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Grandes mitos sociales del mundo moderno (29)
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Rousseau: bondad natural y corrupción social

Su concepción del ser humano era profundamente optimista y estaba convencido de poderse establecer un nuevo orden social capaz de superar la corrupción moral y las injusticias derivados de las desigualdades sociales.
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 26 DE ENERO DE 2013 23:00 h

Las ideas míticas que Rousseau concibió apuntaban a la creencia de que el ser humano era naturalmente bueno pero, al vivir en sociedad, su naturaleza ética experimentaba una brusca mutación que le hacía descubrir el placer al observar las desgracias de los demás. Al principio el hombre natural encontraba “una repugnancia innata a ver sufrir a su semejante”.

El individuo primitivo era piadoso, no sólo consigo mismo sino también con los demás, y esta solidaridad congénita es la que habría contribuido a la “conservación mutua de toda la especie”. La humanidad no se habría extinguido a lo largo de la historia porque aquel amor de los orígenes, aunque disminuido, habría logrado también dejar su huella en lo más recóndito del alma humana. Todavía en el presente tal característica “nos lleva en socorro de aquellos a quienes vemos sufrir” y constituye asimismo la causa de la “repugnancia que todo hombre experimentaría en hacer el mal” (¡!). No obstante, la condición moral del ser humano que vive en sociedad ya no es como en el pasado. El hombre primitivo fue superior en todos los aspectos al civilizado, pero éste se habría ido degradado poco a poco:

“El caballo, el gato, el toro, el asno mismo, tienen en su mayoría una talla más alta, y todos una constitución más robusta, más vigor, fuerza y valor en los bosques que en nuestras casas; pierden la mitad de estas ventajas al volverse domésticos, y diríase que todos nuestros cuidados por tratar bien y nutrir a estos animales no sirven sino a bastardearlos. Así es con el hombre mismo: al volverse sociable y esclavo, se vuelve débil, temeroso, rastrero, y su manera e vivir muelle y afeminada acaba por enervar a un tiempo su fuerza y su valor.” (Rousseau, J.J. Del contrato social, Alianza Editorial, Madrid, 1996: 16).

En tal proceso de degeneración la humanidad habría perdido dos importantes características originales: la igualdad y la libertad. Según él, los hombres nacieron de las manos del Creador, libres e iguales entre sí. Sin embargo, podía observarse con facilidad que en el mundo presente el ser humano se veía encadenado por doquier. Cuando se robaba la libertad a las personas, lo que se hacía era sustraerles la facultad de ser seres humanos porque “renunciar a su libertad es renunciar a su cualidad de hombre” y entonces sobrevenían todo tipo de discriminaciones. Estas graves amenazas, surgidas de la vida en sociedad, habrían empezado el mismo día en que fue instaurada la propiedad privada. Cuando un hombre cercó por primera vez una parcela de tierra y exclamó: ¡esto es mío!, en ese mismo instante se terminó la época de la inocencia y empezó la sociedad civilizada.

“El primero al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir esto es mío y encontró personas lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores no habría ahorrado al género humano quien, arrancando las estacas o rellenando la zanja, hubiera gritado a sus semejantes!: ‘¡Guardaos de escuchar a este impostor!; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie.’” (Rousseau, 1996: 248).

Como es sabido, la trascendencia de este pensamiento fue inmensa para las generaciones posteriores. Rousseau escribió ya en el siglo XVIII lo que más tarde constituiría la base de la doctrina marxista. La propiedad privada sería la gran generadora de desigualdad, de bienes de producción cada vez más superfluos y, finalmente, de guerra entre las distintas clases sociales. Así como para Locke la propiedad privada era entendida como un derecho natural, para Rousseau ésta suponía siempre la semilla del mal que inevitablemente desencadenaba la corrupción en el seno de la sociedad. Su convicción personal fue que “el demonio de la propiedad infecta cuanto toca” (Rousseau, 1998: 530).

El mito del contrato social que habían defendido Hobbes y Locke, era visto por Rousseau como una colosal estafa propuesta por los propietarios a aquellos otros que carecían de bienes. El ofrecimiento de paz social venía, en realidad, precedido por una amenaza de guerra. En su opinión, este primer contrato para fundar el Estado era perverso en sí mismo ya que se fundamentaba sobre una usurpación y legitimaba el poder de los que tienen, sobre los que no tienen.

