Este último artículo sobre Hegel está relacionado con su mito de las revoluciones. Se trata de ver si Dios logra sus propósitos en la Historia sirviéndose o no de las guerras humanas.
La Biblia no enseña la idea panteísta de que Dios es todo y todo es Dios, a partir de la cual podría llegar a pensarse que los acontecimientos históricos, buenos o malos, son su responsabilidad.
Sin embargo,
la Escritura muestra que hay muchas cosas que Dios no puede hacer. No puede mentir, ni cambiar, ni arrepentirse, ni negarse a sí mismo, ni pecar, ni ser tentado, ni tentar a nadie o hacer el mal (Nm. 23:19; 1 S. 15:29; 2 Ti. 2:13; He. 6:18; Stg. 1:13, 17).
El poder de Dios no es absoluto en el sentido de ir contra su propia perfección y de poder realizar cosas contradictorias.
El Creador y la historia no son uno y, por tanto, no todo lo que pasa en la Tierra es su voluntad.
La Escritura entiende la historia más bien como el lugar donde el ser humano desafía de manera irresponsable a su Hacedor, mientras que Él sólo desea reconciliarse con el hombre.
La influencia o el poder de Dios en la historia no debe entenderse como un proceso que perdura continuamente y controla a cada instante todo lo que ocurre en el mundo. Es verdad que a partir del acto creador empezaron a actuar las fuerzas naturales que rigen el cosmos presente y que desde entonces existe un compromiso divino con su creación. Desde luego que el universo no fue abandonado a la suerte después de su formación.
Sin embargo, la Biblia enseña que las intervenciones de Dios en la Historia suelen ser extraordinarias y que aunque su poder no siempre actúe, lo cierto es que su preocupación siempre está presente.
En el primer capítulo del Génesis se puede leer que después de la creación de los grandes grupos de seres vivos y de la propia especie humana, el Creador se cercioró de que cada uno de sus actos creativos “era bueno”. Sin embargo, en ningún lugar se dice que después de contemplar la historia de los hombres, pronunciara las mismas palabras: “y vio Dios que era buena”. Él nunca puede aprobar la maldad ni el pecado del ser humano. Así como tampoco se sirve de ellos para llevar a cabo sus planes.
Los dioses que concebían los antiguos griegos no tenían poder sobre la historia de los hombres. Como mucho, se creía que su poderío se limitaba a la creación de rayos, vientos, temblores de tierra, pestilencias o a la inspiración de pasiones desatadas en el corazón de los humanos. La mitología helénica nunca desarrolló tampoco la idea de un juicio final en el que los dioses harían justicia a los mortales.
Sin embargo,
el pueblo de Israel entendió siempre que todas las naciones de la tierra eran responsables de sus acciones delante del Dios todopoderoso. Los profetas del Antiguo Testamento se preocuparon mucho de lo que sucedía en la historia y creyeron firmemente que tanto la naturaleza como el devenir de la humanidad estaban sujetos al dominio de Dios. Él podía intervenir cuando quisiera e incluso modificar el rumbo de la historia, si así lo deseaba. Pero nunca de manera arbitraria o caprichosa, sino para motivar la reflexión del hombre y restablecer la comunión con él.
La idea de Historia en el judaísmo nació como resultado del conocimiento de que hay un Dios que juzga los acontecimientos históricos. Un Dios que da poder a los seres humanos, especialmente a los reyes y gobernantes, pero que también demanda cómo se ha ejercido ese poder. Por tanto la historia es concebida, sobre todo, como aquello que el hombre hace con el poder que se le ha otorgado. También otros muchos pueblos han juzgado la historia de la humanidad desde la perspectiva del poder. El rasero de las victorias ganadas o de las derrotas, de las riquezas conseguidas o del éxito político y militar, ha servido frecuentemente para determinar el curso de la historia.
