El siglo III fue una época de persecuciones. Los emperadores cambiaron de nuevo su política religiosa y los cristianos tuvieron que regresar a la clandestinidad.
El obispo de Roma no era un cargo tan deseado, ya que en la mayoría de los casos suponía el exilio o la muerte, aunque esto no impidió que surgieran algunos antipapas.
Muchos de los papas y antipapas de aquel siglo murieron en las minas, las galeras o el martirio.
En el año 251, el papa Cornelio sucedió a Fabiano que murió asesinado, pero el propio Cornelio no duró mucho, exiliado e impotente para gobernar la iglesia en su refugio de Centocelle.
Aunque el papa Cornelio había conseguido poco antes de su muerte que la Iglesia se volviera a unir y aceptar a los renegados, ya que en aquel momento había un profundo debate sobre qué hacer con los apóstatas, que sometidos a tortura habían negado a Cristo.
En el siglo IV, todo cambiaría para bien o para mal. Un emperador, Constantino, se daría cuenta del gran poder que tenían los cristianos en su imperio, por eso decidiría tenerlos como aliados y no como enemigos.
La relación llegó a ser tan estrecha, que la Iglesia estuvo a punto de canonizar al emperador, como si el gran servicio que este prestaba a los cristianos fuera suficiente para borrar sus profundas contradicciones personales.
La leyenda narra el fabuloso encuentro del emperador con una visión celestial. Mientras cruzaba el Puente Milvio a las puertas de Roma, escuchó una voz que decía: In hoc signo vinces. Corría el año 312 y Constantino luchaba con el usurpador Majencio. Lo cierto es que venció la batalla y comenzó a favorecer a los cristianos como nunca antes lo había hecho un emperador.
La ambición de Constantino desde ese momento fue unir a los cristianos, intentando frenar sus luchas teológicas y crear una iglesia unida, fuerte y al servicio del imperio.
Con el Edicto de Milán en el año 313, por el que el poder imperial concedía la libertad para adorar al Supremo Hacedor y el emperador se ponía sobre todas estas religiones como responsable máximo. Constantino se otorgó un poder ilimitado sobre el Cristianismo. Con un Constantino como pontifex maximus, el emperador podía convocar concilios y meterse en los asuntos de la Iglesia.
El concilio entre los obispos de Roma y Cartago fue el primer intento por convertirse en árbitro de la fe. Buscó la reconciliación entre los donatistas y la iglesia oficial. Gracias a este concilio, el papa Silvestre I se encontró con un poder efectivo sobre la Iglesia en occidente, haciendo realidad el poder del obispo de Roma sobre buena parte de imperio.
La Iglesia en cierto sentido caía en una trampa, tendría libertad para predicar, pero se subordinaría al imperio. Pasados varios siglos, Iglesia Católica y Roma se convertirían en una misma cosa.
En el año 325, el primer Concilio Ecuménico, que pretendía acabar con una herejía más potente de la época, el arrianismo, puso las bases de un papado poderoso, que dominara a toda la Cristiandad.
Constantino fue el verdadero protagonista, a pesar de no estar ni bautizado en ese momento, convirtiéndose en el presidente honorario del concilio.
Un emperador pagano ponía las bases de la que sería la iglesia oficial del imperio años más tarde, confundiendo el poder político y religioso, terrenal y celestial. Poder e Iglesia Católica no volverían a separarse nunca más.
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