Decíamos la pasada semana que si para Hobbes, como para los teólogos puritanos, el contrato social había sido una consecuencia inevitable de la maldad humana ya que los hombres primitivos habrían decidido pactar entre ellos con el fin de poder sobrevivir en un ambiente de guerra generalizada de todos contra todos, para Rousseau el hombre primitivo sería inocente pues no habría pecado original en él ni, por tanto, necesidad de ningún pacto social que lo librara de sí mismo.
La exigencia de tal contrato sólo se habría hecho manifiesta cuando el hombre empezó a experimentar los males de la sociedad y quiso recuperar la bondad de sus orígenes.
El mito de Rousseau es, por tanto, inverso al de Hobbes. Para éste, el contrato social se habría realizado en un pasado tan remoto que la investigación humana no tendría acceso a él. Para Rousseau, en cambio, el pacto se situaría en el futuro de la humanidad, en el momento en que el hombre fuera capaz de reconocer que la injusticia humana brota siempre de la sociedad.
El mito rousseauniano pretende pues liberar al individuo de cualquier culpa o pecado original, acusando a la sociedad de todos los males existentes y situando su posible redención en un futuro mejor.
Para aproximar dicha redención,
Rousseau proponía una modificación radical de la educación tradicional. A los niños y jóvenes no había que inculcarles los ideales de la civilización sino liberarles de ellos y sustituirlos por una vuelta a la naturaleza.
Crear un programa de “educación negativa” que inmunizara a los alumnos contra los múltiples perjuicios de la sociedad, no insistiendo en lo que es la verdad o la virtud sino, sobre todo, intentando preservarles de caer en errores y vicios; un sistema pedagógico que fomentara el aprendizaje por medio de las prácticas o los experimentos y que, en definitiva, despertara en los muchachos un pensamiento reflexivo e independiente.
En el
Emilio escribió: “¿Queréis pues excitar y alimentar en el corazón de un joven los primeros movimientos de la sensibilidad naciente y orientar su carácter hacia la beneficencia y la bondad? No hagáis germinar en él el orgullo, la vanidad, la envidia, con la engañosa imagen de la felicidad de los hombres; no expongáis primero a sus ojos la pompa de las cortes, el fasto de los palacios, el atractivo de los espectáculos; no lo paseéis por los círculos, por las brillantes asambleas. No le mostréis el exterior de la buena sociedad sino después de haberle puesto en situación de apreciarla en sí misma. Mostrarle el mundo antes de que conozca a los hombres no es formarlo, es corromperlo; no es instruirlo, es engañarlo.” (Rousseau, 1998: 327).
Lograr que el hombre volviera a ser natural y bondadoso, como al principio, no significaba abandonarlo a su suerte en medio de los bosques para hacer de él un salvaje, sino educarlo en una “libertad bien guiada” que le motivara a vivir en medio de la sociedad pero sin dejarse arrastrar por el torbellino de pasiones negativas que anidaban en ella.
Su propuesta era, por tanto, la de una educación que promoviera un retorno a la naturaleza y al estado original de inocencia.
Pero para alcanzar esta utopía no sólo había que cambiar la educación, también los gobiernos debían tender siempre hacia el bien general respetando la voluntad del pueblo. Rousseau estaba convencido de que los gobernantes no podían actuar como si fueran los amos de la población.
Tanto el soberano como sus consejeros tenían que ser conscientes de estar desempeñando el papel de funcionarios o empleados al servicio del pueblo. Cuando un gobierno degeneraba y se oponía a la voluntad general de sus súbditos, éstos podían derrocarlo por la fuerza:
“La revuelta que termina por estrangular o destronar a un sultán es un acto tan jurídico como aquellos por los que él disponía la víspera de las vidas y los bienes de sus súbditos. Sólo la fuerza lo mantenía, sólo la fuerza lo derroca; así todo ocurre según el orden natural,...” (Rousseau, J.J., Del contrato social, Alianza Editorial, Madrid, 1996: 284).
Rousseau no admitía ningún tipo de restricción respecto a los derechos o libertades de las personas porque, en su opinión, un hombre que no gozara de libertad no era un hombre. Sin embargo, cuando los individuos de un pueblo se asociaban, aunque perdían su “voluntad individual”, ganaban una libertad sin límites ya que adquirían “voluntad colectiva”.
Este último concepto es el que abre una profunda fisura en el pensamiento político del gran escritor francés.
¿Qué podía ocurrir si un hombre no estaba de acuerdo con tal voluntad colectiva? La respuesta de Rousseau es que a ese hombre se le debía, sin duda, matar porque era un disidente enemigo del Estado. ¿Qué pensar entonces de las distintas ideologías y de los diferentes partidos políticos? Pues que serían peligrosos y dañinos para el mantenimiento de la convivencia ya que suponían la lucha constante entre la voluntad particular y la colectiva.
Por tanto, el Estado rousseauniano que no legitimaba a los partidos de oposición, ni contemplaba la voluntad individual, podía convertirse pronto en una caricatura del estado totalitario.
Lo cierto es que rara vez estuvo la libertad tan amenazada como en estos pensamientos de Rousseau.
No obstante, a Rousseau se le continúa considerando como el apóstol de la democracia. Aunque, eso sí, de una democracia radical y totalitaria ya que como él mismo escribió: “el hombre debe ser forzado a ser libre”.
El gobierno menos malo para ese estado utópico que él proponía sería el de una aristocracia elegida por el pueblo, en la que los más preparados dirigieran a la multitud, “siempre que se esté seguro de que la gobernarán para el beneficio general, y no para el suyo propio”.
Pero lo cierto es que, como se verá, las ideas de Rousseau contribuyeron paradójicamente, a pesar de sus anhelos de libertad y democracia, a cortar la cuerda de la guillotina durante la Revolución francesa.
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