En contra de las ideas de Hobbes, acerca de la guerra original de todos contra todos que habría dado lugar al contrato social, Rousseau negaba tajantemente que las contiendas se debieran a la naturaleza humana. Cuando el hombre se peleó por primera vez contra su hermano es porque había dejado ya de ser una criatura natural. Se había “desnaturalizado” permitiendo la implantación de la propiedad privada, que era en realidad la auténtica causa de la guerra. De manera que con la llegada de la sociedad civil y de las leyes que protegían la propiedad privada de unos pocos, habrían empezado todos los males. Se acabó la libertad. Se inició la desigualdad social y los seres humanos se dividieron en dos grupos muy diferentes: el de los ricos y el de los pobres. El ser humano se vio así sometido al trabajo, a la sumisión y a la miseria. Tal sería el mito rousseauniano que vendría a sustituir a los anteriores.

La concepción que el pensador francés tenía del ser humano era profundamente optimista. Estaba convencido de la posibilidad de establecer, todavía en el presente, un nuevo orden social que fuera capaz de superar la corrupción moral y las injusticias que se derivaban de las desigualdades sociales. Su pensamiento político se basaba en la idea de que los individuos, además de buscar su propio interés y su bienestar particular, eran capaces también de procurar el interés de toda la comunidad. La nueva sociedad libre e igualitaria podía lograrse, por tanto, en base a esta renuncia altruista de los beneficios privados en favor de los intereses colectivos. A tal renuncia Rousseau la llamó, “voluntad general” y procuró convencer a sus lectores de que ésta “es siempre justa”.

Su teoría política, perfectamente explicada en El contrato social, llegó a convertirse veintisiete años después en el ideario de la Revolución francesa de 1789. El concepto de “voluntad general” se transformó en un dogma populista que hizo de la opinión del pueblo algo tan supremo e infalible como si se tratase de la voluntad de Dios. Se asumió el dicho de Alcuino, filósofo de la corte de Carlo Magno en el siglo VIII: “la voz del pueblo es la voz de Dios”. Desgraciadamente, a partir de la idea de “voluntad general” de Rousseau se creó, como reconoce Daniel J. Boorstin, “un totalitarismo populista que ha atraído desde entonces a todos los revolucionarios, a menudo con consecuencias desastrosas” (Boorstin, D. J. Los pensadores, Crítica, Barcelona, 1999: 199).

Es verdad que Rousseau no imaginó las violentas repercusiones que tendría su obra, sin embargo El contrato social dio pie a los sanguinarios episodios del Terror ocurridos durante la Revolución francesa. El paralelismo que el pensador francés creyó ver entre su propia vida y la de Jesús, se dio también de alguna manera entre ciertos planteamientos de la doctrina cristiana y los acontecimientos revolucionarios acaecidos durante esta época. Si el pecado de la humanidad sólo podía ser redimido mediante el sacrificio cruento de Cristo, los partidarios de la ideología rousseauniana presentaban también una solución similar para erradicar los males del presente: la injusticia social únicamente podía erradicarse a través del derramamiento de sangre de los contrarrevolucionarios. Si la cruz había sido necesaria en la antigüedad para limpiar al hombre, ahora en la época moderna era la guillotina el principal agente purificador.

Rousseau no pensó en este otro macabro paralelismo, pero lo cierto es que su mito favoreció tal tipo de interpretación. Su pensamiento a favor de una libertad personal sin límites, basada en la bondad natural del ser humano y de un estado también bondadoso que representaba la “voluntad general”, sirvió para hacer brotar los sistemas políticos más violentos y agresivos de los últimos siglos de la historia humana.

Desde Robespierre hasta Hitler han sido muchos los intentos por imponer una política de redención que iba a crear un mundo mejor, habitado por un “hombre nuevo”. Sin embargo, el resultado ha sido siempre el mismo: sufrimiento, destrucción y muerte. ¿Por qué? ¿será acaso que el hombre no es tan bueno como imaginó Rousseau? ¿será quizá que la mente humana está afectada por ese tumor maligno que la Biblia llama pecado?
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Jingo
04/02/2013
15:13 h
2
 
Somos un pais bananero, admitamoslo, tenemos lo que nos merecemos
 
Respondiendo a Jingo

ciro melendez
28/01/2013
23:20 h
1
 
justamente en el gobierno milenial del Señor Jesus,esta premisa de rousseau,sera demostrado que por mas que el hombre se desarrolle en medio de una sociedad justa y ordenada,el hombre siempre sera injusto,por causa del pecado que lleva como herencia en su sangre,al final se rebelara contra Cristo
 



 
 
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