“Reconocer que la historia universal es este curso evolutivo y la realización del espíritu bajo el cambiante espectáculo de sus acontecimientos, tal es la verdadera teodicea, la justificación de Dios en la historia... Lo único que puede reconciliar el espíritu con la historia universal y la realidad es el conocimiento de que cuanto ha sucedido y sucede todos los días no sólo proviene de Dios y no sólo no sucede sin Dios, sino que es esencialmente la obra de Dios mismo.” HEGEL, Philosophie der Geschichte, (COLOMER, E. 1986, El pensamientoalemán de Kant a Heidegger. II. El Idealismo: Fichte, Schelling y Hegel, Herder, Barcelona, 1986: 374).
Si ha existido alguna vez un filósofo difícil de comprender e intrincado en sus razonamientos, éste es sin duda Hegel. No en vano se le llamó “el oscuro”. Sin embargo, cuando se logra penetrar en sus argumentos se entiende por qué llegó a ser el pensador alemán más influyente de su tiempo, creando un numeroso grupo de seguidores y marcando para siempre la filosofía, las ciencias sociales y, en general, las humanidades.
Hoy se le considera como el padre de la “dialéctica” contemporánea ya que sus ideas provocaron las reflexiones posteriores de Marx. La filosofía de Hegel rescató este término de los pensadores griegos, como Heráclito, Parménides y Zenón, quienes lo usaban como forma de confrontación entre posiciones opuestas, de las que al final surgía el conocimiento verdadero.
Para el pensador alemán, la dialéctica era también el método a seguir en la obtención del saber que se desarrollaba mediante tres fases: tesis, antítesis y síntesis. Es decir, era el motor de todo progreso científico. Aquello que permitía unificar lo múltiple, conciliar lo aparentemente opuesto, ordenar cada pieza del rompecabezas natural y del proceso histórico en un todo armónico y coherente.
Hegel creía que la evolución histórica de la humanidad debía entenderse como un movimiento guiado por la razón y por la providencia. A pesar de las grandes crisis sociales, de las revoluciones, las guerras y las injusticias de todo tipo que pudiera sufrir el ser humano, lo cierto era que todo esto servía a la larga para mejorar y progresar. Lo importante de tales transformaciones era el resultado final al que daban lugar.
De manera que los grandes acontecimientos cruentos que sacudían la Europa de aquella época, como por ejemplo la Revolución francesa con su violencia sanguinaria, constituían el precio a pagar por el surgimiento de un mundo nuevo y mejor. Las atrocidades cometidas por los hombres eran las contradicciones con las que Dios, la razón o el espíritu, entretejían la historia. En este proceso podía haber avances y retrocesos pero, en definitiva, la humanidad salía ganando.
Por lo tanto, dedicarse a una valoración moral de los hechos puntuales constituía una pérdida de tiempo ya que fácilmente se podía llegar a condenar aquello que, en realidad, era necesario para alcanzar la felicidad del hombre.
Quien deseara comprender este movimiento que impulsaba misteriosamente a la humanidad, tenía que realizar un esfuerzo personal y elevarse por encima de los acontecimientos injustos de la historia para alcanzar una visión global.
Mediante tales ideas, Hegel propuso una nueva filosofía social consistente en la modificación del mito del contrato social. Su nuevo mito afirmaba que como el hombre era malo desde su origen y la sociedad imperfecta, sólo sería posible la reforma y el progreso social por medio de las revoluciones violentas que poco a poco iban transformando la humanidad, con arreglo a la idea y la voluntad divinas. Todo lo negativo finalmente se transformaría en positivo.
El mal presente era necesario para alcanzar el bien futuro. Esta revelación era gradual y no había terminado todavía.
Aunque, a primera vista, tales concepciones parecían próximas a las de la teología cristiana tradicional, lo cierto era que suponían una ruptura radical con el principio de la responsabilidad individual que proponía la Reforma protestante.
Si el hombre era un esclavo de la historia, un títere manejado por los hilos de la razón divina, entonces dónde quedaba el compromiso personal y la libertad para decidir y actuar en consecuencia. Si tal razón, basada en la violencia de la revolución, tenía que conquistar el mundo en un futuro próximo, entonces cualquier tipo de reflexión moral responsable era, en efecto, una pura pérdida de tiempo. Los escrúpulos de conciencia dejaban de tener sentido.
Por tanto, al negar al individuo, se abría de par en par la puerta a las peores experiencias totalitarias de los siglos XIX y XX. La mayoría de los movimientos políticos de esta época, tanto de derechas como de izquierdas, que despojaban al hombre de su responsabilidad y de su derecho a ser persona libre, se fundamentaron precisamente en este mito de Hegel.
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