Las Sagradas Escrituras reconocen abiertamente la total depravación que caracteriza desde el principio a los seres humanos. El libro del Génesis contempla la caída radical del hombre en la culpa y afirma que “el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud” (Gn. 8:21).
El apesadumbrado Job se interroga: “¿qué cosa es el hombre para que sea limpio... (siendo que) bebe la iniquidad como agua?” (Job 15:14, 16). Mientras que el salmista confiesa que “en maldad he sido formado y en pecado me concibió mi madre” (Sal. 51:5), y que, por lo tanto, “no se justificará delante de ti ningún ser humano” (Sal. 143:2).
También el evangelista Juan certifica que inevitablemente “lo que es nacido de la carne, carne es” (Jn 3:6).
Y finalmente el apóstol Pablo comunica a los romanos que “por la desobediencia de un hombre, los muchos fueron constituidos pecadores” (Ro. 5:19). ¿Corroboran todos estos versículos la doctrina del “pecado original”? Es verdad que el pensamiento del hombre natural está gobernado y condicionado por su enemistad hacia Dios, pero ¿quiere esto decir que el pecado se hereda genéticamente de padres a hijos a partir de Adán? ¿Es esto lo que enseña el capítulo cinco de Romanos?
En primer lugar,
es necesario señalar que en ningún momento Pablo utiliza el término “pecado original”. Éste fue un concepto que se consolidó a partir de la época de san Agustín y que la Iglesia Católica formalizó durante el concilio de Trento celebrado en el siglo XVI (Grau, J. Catolicismo romano: orígenes y desarrollo, 2 vols., Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1987 (1): 587).
Conviene pues tomar las palabras del apóstol Pablo en su justo valor. Él no está diciendo que el pecado se herede, lo que se hereda son las consecuencias del mismo, es decir la muerte. Por el pecado del primer hombre, Adán, entró la muerte en el mundo y ésta sí que es un fenómeno hereditario. El envejecimiento y la defunción vienen determinados en la información genética que portan los cromosomas humanos, pero no así el pecado.
Pablo intenta poner de manifiesto el contraste que hay entre la universalidad del pecado y del fallecimiento físico, -ya que todos los hombres son pecadores no por culpa de Adán sino debido a su propia responsabilidad individual- con la universalidad del perdón y de la nueva vida en Cristo. Aunque Adán fue el primer pecador no fue el único y, por tanto, no todo lo que es pecado en el ser humano puede cargarse sobre las espaldas del primer hombre. Todos los intentos por culpar del mal a Adán, a los primeros hombres, a la sociedad, a las circunstancias o a los demás, no consiguen eliminar la responsabilidad que cada persona tiene.
Desde la teoría evolucionista se afirma que el mal, la violencia y la agresividad natural del hombre serían características necesarias de la existencia que habrían permitido a la especie humana sobrevivir en un mundo en el que siempre imperaría la ley de la selva. Los teólogos que asumen el evolucionismo se ven obligados a admitir que en ningún momento de la historia pudo darse un modelo diferente al que se da en la actualidad. Nunca pudo existir una creación perfecta y buena donde no se diera el dolor, el sufrimiento y la muerte porque, en su opinión, esto iría contra las leyes naturales. Paul Tillich se identifica con tales planteamientos al escribir:
“’Adán antes de la caída’ y ‘la naturaleza antes de la maldición’ son estados de potencialidad. No son estados reales. El estado real es esta existencia en la que el hombre se halla junto con todo el universo, y no hubo tiempo alguno en que esto fuese de otro modo. La noción de un momento en el tiempo en el que el hombre y la naturaleza pasaron del bien al mal es absurda y carece de todo fundamento tanto en la experiencia como en la revelación.” (Tillich, P. Teología sistemática, 3 vols., Sígueme, Salamanca, 1982 (2): 62).
Pero, si el hombre es el producto de la lenta transformación evolutiva a partir de animales irracionales y no hubo caída, ¿dónde y cuándo empezó la responsabilidad humana? ¿cómo sostener la doctrina bíblica del pecado?
“Es imposible decir en qué punto de la evolución natural la naturaleza animal es sustituida por la naturaleza que, según nuestra experiencia actual, conocemos como humana y que es cualitativamente distinta de la naturaleza animal... En segundo lugar, no es posible determinar en qué momentos del desarrollo delindividuo humano empieza y termina su responsabilidad.” (Tillich, 1982 (2): 63).
