Como se ha señalado en los artículos anteriores, los tres momentos históricos típicos del pensamiento hegeliano son: la tesis, la antítesis y la síntesis. El primero afirma que la meta de la historia universal sería el progreso en la conciencia de la libertad. Por su parte, la antítesis dice que los medios para lograr esta libertad habría que verlos -por paradójico que pareciera- en las pasiones y en los egoísmos humanos. Mientras que la síntesis concluye señalando que el ámbito de la libertad es precisamente el Estado, la institución que aseguraría la consecución del fin al que se dirige toda la historia. El ser humano podría gozar de verdadera libertad y de una existencia racional, exclusivamente en el ámbito de la institución estatal.
De ahí que sólo en el Estado pudiera existir el arte, la filosofía y la religión. De manera que,
según el mito de Hegel, la maldad del ser humano sería inevitablemente empleada por Dios para realizar su plan histórico. Las mezquindades, los atropellos, las ambiciones y la codicia constituirían el motor que permite avanzar hacia la libertad absoluta del hombre. El interés individual sería el cebo que movilizaría la realización del interés universal. Dios habría usado los fines particulares y egoístas de hombres como Alejandro Magno, Julio César o Napoleón Bonaparte, para conseguir el progreso de la historia hasta que ésta se adecuara a su fin supremo y universal.
Hegel tuvo siempre una predilección especial por el número tres. También el progreso histórico de la humanidad se habría desarrollado, según él, en tres etapas, la oriental, la grecorromana y la germánica. El Antiguo Oriente encajaba perfectamente en la primera pues “los orientales no han alcanzado el conocimiento de que el espíritu -el hombre como tal- es libre y, al no saberlo, no son libres”. Por tanto, únicamente el rey podía ser considerado como hombre libre, aunque se comportase como un déspota para sus súbditos.
Según Hegel, “la conciencia de la libertad” surgió por primera vez entre los griegos y los romanos pero de una manera imperfecta ya que estos pueblos creían que sólo algunos hombres podían ser libres, la mayoría seguían siendo esclavos que realizaban tareas manuales para que sus amos pudieran gozar de libertad. La tercera y última de estas fases sería la que conformaban las naciones germánicas de la época de Hegel, las únicas que al ser influidas por el cristianismo habrían desarrollado la conciencia de que todos los hombres son libres. En sus propias palabras: “El Este supo sólo, y sabe hasta el día de hoy, que uno es libre; el mundo griego y romano, que algunos son libres; el mundo germánico sabe que todos son libres.” (BOORSTIN, D. J. Los pensadores,Crítica, Barcelona, 1999: 211).
La visión hegeliana de la historia hunde sus raíces en las concepciones griegas del tiempo cíclico. Según éstas, las transformaciones de la naturaleza y de las culturas son como una sucesión de círculos que se repiten siempre. Las civilizaciones nacen, crecen y desaparecen para dejar paso a otras que evolucionarán de la misma manera. La historia es como un eterno retorno, como una carrera de relevos en la que cada pueblo pasa al siguiente el testigo del que es portador. Los individuos y los imperios sólo son los medios que usa la historia, pero el verdadero protagonista es el testigo, es decir, el espíritu que persigue como fin absoluto la conquista de la libertad.
Hegel ve como ejemplo de tales movimientos cíclicos el símbolo mitológico del ave Fénix, que muere y renace de sus propias cenizas. A través de estas etapas repetitivas, el espíritu avanza sin cesar. Por tanto, los vencedores siempre tienen razón ya que, de alguna manera, marcan la trayectoria que debe seguir el proceso histórico.
Es evidente que tal comprensión de la historia resulta claramente occidentalista. “La historia universal va de Oriente a Occidente. Europa es absolutamente el término. Asia el comienzo.” Hegel relacionaba la infancia de la humanidad con el mundo oriental; la juventud con Grecia y Roma; mientras que la etapa de madurez estaría representada por el occidente germano-cristiano.
La Reforma protestante iniciada por Lutero significaba la reconquista de la interioridad cristiana frente a la exterioridad de la Iglesia católica medieval. Hegel creía que esta interioridad sólo se podía haber originado en un pueblo simple y sencillo como el alemán, que poseía una gran intimidad de espíritu. Tal como lo expresa Colomer:
“Mientras los otros pueblos europeos habían salido al mundo, habían ido a América o a las Indias orientales a adquirir riquezas o a fundar un imperio colonial, enAlemania, en donde se conservaba la pura espiritualidad interior, un monje tosco yobscuro buscó la perfección en su propio espíritu. La sencilla doctrina de Lutero es ladoctrina de la libertad interior, a saber, que el conocimiento de la salvación tiene sólolugar en el corazón y en el espíritu. Con esto se logró en la Iglesia la pura intimidad delalma y se aseguró la libertad cristiana.” (Colomer, 1986: 373).
