Hace unos años circuló por las pantallas una película con el mismo nombre que encabeza hoy el artículo. Yo, sin embargo, no hablaré de ella en esta ocasión (no sé si en futuras, porque la película me pareció francamente buena, pero esa es otra cuestión). Me dispongo a hablar de otro discurso y también de otro rey con conclusiones, evidentemente, bien diferentes.
En medio de la tormenta complicadísima que nuestro país particularmente atraviesa, ante circunstancias adversas varias en las que parecen tambalearse buena parte de nuestros cimientos vitales (espero que no todos, porque algunos son inamovibles, por más tempestad que haya) es muy curioso cómo cambia nuestro discurso.
La manera en que veíamos el mundo ya no está cuando el mundo cambia, cuando nos lo cambian. La forma en que nos vemos a nosotros mismos es también diferente y progresivamente nuestra imagen se distorsiona, se envilece, incluso.
Ante la adversidad las personas caemos fácilmente en un diálogo con nosotros mismos en el que
· nos reprochamos por todos los errores cometidos,
· nos increpamos por no haber sido capaces de ver lo obvio,
· nos criticamos hasta el más mínimo de los “errores” (que en otro tiempo no hubiéramos considerado como tales, pero que ahora nos parecen atroces debido a la propia coyuntura de las circunstancias),
· nos aterrorizamos ante nuestra propia naturaleza frágil frente a la adversidad,
· nos machacamos ante nuestra incapacidad de resolver lo irresoluble,
· nos horrorizamos cuando lo peor de nuestra naturaleza sale a flote bajo presión
…y
ante todo eso nuestro discurso no queda intacto. También la crisis tiene tentáculos invisibles, pero muy poderosos sobre él y, por ende, sobre nosotros y nuestro estado de ánimo.
No pretendo decir con esto que tengamos que inventarnos un nuevo discurso tipo “mundos de Yupi” que nos mantenga el ánimo a flote a cualquier precio. La conciencia de realidad nunca debería ser el coste en esos casos ni en otros.
Más bien se trata de considerar cuán cercano o lejano está ese discurso nuestro del discurso del Rey al respecto, del verdadero Rey.
En medio de la vorágine del dolor y de la desesperación (que por desgracia a veces también llega a los cristianos, aunque no debiera ser así) tendemos, no sólo a distorsionar nuestro propio diálogo interno, sino también el de Dios, atribuyéndole intenciones, gestos, pensamientos y palabras que no corresponden a Su carácter ni tampoco a la forma que Él tiene de relacionarse con Sus hijos, con Su pueblo.
· Dios nunca se sorprende de nosotros, porque nos conoce íntimamente, antes, ahora y en el futuro.
· Dios no renuncia a Su salvación sobre nuestras vidas, porque Sus promesas son eternas.
· Dios no vuelve la espalda y nos deja cuando se pone totalmente de manifiesto nuestra incompetencia, sino que se acerca aún más si cabe y nos dice “Bástate mi gracia”.
· Dios nos pone frente a aquellos pecados que nos son ocultos, pero no los descubre en el mismo momento que nosotros lo hacemos. Lo que para nosotros es sorpresivo, para Él no lo es y lleva tiempo trabajando con nosotros para llegar, justamente, a ese punto en el que nos encontramos.
· Su discurso sigue siendo trascendente, va más allá de las circunstancias, porque Sus palabras siguen siendo de vida eterna y abundante.
· De Su boca no escuchamos un “Ya te lo dije” sino un “Te sigo amando”; no escuchamos un “Renuncio a ti” sino un “Mi amor es aún más profundo”; no hay un “Me decepcionas” sino un “Con amor eterno te he amado”.
· Dios nos recuerda que conoce bien el desierto por el que pasamos, pero que también nosotros hemos de recordar que hasta aquí Él nos ayudó, amplia y abundantemente.
· Dios no nos espera al final del camino; nos acompaña durante todo el trayecto, poniendo consuelo en nuestro corazón cuando dejamos que nos hable.
· Dios conoce nuestro corazón y, por tanto, cuando nos revela algo que finalmente vemos a ese nivel, Él no necesita estar constantemente recordándonoslo, apelando a nuestra vergüenza, ni humillándonos.
Su discurso ya no es de juicio sobre nosotros, sino de Gracia. Nos ve a través de Cristoy, por tanto, las palabras “Eres mi hijo, en quien tengo complacencia” han de resonar en nuestra mente porque responden a la realidad de su salvación plena, completa y perfecta en nuestras vidas.
Ahora, así dice el Señor, Creador tuyo, oh Jacob, y Formador tuyo, oh Israel: No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú.
Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti.
Porque yo el Señor, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador; a Egipto he dado por tu rescate, a Etiopía y a Seba por ti.
Porque a mis ojos fuiste de gran estima, fuiste honorable, y yo te amé; daré, pues, hombres por ti, y naciones por tu vida.
No temas, porque yo estoy contigo; del oriente traeré tu generación, y del occidente te recogeré.
Diré al norte: Da acá; y al sur: No detengas; trae de lejos mis hijos, y mis hijas de los confines de la tierra, todos los llamados de mi nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice.
Sacad al pueblo ciego que tiene ojos, y a los sordos que tienen oídos.
Congréguense a una todas las naciones, y júntense todos los pueblos. ¿Quién de ellos hay que nos dé nuevas de esto, y que nos haga oír las cosas primeras? Presenten sus testigos, y justifíquense; oigan, y digan: Verdad es.
Vosotros sois mis testigos, dice el Señor, y mi siervo que yo escogí, para que me conozcáis y creáis, y entendáis que yo mismo soy; antes de mí no fue formado dios, ni lo será después de mí.
Yo, yo el Señor, y fuera de mí no hay quien salve.
Isa 43:1-11
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