Es evidente que
desde las hipótesis de la antropología evolucionista, las doctrinas bíblicas de la creación y de la caída se quedan sin fundamento. No obstante, la revelación bíblica insiste claramente en la creación directa y sobrenatural del ser humano, así como en la existencia real de un tiempo en que todo era bueno pero, por culpa del pecado, pasó a ser malo. En mi opinión existe aquí una incompatibilidad fundamental entre ambas interpretaciones de los orígenes. Pienso que las enseñanzas acerca del pecado, la caída y la salvación por medio del sacrificio de Cristo, sólo pueden sustentarse en la doctrina bíblica de la creación. Si arrancamos este relato como si se tratara de un mito inventado por los hombres, todo el edificio doctrinal de la Biblia se nos viene abajo. Según el apóstol Pablo “la paga del pecado es muerte, más la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús” (Ro. 6:23) y, por tanto, esto implica que antes del pecado no pudo imperar el reino de la muerte.
De otra parte, resulta también pertinente la cuestión acerca de cómo es posible culpar a los primeros homínidos de violencia y agresividad, llamando a esta actitud, “maldad y pecado”, cuando tal comportamiento era necesario para su subsistencia y progreso, según postula el darwinismo. ¿Se puede acusar de pecadores a los australopitecinos, o a los diversos grupos de humanos fósiles agrupados dentro del género Homo, porque eran antropófagos y se peleaban frecuentemente entre sí? ¿Cómo explicar toda esa situación de violencia y muerte que reflejan tantos afilados colmillos y tantas garras terminadas en punta? ¿Es posible que todo esto se diera antes de la aparición del hombre y de la caída? Tales cuestiones, para ser convenientemente abordadas, requieren por sí solas la extensión de un libro como el presente. No obstante, cuando se trate el mito de Darwin volveremos sobre ellas. De momento, únicamente señalar las palabras de los doctores, Whitcomb y Morris:
“¿Qué debemos decir entonces acerca de la caída y de la moderna ciencia de la antropología física? Nosotros decimos, sobre la base de abrumadoras evidencias bíblicas, que todo hombre fósil que haya sido jamás descubierto, o que será descubierto alguna vez es descendiente de Adán y Eva que fueron creados sobrenaturalmente. Esto es absolutamente esencial al edificio íntegro de la teología cristiana,” (Whitcomb & Morris, El diluvio del Génesis, Clie, Terrassa, Barcelona, 1982: 722).
Por otro lado,
la Biblia contradice el mito rousseauniano de que el hombre es bueno por naturaleza y que sólo se torna malvado cuando empieza a convivir con otros hombres. Es verdad que el pecado no pertenecía a la naturaleza original del hombre porque eso significaría que Dios nos habría creado deliberadamente pecadores. El Creador no es el responsable del mal en el mundo, él dio origen a una creación perfecta, a un mundo del que se podía repetir “y vio Dios que era bueno”. Sin embargo, la primera pareja humana conoció el mal y perdió inmediatamente su inocencia original.
La historia de Adán y Eva no pretende explicar el origen del mal, sólo cuenta cómo los primeros padres lo descubrieron y se hicieron pecadores.
Es cierto que el pecado entró en el mundo por Adán porque él fue el primer pecador, pero
entender esto de forma biológica, en el sentido de que el pecado se propaga a través de la relación sexual, del nacimiento y de la transmisión de los genes, como sugería san Agustín, no es bíblico. Dios no castiga a la raza humana por el pecado de Adán, sino que cada individuo incurre en su propia transgresión. Cada hombre es su propio Adán y cada mujer su propia Eva.
Ser pecador significa negarse a ser lo que se es en realidad. Oponerse a la voluntad de Dios para nuestra vida. Romper relaciones con él. Preferir la autonomía personal a la dependencia del Creador. Es decir, negar a Dios y negar la condición de hombre. Por tanto, no tiene ningún sentido realizar clasificaciones de pecados. No es bíblicamente coherente separar entre “pecado original” -el cometido por el primer hombre y que se borraría con el bautismo- y el resto de pecados perpetrados a diario. Pecado debe escribirse con mayúscula porque, en realidad, es un concepto singular que consiste en darle la espalda a Dios y vivir como si la resurrección de Jesús no hubiera ocurrido.
El pecado de Adán y Eva ha llegado hasta el presente porque, de hecho, es también nuestro propio pecado, el de la rebelión del género humano en todas las épocas contra la voluntad de Dios. El de querer comportarse y vivir como dioses, sin serlo. El de negar la propia condición humana y entrar así en una existencia de degeneración y rechazo de la fuente de la vida. De manera que el pecado original sería el que han venido cometiendo todos los hombres desde Adán. Un pecado que no se transmite hereditariamente pero que sí se renueva y se propaga a través de la conducta. El relato del Génesis pretende enseñar que todas las personas del pasado, del presente y del futuro siguen siendo tan pecadoras como lo fue el primer ser humano.
