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Grandes mitos sociales del mundo moderno (32)
 

Hegel, inmerso en un mundo convulso

La época que le tocó vivir al filósofo alemán fue socialmente tempestuosa.
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 16 DE FEBRERO DE 2013 23:00 h

Georg Wilhelm Friedrich Hegel nació el 27 de agosto de 1770 en la ciudad alemana de Stuttgart. Creció en una familia sencilla pero que poseía sólidas convicciones protestantes.

A los cinco años entró en la escuela latina y a los seis pasó al gimnasio de su ciudad natal. Fue un buen estudiante y pronto empezó a traducir textos de los grandes autores clásicos griegos y latinos, como Epicteto, Tácito o Tucídides. Después de completar sus estudios secundarios, en octubre de 1788, ingresó en el seminario de teología luterana de la ciudad universitaria de Tubinga. Allí descubrió tres cosas que le fueron importantes a lo largo de su vida: la amistad de otros compañeros, el mundo griego y los ideales de la Revolución francesa.

Era habitual que los jóvenes universitarios alemanes de su generación se interesasen por la situación política y social que atravesaba el vecino país francés. Durante el verano de 1789 fue derrumbada la prisión de la Bastilla y la Asamblea Nacional proclamó la Declaración de los derechos del hombre. La juventud alemana se identificaba con los ideales de esta revolución y hacía suyo el famoso lema sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad. No obstante, a pesar de simpatizar con estas ideas, Hegel siempre se consideró luterano y entendió el protestantismo no sólo como religión, sino sobre todo como cultura racional superior ya que se basaba en un espíritu de reflexión.

En 1790 Hegel se graduó en filosofía y tres años después lo hizo en teología. Sin embargo, sus convicciones religiosas empezaron a tambalearse y su deseo original de convertirse en pastor luterano fue desvaneciéndose progresivamente. Durante los siete años que trabajó como preceptor en Berna y en Frankfort sufrió un crisis espiritual que le hizo sentirse sólo y deprimido.

A principios de 1801 fue solicitado como profesor por la Universidad de Jena y esta nueva ocupación le permitió también dedicarse a escribir. Seis años después apareció su primer libro, la Fenomenología del espíritu. En esta época conoció a la joven Christiana Charlotte Fischet, que había sido abandonada por su esposo. Se enamoró de ella y tuvieron un hijo, el pequeño Luis, quien moriría de fiebres a una edad temprana.

Más tarde, después de esta etapa triste de su vida, en diciembre de 1806, Hegel fue nombrado director del liceo de Nuremberg. Este nuevo cargo le proporcionó estabilidad económica y le permitió pensar seriamente en el matrimonio. Conoció a la hija de un senador bávaro, Maria von Tucher, que era veinte años más joven que él y se casó con ella. La pareja fue muy feliz y tuvieron dos hijos varones, Carlos y Manuel.

La época que le tocó vivir al filósofo alemán fue socialmente tempestuosa. El mismo día en que Hegel terminó su obra Fenomenología, el 13 de octubre de 1806, Napoleón conquistó Jena poniendo fin al Sacro Imperio Romano Germánico que había sido establecido en el año 800 por Carlomagno. Esta guerra llamó a la misma puerta del gran filósofo. El profesor Alberto Vanasco lo explica así:

“La guerra llegó hasta las propias puertas de la casa de Hegel, que según pensaba, debía brindar alojamiento a la oficialidad, como los demás ciudadanos de Jena. Al día siguiente de la batalla salió por la mañana con dos discípulos a recorrer las afueras de la ciudad y se encontraron de pronto ante el Emperador, que en esos momentos montaba a caballo para salir de reconocimiento. La sorpresa de Hegel fue enorme. Acababa de escribir el libro en que describía el proceso total del espíritu del mundo y ahora se hallaba allí frente al hombre que lo encarnaba en ese instante de la historia. Napoleón no pudo sospechar, y seguramente nunca llegó a saber, lo que había sucedido entre él y ese oscuro profesor que lo miraba alelado, flanqueado por dos de sus alumnos. El Emperador echó una mirada en torno, como tomando posesión del mundo y se alejó al galope, seguido por su escolta, y en pocos segundos se perdió entre la espesura de las colinas próximas; pero ese encuentro quedaría para siempre grabado en el espíritu de uno de aquellos hombres. Ese mismo día, Hegel escribiría a su amigo Niethammer: “Hoy he visto al Emperador -esa alma del mundo- salir de la ciudad para efectuar un reconocimiento; es, efectivamente, una sensación maravillosa el ver a semejante hombre que, concentrado aquí en un punto, montado en su caballo, se extiende sobre el mundo, y lo domina.” (VANASCO, A.Vida y obra de Hegel,Planeta, Barcelona, 1973: 105).

Estas palabras reflejan bastante bien lo que sentía Hegel por los grandes militares y estadistas que eran capaces de cambiar el curso de la historia, y que ocupaban un papel preponderante en su teoría acerca de las revoluciones. Para él la revolución era como “una magnífica salida del sol, una sublime conmoción, una exaltación del espíritu”, como un importante momento histórico en el que lo divino y lo mundano se reconciliaban.

Entre 1812 y 1816 apareció su segunda obra importante, La Ciencia de la lógica, y su fama de buen filósofo le permitió acceder a una cátedra universitaria.

Fue profesor en Heidelberg, así como en Berlín, y su pensamiento filosófico llegó a convertirse en la filosofía oficial del Estado prusiano ya que, según su opinión, éste encarnaba la razón absoluta.

Era frecuente ver entre el auditorio que llenaba sus clases, altos funcionarios y oficiales del gobierno. Llegó a ser rector de la Universidad de Heidelberg y más tarde, durante los años que pasó en Berlín, escribió su última gran obra, Líneas fundamentales de la filosofía del derecho, así como otros artículos.

El 14 de noviembre de 1831 murió rodeado de su familia a consecuencia de una epidemia de cólera. Encima de su mesa quedó sin concluir una obra que pensaba publicar, Pruebas de la existencia de Dios.

Según Eusebi Colomer, en realidad, Hegel “tuvo las típicas cualidades del suabo: tenacidad, firmeza, disciplina mental, profundidad y cavilosidad” (Colomer, 1986:121). Aunque, en opinión de otros autores, le faltó elocuencia y poder de convicción.
 

 


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