En la comunidad cristiana hacen falta escritores y escritoras. En comparación abundan predicadores, evangelistas, músicos, docentes de Escuela Dominical, profesores en instituciones teológicas. Todos éstos tal vez no cubran las necesidades existentes en las iglesias protestantes/evangélicas, pero el déficit de escritores es mayor.
Estoy convencido que en el pueblo evangélico hay bastantes más personas que podrían escribir y publicar de quienes lo hacen regularmente. Pero por distintas razones no se dedican a esta tarea.
En parte porque en las comunidades no se estimula esta actividad. Hay pocos ejemplos vivientes con quienes interactuar y que sirvan de modelo.
No se estimula el oficio porque no se le valora. Es más, en términos generales, hasta se le desdeña y considera intrascendente como resultado de un anti intelectualismo de dudosas bases bíblicas.
Escribir es, entre otras cosas, compartir con otros lo que hay en nuestra mente y corazón. Esto presupone un cúmulo, un bagaje, el cual respalda lo que expresamos. La solidez de nuestra formación es la plataforma desde la cual externamos en forma escrita preocupaciones, análisis, esperanzas, advertencias, críticas, alegrías, dolores y celebraciones.
El escritor y politólogo mexicano Federico Reyes Heroles nos recuerda que quien escribe cumple una noble función entre la comunidad de la que forma parte: “Decía Alexis de Tocqueville que la fortaleza de una nación radica en la solidez de sus recuerdos y el poderío de sus sueños. Pero el recuerdo y los sueños de una nación se tienen que plasmar en palabras. Sólo la palabra permite reconocernos, compartir, ser en lo individual y en lo colectivo. Pero la palabra no cae de un árbol como fruto gracioso. La palabra necesita de ingenieros que consoliden los cimientos, de arquitectos que imaginen una forma y, quizá lo más difícil de encontrar, de un alma que sienta por sí misma y por los demás”.
Cultivar las palabras, conjuntarlas, abonarlas amorosamente para ofrecerlas a unos pocos lectores y lectoras es un objetivo que tenemos quienes ocupamos buena parte del tiempo en llenar de letras unos cuantos folios, o cuartillas como decimos en México. Somos jardineros del sujeto, verbo y predicado.
Invertimos muchas jornadas para que las plantas florezcan, y su vista y aroma pueda ser contemplada y olfateado por alguien que descifra los signos redactados.
Escribir tiene que ver menos con el aprendizaje de reglas ortográficas y de redacción que con el hábito de aprender a pensar. No quiero que se me mal entienda en este punto. Un escritor/escritora tiene la obligación de conocer y manejar correctamente las normas del lenguaje, en esto no hay excusa. Sin embargo, me parece, lo primero es la capacidad de deconstruir un tópico con el fin de construir una propuesta.
Hace muchos años en clases de un enorme historiador mexicano, Gastón García Cantú, me quedó impresa una frase que nos deslizó a los integrantes de su seminario de investigación:
“escribe claro quien piensa claro”. Nos retaba a que en los avances que le entregábamos hubiese información dura, concisa, precisa y maciza. Insistía en que la columna vertebral del escrito fuera la argumentación, cuyo resultado apuntaba a persuadir sobre la validez de las conclusiones. Nos aleccionó a desechar la adjetivación reiterada, evitar frases grandilocuentes huecas, consignas ausentes de sustento.
Para escribir hay que tener la disciplina de sentarse frente a la página en blanco, y no levantarse hasta haber pergeñado en ella un conjunto de vocales y consonantes, una hilera de palabras cuyo conjunto es la expresión de nuestro pensamiento.
José Vasconcelos, escritor y educador que tuvo la responsabilidad de ser secretario de Educación Pública en México en los años veinte del siglo pasado, dividió en dos clases los libros, los que leía sentado y los que leía de pie. “Los primeros pueden ser amenos, instructivos, bellos, ilustres o simplemente necios y aburridos; pero unos y otros, incapaces de arrancarnos de la actitud normal. En cambio los hay que, apenas comenzados, nos hacen levantar, como si de la tierra sacaran una fuerza, que nos empuja los talones y nos obliga a enderezarnos como para subir. En éstos no leemos, declamamos, alzamos el ademán y la figura, sufrimos una verdadera transfiguración”.
A diferencia de las dos posibilidades de lectura prescritas por Vasconcelos, escribir sólo puede hacerse en largas horas sentado, con la esperanza de que nuestras líneas conduzcan a que alguien se ponga de pie para ser agente de transformación. Desde nuestra quieta y solitaria labor anhelamos conmover, movilizar, a quienes nos leen pero con el prerrequisito de evitar la tentación de prescribir a otros lo que incumplimos. La integridad es un componente fundamental en los escritores cristianos.
En el taller, en la cocina del escritor, hay herramientas necesarias para esculpir, para cocinar, el abecedario que conformará frases, párrafos y la conjunción de éstos en páginas. En ocasiones la preparación es un gozo, en otras conlleva sufrimiento, aridez y el terrorífico “síndrome de la página en blanco”. Es sintomático que un consumado escritor, Alberto Manguel (autor, entre otros libros, del portentoso
Una historia de la lectura), nos comparta que “el proceso de aprender a escribir es desgarrador porque es inexplicable. No hay cantidad de trabajo arduo, esplendor de propósito, consejo prudente, investigación impecable, experiencia terrible, conocimiento de los clásicos, oído para la música, ni estilo y buen gusto que garanticen que lo que se escribe vaya a ser bueno” (
Lecturas sobre la lectura, Editorial Océano, México, 2011, pp. 41-42).
Manguel comprende bien lo que significa escribir porque él ha experimentado los avatares del oficio: “Me di cuenta de que si bien leer es una ocupación plácida, sensual, cuya intensidad y ritmo son pactados entre el lector y el libro elegido, escribir por el contrario es una tarea estricta, trabajosa, físicamente demandante en la que los placeres de la inspiración están muy bien, pero sólo son como el hambre y el gusto para el cocinero: un punto de partida y una vara de medir, no la ocupación principal. Largas horas, articulaciones tiesas, pies adoloridos, manos acalambradas, el frío o calor del lugar de trabajo, la angustia de los ingredientes que no hay y la humillación por la falta de pericia, las cebollas que te hacen llorar, y los cuchillos filosos que te rebanan los dedos son lo que le espera a cualquiera que quiera preparar una buena comida o escribir un buen libro”.
Esta no es una invitación fácil de aceptar, pero la extiendo particularmente a las nuevas generaciones, con la esperanza que entre ellas surja un puñado de escritoras y escritores que con sus palabras contribuyan a la madurez en el pueblo de Dios. Necesitamos escritores que hablen por y para la tribu.
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