La grandeza de este texto inspirado estriba en la notable desmitificación que ejerce sobre las supersticiones religiosas de los pueblos periféricos a Israel (Flori, J. Los orígenes, una desmitificación, Safeliz, Madrid, 1983: 216). El autor del Génesis desmitifica el mal al decir que no es necesario o inevitable, como era el “destino” griego, sino que aparece por primera vez cuando Adán se rebela contra el Creador. La responsabilidad del mal, por tanto, no está en Dios quien creó al ser humano perfectamente libre, sino en el hombre. También se rechaza el maniqueísmo posterior que defendía la existencia de dos principios creadores contrarios entre sí, el del bien y el del mal. La serpiente que simboliza a Satanás no es el dios del mal de las demás mitologías extrabíblicas, sino Lucifer, el ángel caído que se convirtió en el Tentador por su rebelión contra Dios.
De manera que hablar del mal es referirse al mismo y único pecado universal, el de Satán, el de Adán y Eva y el de cada criatura humana. Es el pecado, sucesivamente renovado a lo largo de la historia, de oponerse a lo que el Creador desea de cada persona. Pero el mal no tiene entidad propia al modo de un segundo dios de las tinieblas que rivaliza en poder con el Dios bíblico; no existe eternamente por sí mismo como afirmaban las creencias politeístas del mundo antiguo, sino que aparece siempre como consecuencia del equivocado uso de la libertad y la subversión contra Dios.
Una última desmitificación del Génesis bíblico es la que se refiere al psiquismo humano. La historia de los orígenes presenta de forma clara la primera reacción que tuvieron Adán y Eva ante la acusación por parte del Creador. El primer hombre pretende disculparse de su error haciendo responsable a la mujer que lo ha inducido y a Dios por haberle dado tal compañera. Eva a su vez acusa a la serpiente engañadora y también a Dios que ha permitido su presencia en el huerto. La agresividad surge por primera vez como una acusación contra los demás. Se trata de la negativa del ser humano a reconocer su propia culpabilidad. Es el proceso psicológico que le lleva al hombre a no asumir la responsabilidad personal y acusar siempre de los propios errores a los demás, a la sociedad, a Dios o al diablo. Es la misma equivocación en que cae también el mito de Rousseau.
Sin embargo, el pecado de los primeros padres es también el nuestro, es el mal que anida en el alma humana y que le lleva continuamente a huir de la presencia de Dios. Como dice el texto: “... y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto” (Gn. 3:8). La desnudez psicológica aterra al ser humano porque pone en evidencia su maldad. No obstante, es una equivocación intentar huir de Dios y ocultarse debajo de los árboles, pues su presencia empapa todos los rincones del universo. Además su voz potente invita a la criatura a reconocer el pecado que mora en ella, en vez de intentar disimularlo, para que el arrepentimiento sincero pueda hacer germinar la fe en la promesa de Jesucristo y ésta, finalmente, produzca vida en abundancia.
El hombre no es malo por naturaleza, como se vio a propósito del mito de Hobbes. Tampoco es naturalmente bueno al estilo propuesto por Rousseau ya que la caída supuso la pérdida de su condición original. ¿Cómo es entonces el ser humano? Es una criatura libre y con razón para actuar de una u otra manera. Un ser susceptible de elección, con voluntad propia, que fue creado en libertad -en esto Rousseau tenía razón- pero que no supo usarla bien, pecó contra Dios y se convirtió en esclavo de sus propios instintos. Esta idea de que el hombre es pecador no gusta, pero es la realidad.
No es la sociedad como ente abstracto quien tiene la culpa del mal sino el hombre que ha formado la sociedad sobre los pilares del pecado, olvidándose cada vez más de su Creador. Es lógico, por tanto, que si el individuo es pecador, en los pueblos y en las sociedades integradas por individuos exista también el estigma del pecado.
En la actualidad, el mal tiene un carácter social y político que va más allá de las acciones individuales. Es verdad que el mal es algo inexplicable para el ser humano y que éste tiene por naturaleza una inclinación irresistible hacia lo malo. La Biblia tampoco trata de explicarlo, pero le da una solución. Se trata de la fe. El pecado y el mal no se contrarrestan con buenas obras o con bondad como muchas religiones predican, sino por medio de la fe en la resurrección de Jesucristo, ya que “sin fe es imposible agradar a Dios”. Lógicamente la fe sincera generará también las buenas obras y la acción social de los creyentes en el mundo contribuirá sin duda a disminuir el mal del mismo. Pero éste no será definitivamente erradicado hasta que Cristo regrese y destruya la muerte para siempre, seque toda lágrima de los rostros oprimidos y elimine la afrenta sufrida por su pueblo (Is. 25:8). Tal es la esperanza cristiana ante el problema del mal.
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