Puede que a algunos de ustedes les haya ocurrido lo que, alguna vez, me ha sucedido a mí también: que ante alguna de las circunstancias que les estuvieran aconteciendo en la vida, hayan pedido un milagro.
Nosotros, como cristianos, creemos que los milagros existen, que Dios puede hacerlos y, por tanto, clamamos a Él de tanto en tanto pidiéndole que realice alguno. Él los lleva a cabo todos los días, pero quizá, al no tener la forma de lo que nosotros consideraríamos estrictamente, se nos pasan por alto y no los sabemos ver. Pero ahí están, y no pueden negarse.
Cuando pedimos, a pesar de que no sabemos bien cómo hacerlo, muchas veces reclamamos el milagro perfecto, es decir, ese que nosotros pensamos que nos resolvería la vida en todos los sentidos posibles.
Si nosotros fuéramos todopoderosos y omnipotentes, escogeríamos resolver nuestras situaciones de una determinada manera y no de otra. Probablemente elegiríamos el camino de menor recorrido, o el de menor resistencia. Pero nos perderíamos otro gran milagro: el que Dios obra en nosotros a través del sufrimiento.
El milagro que pedimos no siempre llega. Es más, podemos estar tiempo y tiempo reclamándolo esperando con convicción a que llegue… pero que ese extremo finalmente no se produzca. Esta es una realidad en el Evangelio.
Él siempre puede, pero no siempre quiere. Y no porque sea mezquino con nosotros. Lejos de esto, es justamente el amor el que guía Sus acciones, aunque no nos lo parezca a nosotros.
Reclamamos el milagro en una línea y no en otra porque pensamos que no hay otra posible manera en que puedan resolverse las situaciones que nos rodean. Pero los días pasan y el milagro no aparece. Y a raíz de esto, nuestra fe decae, tristemente. Pero Él no ha dejado de amarnos. Sólo mueve las piezas como es más conveniente para nosotros y para Sus propósitos.
Lo verdaderamente sorprendente es que, sin darnos cuenta, mientras llega o no llega el que pedimos, Dios obra milagrosamente de otras muchas maneras y lo hace como parte de Su obra maestra en nosotros.
Cuando se pide una acción sobrenatural del Señor sobre nuestras vidas lo hacemos casi siempre pidiendo un cambio sobre otros, o bien sobre las circunstancias. Solemos pensar que lo que no funciona está fuera. Y efectivamente, a veces puede ser así. Pero cuando Dios obra, lo hace a lo grande y no deja cabos sueltos. Ese concepto no existe para Él. Si Él quiere hacer el milagro de forma externa a nosotros, desde luego, puede hacerlo. Pero Él ha prometido trabajar en nosotros y no sólo en el entorno. Su milagro empieza dentro, continúa dentro y termina dentro, aunque su acción repercuta fuera.
Incluso cuando los males que nos acechan y nos aprietan están ahí, en el exterior, Dios sigue queriendo hacer algo en nuestro interior. Es allí donde el Espíritu Santo tiene Su morada y donde se propone completar la obra que inició. Puede que el milagro que pedimos nunca llegue, pero Dios ya está trabajando en Su propio milagro, el que Él decide que es mejor para nosotros, el que nosotros quizá no pedimos, pero el que nos acerca más eficazmente a la imagen de Cristo que Él se ha propuesto crear en nosotros.
No solemos contar con nuestro propio milagro, el que se produce en nosotros. No lo hacemos, simplemente, porque no es el que habíamos pedido. Por eso también, en cierto sentido, es un doble milagro. No está enturbiado por nuestra propia expectativa al respecto, ni viciado por lo que hemos rogado encarecidamente al Señor. Simplemente se da, ocurre, y no sabemos ni siquiera muy bien a qué se debe. Es más… podemos estar vehemente luchando porque algo no se produzca, pero si en la voluntad de Él está que ese algo ocurra, se dará, sin más, aun en contra de nuestros propios deseos. Sus milagros los establece Él y no nosotros, aunque a veces puedan coincidir en el tiempo ambas cosas.
Esto es también una obra directa de la acción de Su gracia: no nos da siempre lo que le pedimos, ni nos concede siempre lo que creemos que necesitamos. Nos ama demasiado para ello. Pero obra Su mano en nosotros de una forma tal que, incluso cuando peleamos contra nosotros mismos o Su propia voluntad, la nuestra puede ser forzada en la dirección que Él quiere. El milagro en tantas ocasiones tiene que ver con que aceptemos lo que, de otra manera, jamás hubiéramos aceptado. Sucede cuando, a pesar de nuestros deseos humanamente hablando, hacemos aquello que Su voluntad nos dice que es bueno, aunque no nos apetezca. Ocurre cuando tenemos paz en medio de la adversidad y el sufrimiento, sabiendo que en nuestras propias fuerzas estaríamos desesperados, afligidos y prácticamente arruinados. Todo eso son milagros, Sus milagros.
Este es el milagro que el creyente disfruta constantemente: la obra del Espíritu de Dios que consuela, trae paz, alivio y descanso al corazón afligido. Porque mientras pedimos un milagro, Dios cada día trae nuevas acciones sobrenaturales a nuestro camino, veámoslas o no, y obra Su propio milagro en nosotros: el milagro inesperado, el de resultados sorprendentes, fruto imprevisto, gloria a Su nombre.
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