¿Quién no conoce esta frase del Génesis, por alejado que esté del contexto bíblico? Esta es una afirmación que se ha paseado por el discurso de multitud de personas, creyentes o no, apelando a la realidad de la que tantas veces se habla también en el entorno secular, aunque obviamente en otro tono: somos “animales” sociales, gregarios, tendentes a agruparnos y esto es por algo, está en nuestra naturaleza, forma parte de nuestras necesidades… aunque algunas personas no lo sienten así y, desde luego, no le atribuyan una intervención divina.
La tendencia en algunas personas al aislamiento parece contradecir todo lo que sabemos de nosotros mismos. Buena parte de nuestro disfrute, de nuestro apoyo emocional, de nuestras satisfacciones a todos los niveles, provienen de dar y recibir en grupo, de compartir la existencia con otras personas. Pero,
sin embargo, en algunas personas este funcionamiento parece verse del todo alterado.
Es cierto que, en ocasiones, conductas del todo nocivas, como los inicios en el consumo de drogas o ciertas alteraciones del orden, por poner algunos ejemplos, se realizan desde el grupo por el efecto que éste tiene a la hora de difuminar la responsabilidad del individuo. Pero en general, tener a alguien cerca lo que difumina es el dolor, el sentimiento de soledad, el miedo… aquellas cosas que nos atenazan, en definitiva, y nos retienen de plantarle cara a la vida.
¿Por qué algunas personas deciden que están mejor solos? Es de todos sabido que no todos los individuos tienen la misma facilidad para socializar, para entablar conversación, para mostrarse tal cual son con otros. Poder relacionarse implica muchas habilidades que, a muchos, les resultan un verdadero Everest como para tener que plantearse escalarlo. Pero a pesar de todo ello, a muchos de estos sujetos la relación con otras personas les termina resultando el bálsamo que necesitaban, aunque no tengan conciencia inicial de ello.
Nada nos da más miedo cuando somos pequeños que quedarnos solos. Es algo defensivo, funcional. Sirve para algo, nos protege.
Sólo cuando existe alguna problemática (de envergadura, además, como es el caso de los trastornos del espectro autista) o cuando la persona se ha visto sometida a situaciones adversas que le condicionan negativamente contra lo social es que se establece ese rechazo y se convierte en hábito, en huida permanente, en necesidad y disfrute general de la soledad, cuando en realidad no estamos diseñados para eso.
La relación con los demás tiene un efecto curativo en nosotros. No hay como la compañía en un momento de dolor, de bajón, de inestabilidad emocional, para tener ese punto de equilibrio que a veces necesitamos. También es cierto que en instantes puntuales buscamos y necesitamos la soledad para “recolocarnos” y que algunas palabras dichas por determinadas bocas y momentos pueden ser más hiel que miel. Pero, ¿quién nos levanta como un buen amigo? ¿Qué trae más esperanza a nosotros que tener a alguien que nos escucha y que nos dice “Estoy contigo y vamos a intentar que todo salga bien”? ¿O saber que, si no saliera bien, la persona estará con nosotros de todas maneras?
No es bueno que el hombre esté solo. Y Dios le hizo una mujer, pero no sólo esto, sino que además puso en su corazón la habilidad y posibilidad real de relacionarse, no únicamente con otros como él, sino con Dios mismo, lo cual nos hace maravillosamente diferentes. Y no me malentiendan algunos, no se trata de “ombliguismo” o de querer considerarnos el centro del universo, que no lo somos. Es más bien descriptivo de una realidad que vivimos desde la satisfacción, la llenura y la felicidad de sabernos amados por un Dios que quiere relacionarse con nosotros y con Quien nosotros nos podemos relacionar porque él lo ha querido así.
No es bueno cuando nos aislamos. Tampoco cuando atravesamos los valles de sombra de muerte sin nadie que nos consuele tocando nuestra mano. Mucho menos cuando pasamos por esta vida rehuyendo del contacto con los que, sin saberlo nosotros, más felices y completos podrían hacernos. Y al revés. Y qué decir de la relación con Dios mismo, que puso en nosotros de Su esencia y de Su capacidad para amar y ser amados.
Rechazar a los demás, su compañía, su apoyo, su ánimo, incluso cuando puede no ser acertado a veces, es rechazar algo que está en lo muy íntimo de nosotros. Es cerrarnos la puerta a crecer, a madurar, a tener que aprender a adaptarse.
Vivir solo siempre es más fácil que convivir. Al fin y al cabo, uno sólo tiene que satisfacerse a sí mismo, ¿verdad? Pero Dios, que es amor y ha puesto Su amor en nosotros, nos llama a sacrificarnos por quien tenemos al lado, dando de nuestra comodidad, siendo algo más que receptores de lo que el otro nos proporciona para empezar a ser fuente que cubre sus necesidades más profundas, aunque cueste.
Nada nos llena tanto como ser generosos, como amar tal y como fuimos amados.Aceptar la compañía de otros para recibir, sí, para obtener el oportuno socorro, que Dios tantas veces nos proporciona a través de manos humanas, pero también para dar, para suplir, para acompañar, para sostener. No es fácil escoger las mejores palabras… a veces erramos, nos equivocamos, el miedo y el terror, la desesperación o la incertidumbre hablan por nosotros y lo hacen mal. Pero la palabra “perdón” tiene el mayor de los sentidos en compañía de otro a quien, quizá, hemos podido ofender, faltar, malentender… y con quien podemos reconciliarnos.
No es bueno que estemos solos, aún cuando nos apetece. Quizá sí de forma puntual. La soledad tiene también su valor en esos momentos especiales. El Señor ha decidido servirse de otros para obrar. Por poner un ejemplo que bien conocemos, Él podría hacer Su obra con un chasquido de dedos, llevar Su Evangelio, Su mensaje, por medio de Su sola palabra impresa en cada corazón. Pero decide usarnos a nosotros, criaturas, para hacer lo que Él quiere hacer. El grupo, los demás, el prójimo, tienen todo el valor para Dios. Según Sus mandamientos merecen ser amados como nos amamos a nosotros mismos. La mitad de ellos están dedicados al amor que hemos de tener hacia los demás. Igual es respecto a los otros: son llamados a amarnos como se aman a ellos mismos. Y todo ello mediatizado, inflamado, abonado por el amor de Dios que nos permite, si le dejamos, hacer de las relaciones lo que verdaderamente Él quiere que sean.
No dejemos que el individualismo, el egoísmo, la dejadez, la desidia, el miedo, la comodidad… nos alejen de los que tenemos cerca, incluso de los que más nos quieren, de aquellos a los que más queremos. Nos necesitan y les necesitamos. Son parte del legado que Dios ha querido que tengamos cerca, son fuente de bendición, de crecimiento (incluso los que nos molestan, los que nos retan, los que consideramos ajenos a nosotros y a nuestros intereses, gusto y objetivos). No menospreciemos lo que Dios quiere hacer en nosotros mediante ellos, ni la obra que Él quiera hacer en ellos mediante nosotros.
Dios contempló toda la obra de Sus manos… y vio Dios que era buena, incluyendo a “esos otros”.
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