El mensaje del Maestro posee abundantes referencias a las riquezas y a los bienes materiales ya que durante su tiempo el abismo entre ricos y pobres se había hecho tan profundo que éstos eran marginados, no sólo desde el punto de vista social sino también desde la propia religión.
Los hebreos menesterosos no podían observar correctamente todos los rituales del judaísmo y, por tanto, eran considerados como impuros por los dirigentes de Israel.
Son numerosas las frases de Jesús que condenan la preeminencia de la riqueza como bien mayor, tales como: “no podéis servir a Dios y a las riquezas” (Lc. 16:13); “¡cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!” (Lc. 18:24); “más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mr. 10:25); “el engaño de las riquezas ahogan la palabra” (Mt. 13:22) y muchas otras.
También fue éste el tema de algunas de sus principales parábolas que contienen una denuncia del equivocado comportamiento de ciertos hombres ricos.
Jesús pudo hablar con autoridad de todos estos asuntos porque no tuvo bienes materiales y predicó siempre con el ejemplo personal. En cierta ocasión le dijo a un escriba que deseaba hacerse su discípulo y seguirle en su ministerio: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene donde recostar su cabeza.” (Mt. 8:20). De manera que la pobreza formaba parte del estilo de vida del Señor Jesús.
De todo esto, algunos autores deducen que Jesucristo fue un revolucionario social que luchó contra la acumulación de propiedades, con el fin de proteger a las clases más débiles de la sociedad. Sin embargo, esta no es la versión que ofrecen los evangelios ni el resto del Nuevo Testamento.
Lo que Jesús rechazó fue esa clase de amor a la riqueza que es capaz de convertirla en lo principal de la vida humana. En realidad, se trataba del mismo argumento que sostenían los antiguos profetas de Israel, lo que se condenaba no era el dinero en sí mismo sino el apego a la riqueza que eliminaba a Dios y al hermano de la perspectiva vital.
Cuando los bienes llegaban a ser más importantes que las personas y que el propio Creador, los hombres se embrutecían volviéndose incapaces de cumplir con la voluntad de Dios. En el momento en que la riqueza se convertía en la fuente principal de la confianza humana, entonces ya no quedaba más remedio que renunciar a ella si se quería seguir al Maestro. Este fue el consejo dado al joven rico porque ése era su particular problema (Lc. 18:18-30).
Contra tal actitud del corazón iba dirigido el mensaje de Jesucristo, pero nunca exigió voto de pobreza a todos sus seguidores, ni propuso la revuelta social para redistribuir por la fuerza los bienes de los adinerados. El principal obstáculo de la existencia para aquel muchacho acomodado fue su riqueza. Quizá para cualquier otra persona hubiera sido otro. Jesús no declaró una especie de guerra abierta contra los ricos y contra sus propiedades, sino contra todo estorbo material o espiritual que aliena al ser humano y le impide llegar a formar parte del reino de Dios.
Seguir a Jesús no implica por tanto una renuncia inevitable a la propiedad privada, aunque sí exige que los bienes no sean lo prioritario de la vida ni sustituyan jamás a Dios o a las personas. El dinero debe servir para satisfacer las necesidades humanas y ayudar a quienes lo requieren. Pero, no obstante,
lo que se desprende de las palabras y del estilo de vida austero y humilde del Maestro es que, en contra de la opinión que sostenían los fariseos de su tiempo y ciertas teologías de la prosperidad en el nuestro, las riquezas no constituyen siempre un signo evidente de bendición divina.
El dinero puede ser a veces una bendición pero también una maldición, sobre todo cuando se ha obtenido de forma injusta. La pobreza y la sobriedad tienen también valor en la vida cristiana porque manifiestan que los bienes materiales son secundarios en el mensaje que Jesús predicó. Las bendiciones que Dios concede a sus hijos son absolutamente gratuitas y en su reino sólo se puede entrar por medio de la gracia.
La frase hiperbólica utilizada por el Señor al referirse a la salvación de los ricos, más difícil que el tránsito de “un camello por el ojo de una aguja”, pretendía sin duda utilizar la exageración para captar la atención del auditorio. Y desde luego lo consiguió porque los discípulos se quedaron asombrados y se preguntaron “¿quién, pues, podrá ser salvo?” (Mr. 10:26). Inmediatamente el Maestro respondió: “Para los hombres es imposible, mas para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Dios”.
Jesús no pretendió decir que ningún rico podía ser salvo a menos que renunciara a sus bienes y se volviera pobre. La gracia de Dios es capaz de solucionar aquello que resulta imposible para los hombres y hacer que, tanto los pobres como los ricos, entren en su reino.
El problema no es la riqueza como tal, sino el peligro de la codicia que tanto puede arraigar en el alma del rico como en la del pobre. Por tanto, el fin de los cristianos no debe ser la renuncia sistemática a los bienes materiales sino la utilización sabia de ellos, ayudando a los demás y no permitiendo que el dinero se convierta en el eje de nuestra vida.
Las Escrituras no apoyan ni la acumulación de la riqueza en manos de unos pocos, ni su redistribución por la fuerza. Ni el capitalismo salvaje ni tampoco el comunismo a rajatabla, sino más bien al amor al prójimo que se manifiesta en compartir los bienes con justicia y compasión ya que, en la perspectiva bíblica, el dueño de la tierra es Dios y sólo él puede donarla a todo el pueblo.
La prohibición del robo en los diez mandamientos iba contra aquellos que pretendían apropiarse de bienes comunes, perjudicando a sus semejantes y disminuyendo así su calidad de vida. El bien material más valioso que poseía Israel, la tierra, no era algo privado sino de toda la comunidad.
El mito de tal inviolabilidad fue algo que se inventó mucho después, como hemos visto, durante la época moderna. Pero
la Biblia, en contra de las ideas de Locke, condena siempre la acumulación masiva e injusta de riquezas y propone su equilibrada distribución. A diferencia de Canaán, Grecia o Roma que defendían el mantenimiento de la propiedad privada, las leyes bíblicas pretendieron cambiar la sociedad, garantizar la justicia, mantener la libertad para todos, pero sobre todo procurando defender al débil y alcanzar el bienestar de los necesitados. De ahí que la Palabra de Dios continúe siendo un modelo válido para los gobernantes de nuestro tiempo.
En ocasiones se afirma que la Biblia apoya a quienes tienen éxito en la vida y que la riqueza suele ser habitualmente el resultado de la laboriosidad y del esfuerzo personal en el trabajo, mientras que la pobreza sería consecuencia de la pereza o de la apatía de los individuos. Sin embargo, aunque es verdad que las enseñanzas bíblicas defienden la diligencia y las ganas de trabajar, también proponen la generosidad, la solidaridad y el hábito de compartir los bienes que se poseen con el resto de la comunidad. El individualismo egoísta jamás tiene cabida en las páginas de la Escritura ni en el mensaje de Jesucristo.
La ética bíblica apunta hacia una sociedad en la que cada persona tenga derecho al alimento, a la vivienda, a la educación y a todos aquellos servicios que permitan el desarrollo de sus capacidades humanas.
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