. (51)
Con la muerte de la fe en Dios murieron muchas cosas bellas en la vida de Sartre. “Dios me habría sacado de apuros –dice-; yo habría sido una obra de arte firmada”.
No hay arte posible cuando muere la fe. Sólo queda, en opinión de Ortega, el vivir, el triste y desilusionado vivir.
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NOTAS
47. O.C. Tomo VI, pág. 18.
48. O.C. Tomo VI, pág. 17.
49. José Antonio Balbontin, A LA BUSCA DEL DIOS PERDIDO, Índice Editorial, Madrid.
50. O.C. Tomo VI, pág. 49.
51. Jean Paul Sartre, LES MOTS, París, pág. 83.
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