No obstante, el hombre de la Biblia concibió la historia desde el ángulo de la justicia y la valoró en términos de rectitud y corrupción, o de compasión y violencia. Como escribe el rabino Heschel: “Para nosotros la historia es el registro de la experiencia humana; para el profeta es el registro de la experiencia de Dios” (HESCHEL, A. J.Los profetas. II. Concepcioneshistóricas y teológicas, Paidos, Buenos Aires, 1973: 30). Los humanos olvidamos pronto los crímenes y las atrocidades cometidas a lo largo de la historia. Las tumbas de los inocentes pueden desaparecer o ser olvidadas por el advenimiento de nuevas culturas y modernos imperios, pero Dios no olvida. Los cadáveres no pueden hablar, sin embargo el Creador revelará el secreto de la tierra. Tal como escribió el profeta Isaías:
“Porque he aquí que el Señor sale de su lugar para castigar al morador de la tierra por su maldad contra él; y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no encubrirá ya más a sus muertos” (Is. 26:21).
De manera que, según la perspectiva del Antiguo Testamento, el sentido último de la historia no es la manifestación del poder humano, sino de aquello que, de momento, se encuentra oculto en la mente de Dios. Sería una blasfemia llegar a creer que la historia de la humanidad refleja el propósito divino para su creación; que tanta injusticia y maldad constituyen el objetivo final del Creador o que, como pretende el mito de Hegel, la conciencia humana irá mejorando poco a poco, gracias a la injusticia de las revoluciones, para alcanzar finalmente la libertad del espíritu.
Por el contrario, el mensaje bíblico iniciado ya por los antiguos profetas veterotestamentarios apuntaba hacia la promesa de restauración y renovación. Ezequiel anunció que el Señor había prometido dar un corazón nuevo a los humanos: “y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne” (Ez. 11:19). El final previsto por Dios para la historia es aquél tiempo en el que el conocimiento de su Palabra prevalecerá; el terror, el miedo y el mal serán erradicados del mundo y toda guerra desaparecerá. De la misma manera, la fe cristiana condujo también a la idea de una historia que espera en Dios.
No obstante,
cuando se examina el estado actual de la humanidad y se comprueba la extremada pobreza en que vive más de la mitad de la población mundial, los numerosos conflictos armados, los cientos de miles de víctimas de la represión, la descomposición moral, las idolatrías del poder, del dinero o del placer, la xenofobia y el terrorismo..., es fácil convencerse de que el mal sigue reinando sobre el bien y de que no es posible hablar de salvación de la historia ni, casi tampoco, de salvación en la historia.
Es como si la realidad de Cristo fuera incapaz de cambiar el mal de este mundo. Incluso es posible preguntarse si ha fracasado el reino de Dios en la historia. ¿Qué se puede responder ante todo esto? ¿qué explicación hay desde la fe?
De la misma manera en que la vida del Señor Jesús no alcanzó la consumación del proceso salvífico de la humanidad hasta después de su muerte y resurrección, tampoco la salvación por antonomasia del ser humano que cree y la consiguiente erradicación completa del mal, pueden realizarse antes de la muerte y resurrección del hombre entero.
Esto quiere decir que la salvación se da más allá de la historia.
Aunque el nacido de nuevo sepa que ya es salvo en Cristo Jesús, es evidente que no puede disfrutar con plenitud de su salvación hasta después de la muerte y resurrección. Sin embargo, esto no significa que la salvación sea a-histórica o que no tenga nada que ver con la realidad presente. Debe hacerse presente en la historia pero, en cualquier caso, el fracaso histórico de la salvación no demuestra tampoco que ésta sea históricamente inútil ya que la historia todavía no ha terminado.
El hecho de que en la historia no se dé la plenitud de la salvación, no prueba que ésta haya fracasado. Lo que demuestra, en todo caso, es que los hombres en cuanto tales sí hemos fracasado. La salvación que Dios ofrece no falla, quienes fallamos somos los creyentes que debíamos anunciarla y vivirla y, quizás, no hemos sabido hacer bien ni una cosa ni la otra.
Sea como sea, tenemos que aprender a vivir con esas preguntas que taladran el alma, acerca de una creación en la que sigue habiendo tanto mal.
Desde la pura racionalidad humana, no será posible jamás justificar el problema del mal en la historia. La única alternativa deseable continúa siendo asumir el riesgo de la fe. Acogerse con cordura a la locura de una resurrección de los muertos y una justicia final en Cristo Jesús.
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