‘Vivimos en el cambio. La época del “no cambio” se ha ido para no volver.’
Con esta sentencia se abría paso a primeras horas de la mañana un anuncio radiofónico a colación de una entrevista que Julia Otero realizaba a Cristina Garmendia, empresaria, científica y exministra de Ciencia, Innovación y Tecnología.
No puedo negar que,
cuando lo escuché, me recorrió un escalofrío por el cuerpo. Alguien dijo una vez que era necesario saber cuándo había que soltar amarras y zarpar hacia un nuevo rumbo. Y no es que no lo supiera, pero oírlo de labios de otro duele. Porque mientras esto lo oímos proveniente de nuestra propia voz interna, no le damos tanta credibilidad. “Pero, si otros lo ven también, entonces debe ser verdaderamente grave”- nos decimos a nosotros mismos.
Supongo que se refería, como es inevitable ya, a todo lo que se está viviendo con la crisis económica y la aparente bonanza y estabilidad en la que vivíamos. Yo, sin embargo, como supongo que hace todo el mundo, me lo llevé al plano personal y no me gustó la sensación que me produjo. En el fondo, todos anhelamos tiempos mejores, si los tuvimos, y si albergamos cierta esperanza de que el futuro pueda traer cosas buenas, es cierto que no la vislumbramos con la misma intensidad que hace unos años. ¿Cómo vamos a cerrar los ojos ante la realidad que estamos viviendo a tantos niveles? Ese realismo aplastante… que no deja levantar a veces la cabeza y mirar al frente.
Vivir con incógnitas no es el fuerte de casi nadie. Pero incluso a aquellos a los que no nos resulta demasiado difícil amoldarnos al cambio, que tenemos un perfil, quizá, más resiliente (lo cual no significa que no nos duelan las cosas, sino que las superamos con cierta facilidad), nos resulta inquietante esto. Que algo se vaya para no volver, sobre todo si de lo que se habla es de estabilidad y certidumbre, pinta como algo negativo. Porque… ¿a quién no le gusta saber lo que viene después, aunque sea sólo un poquito?
Quienes ven en el cambio un desafío y no una amenaza son también amantes, probablemente, de épocas estables y de tranquilidad. La paz nunca nos sobra. Al contrario, nos alimenta.
Es cierto que ciertos cambios son justos, necesarios, convenientes… pero, ¿qué ocurre cuando TODO cambia, cuando no parece haber nada que permanezca en su lugar?
La respuesta es sencilla: nos faltan referencias, puntos de agarre suficientes que nos retengan de despeñarnos cambio-abajo. Todos, incluso los perfiles más resistentes ante la dificultad, necesitan puntos de apoyo. Y todos, hasta los más resistentes puntos de referencia de que disponemos en esta tierra, pueden alguna vez tambalearse. La persona que tiene una fuerte personalidad, un buen autoconcepto y autoestima, una buena inteligencia emocional y tantas otras fortalezas puede afrontar su día a día con una capacidad que no es de todos. Pero hay circunstancias tan duras que puede hacer moverse hasta las fortalezas aparentemente mejor ancladas. Torres más altas han caído.
El cambio es bueno. Pero el cambio duele y requiere una metamorfosis en nosotros.
El cambio puede no llevarnos hacia algo bueno, y en esos casos duele más porque casi siempre implica pérdidas de las que uno ha de reponerse.
El cambio es, siempre y principalmente, real, imposible de rodear. Al menos, no es evitable por mucho tiempo. De hecho es lo único estable, además de lo absoluto, lo que nunca cambia y que a los creyentes nos llena del único antídoto para ese escalofrío inicial del que hablaba al principio: da igual cuál sea la meteorología de nuestra vida en ese momento.
Si Dios es con nosotros, ¿quién contra nosotros?
¿Qué hay más estable que un Dios que no cambia, ni en Su persona ni en Sus propósitos para nosotros?
¿Qué hay más refrescante que saber que esos, Sus propósitos, son de bien y no de mal, para que tengamos un futuro y una esperanza (Jeremías 29:11)?
“Yo, el Señor, soy el primero y seré el mismo hasta el fin”. (Isaías 41:4)
Quizá el primer y más grande cambio necesario en nuestra vida sea aceptar estas cosas…
Agarrarnos a esta estabilidad firme e inmutable…
Abandonarnos al Dios que gobierna sobre todo cambio, porque Él lo permite o impide que sea…
La época del “no cambio” a la que apelaba Garmendia… quizá nunca existió.
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