“¡Oh, señor, si alguna vez hubiera podido escribir la cuarta parte de lo que vi y sentí bajo aquel árbol, ... con qué sencillez habría demostrado que el hombre es naturalmente bueno y que sólo por las instituciones se vuelven malvados los hombres.” ROUSSEAU, Cartas a Malesherbes, (en Emilio, Alianza Editorial, Madrid,1998: 11).
Se ha dicho que en la obra de Rousseau prevalecen el entusiasmo y la oratoria sobre el razonamiento y la demostración convincente. Sin embargo, lo cierto es que
sus argumentos influyeron poderosamente en la manera de entender al ser humano que tuvieron numerosos pensadores posteriores.
Su pluma provocó una reacción literaria en cadena haciendo correr más tinta que la de Aristóteles, Cicerón, Agustín o cualquier otro escritor en el mundo. Incluso hoy algunos políticos manifiestan ser fervientes admiradores del libro de Rousseau,
El contrato social. Al parecer, hasta Fidel Castro llevaba un ejemplar del mismo en el bolsillo cuando luchaba en Cuba. Se podrá o no estar de acuerdo con Rousseau, pero de lo que no es posible dudar es de la originalidad de sus ideas y del influjo que éstas ejercieron.
En contra de lo que había manifestado Descartes, poco más de un siglo antes, Rousseau decía que la naturaleza del hombre no es razón, sino instinto y sentimiento. Los razonamientos se extravían y se pierden, según él, si no son guiados por el instinto natural. Tal exaltación del sentimiento sobre la razón haría de Rousseau casi un postmoderno para quien “el hombre que medita es un animal depravado”. El pensamiento, el saber, el arte y la cultura no habrían contribuido a la felicidad o a la perfección del ser humano como entonces se creía, sino a sus principales vicios y extravíos, alejándole así de la bondad propia de su origen natural.
En su
Discurso sobre las ciencias afirmó que: “La astronomía ha nacido de la superstición; la elocuencia, de la ambición, del odio, de la adulación, de la mentira; la geometría, de la avaricia; la física de una vana curiosidad; todas, aun la misma moral, nacen del orgullo humano.” (Abbagnano, N.,
Historia de la filosofía, 3 vols., Hora, Barcelona,1982: 2, 381).
El contraste fundamental que recorre todos sus escritos es siempre entre el hombre natural y el hombre artificial. El primero sería esencialmente bueno e inocente porque acababa de salir de las manos del Creador, mientras que el segundo, al dejarse llevar por las pasiones propias de la vida en sociedad, se habría alejado de su naturaleza original, degenerando y volviéndose malvado.
De ahí que para Rousseau el auténtico progreso fuera una vuelta a los orígenes. Avanzar sería volver al principio. Evidentemente tal planteamiento iba contra la filosofía del progreso que estaba de moda durante el siglo XVIII y que suponía que el ser humano mejoraba paulatinamente, en la medida en que se ampliaban sus conocimientos acerca del mundo físico y de su propia naturaleza.
La inclinación principal de los estudiosos de esta época era ante todo el hombre, su fisiología y psicología. Predominaba el interés por el individuo sobre las cuestiones de carácter social. Sin embargo, esto no era lo que más le interesaba a Rousseau. Él prefería, por el contrario, centrar sus reflexiones en torno a la vida en sociedad porque el hombre, según lo entendía, no había sido nunca un ser aislado de los demás. Desde la educación recibida hasta la inserción en el mundo de los adultos, el ser humano iba haciendo uso de su libertad y responsabilidad en relación con otras personas. Alcanzar el éxito o la felicidad en la vida no sólo dependía de haber recibido una buena instrucción sino también de saber comportarse adecuadamente en el seno de la sociedad.
Desde esta perspectiva Rousseau conectaba con la ética puritana del contrato social pero modificándola de manera importante. Si para Hobbes, como para los teólogos puritanos, el contrato social había sido una consecuencia inevitable de la maldad humana ya que los hombres primitivos habrían decidido pactar entre ellos con el fin de poder sobrevivir en un ambiente de guerra generalizada de todos contra todos, para Rousseau el hombre primitivo sería inocente pues no habría pecado original en él ni, por tanto, necesidad de ningún pacto social que lo librara de sí mismo. La exigencia de tal contrato sólo se habría hecho manifiesta cuando el hombre empezó a experimentar los males de la sociedad y quiso recuperar la bondad de sus orígenes.
El mito de Rousseau es, por tanto, inverso al de Hobbes. Para éste, el contrato social se habría realizado en un pasado tan remoto que la investigación humana no tendría acceso a él. Para Rousseau, en cambio, el pacto se situaría en el futuro de la humanidad, en el momento en que el hombre fuera capaz de reconocer que la injusticia humana brota siempre de la sociedad.
El mito rousseauniano pretende pues liberar al individuo de cualquier culpa o pecado original, acusando a la sociedad de todos los males existentes y situando su posible redención en un futuro mejor.
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