Hegel ensalzó el espíritu alemán en la historia, afirmando que sólo las naciones germánicas estaban destinadas a ser los soportes de los principios cristianos. En cambio, aunque la vieja Roma había jugado un papel histórico indispensable, era incapaz de proporcionar suficiente solidez a tales principios. El exceso de patriotismo le llevó a decir que ninguna de las naciones latinas estaba capacitada para soportar el edificio del cristianismo, ya que eran pueblos con una sangre muy mezclada y guardaban siempre en sí mismos un principio de división. Sin embargo, el pueblo germánico era el único verdadero sucesor del antiguo pueblo griego y por tanto estaba destinado a conducir el cristianismo a su térmico. ¿Se inspiraría más tarde Hitler en esta idea?
Para Hegel la historia es como una teodicea que pretende justificar a Dios de los males que hay en el mundo. Una teología natural en la que todo lo negativo se esfuma ante el conocimiento de lo positivo. Una filosofía que intenta explicar cómo a través del tiempo, y a pesar de las muchas adversidades, se ha ido realizando el plan del espíritu de Dios. Su gran optimismo puede incluso resultar trágico porque, lo cierto es que, él nunca cerró los ojos a la cruda realidad. Conocía bien la crueldad, la sinrazón, la locura y la injusticia de tantos aconteceres históricos, pero prefirió creer que todo eso tenía una explicación racional, una meta gloriosa que lo justificaba.
Si durante la Edad Media la teología católica creía que todo lo relacionado con el mundo era malo, la Reforma protestante entendió lo temporal y mundano como el ámbito en el que se podía realizar la justicia y la ética del Estado. Algo que Dios quería y aprobaba ya que el Estado era el fin de la historia. Hegel pensaba que el ser humano sólo podía llegar a disfrutar de la auténtica libertad cristiana mediante la obediencia al Estado. De ahí que en los países donde caló la Reforma, la revolución no fuera necesaria porque los principios que ésta proclamaba ya habían sido asumidos por el protestantismo. El liberalismo que intentaron difundir por todo el mundo los partidarios de Napoleón procuró ser el sustituto de la Reforma, sobre todo en los países románicos, pero lo cierto es que no fue capaz de cambiar el alma del ser humano. Su influjo fue únicamente externo mientras que la liberación que predicaban los reformadores era ante todo personal e interior. “Napoleón no fue capaz de someter España a la libertad, lo mismo que Felipe II no pudo someter Holanda a la esclavitud”.
El Dios de Hegel recorre toda la historia de la humanidad, la impregna en todos sus acontecimientos más mínimos y se manifiesta en cada situación concreta. Hay un cierto matiz panteísta en este espíritu que todo lo penetra. Su providencia gobierna el mundo para su propia gloria y enaltecimiento. Pese a todas las miserias, catástrofes y revoluciones, la historia universal constituiría la realización del reino de Dios en la tierra. A pesar de lo malo, el espíritu de Dios caminaría incansable hacia la consecución final de lo bueno, la libertad absoluta. Siempre se estaría mejorando porque Dios mismo es en la historia. Sin embargo, este mito optimista de Hegel no consigue desvanecer la espesa niebla del mal en el mundo. ¿Cómo es posible seguir considerando la historia como un proceso razonable? ¿cómo aceptar que un Dios de amor pueda servirse del mal para hacer el bien? ¿pueden explicarse tantas masacres apelando a la evolución del espíritu hacia la libertad? ¿acaso no supone esto una reivindicación del mito de Maquiavelo acerca del fin que justifica los medios? ¿no es una manera de engañarnos a nosotros mismos?
Los filósofos y pensadores de la generación siguiente dejaron pronto de confiar en el mito de las revoluciones porque, de hecho, la realidad de los acontecimientos hablaba un lenguaje muy diferente al que proponía Hegel. La visión que Hegel tuvo de la historia fue, en realidad, como un intento de secularizar la teología cristiana. Pero en tal esfuerzo perdió de vista una de las doctrinas fundamentales del cristianismo, la esperanza escatológica (Colomer, 1986). Confundió lo material y temporal con lo espiritual. Transmutó el mundo de lo inmanente al de lo trascendente, llegando a creer que en la historia universal se estaba dando ya el juicio universal. Al pensar que el reino de Dios se realizaba en los mismos términos que la historia del mundo, cambió de manera ambigua la teología por la filosofía. Fusionó la esperanza cristiana en los “cielos nuevos y tierra nueva” con el proceso histórico sobre el planeta Tierra. Esto es lo que después le echaron en cara sus críticos.
Sin embargo, Marx se dio cuenta, años después, del gran partido que le podía sacar a la dialéctica hegeliana para interpretar la historia y llegó a deducir, precisamente todo lo contrario de lo que pensaba Hegel, que la moral y la religión eran como velos que ocultaban los verdaderos intereses de los grupos dominantes y que, por tanto, la religión era el opio del pueblo.
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