El ansia de inmortalidad que henchía el cerebro y el corazón de Unamuno queda expresado en este grito: “No quiero morir, ni quiero quererlo”.
Sobre el tema de la muerte y la inmortalidad en la obra de Unamuno se han realizado tantos estudios que poco queda por decir. Para Emilio del Río,
el ansia de inmortalidad es la clave de toda su obra. El jesuita recuerda palabras del Maestro: “Yo necesito la inmortalidad de mi alma; sin ella, sin la fe en ella, no puedo vivir, y la duda, la incredulidad de haber de no lograrla, me atormenta”. (32)
En carta a Jiménez Illundain en 1905 le decía: “Cada vez me siento más cristiano, más creyente en la otra vida”. En LETRAS ALEMANAS, criticando a Nietzsche, quien “se jactaba de haber arrancado del alma del pueblo la fe en otra vida”, comenta: “Desgraciado del pueblo al que no le dejan soñar con los ojos puestos en el cielo de la noche y mirarlo más allá de las últimas estrellas”. (33)
La idea de la muerte le obsesiona, le produce un quebrantamiento interior que sacude todo su ser y da el tono desgarrado a su obra, incluyendo la poética.
Unamuno nunca pintó la muerte con esas caricaturas horribles heredadas de la Edad Media. Pero el pensamiento de la muerte se asocia en él a la idea de ruptura del compuesto humano, a la tristeza de una amistad rota.
En el segundo capítulo de EL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA, reflexiona: “¿Por qué quiero saber de dónde vengo y adónde voy, de dónde viene y adónde va lo que me rodea, y qué significa todo esto? Porque no quiero morirme del todo, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, nada tiene sentido. Y hay tres soluciones: a) o sé que me muero del todo, y entonces la desesperación irremediable, o b) sé que no muero del todo, y entonces resignación, o c) no puedo saber ni una ni otra cosa, y entonces la resignación en la desesperación o ésta en aquélla, una resignación desesperada, o una desesperación resignada, y la lucha”. (34)
La muerte y la inmortalidad cubren muchas páginas en los libros de Unamuno. En algunos de sus escritos deja claro que suprimir la vida futura viene a ser lo mismo que suprimir la idea de Dios: “Si del todo morimos todos, ¿para qué todo? ¿Para qué? Es el ¿para qué? de la Esfinge, es el ¿para qué? que nos corroe el meollo del alma, es el padre de la congoja”. (35)
Ese ¿para qué todo? ha sido la pregunta de los siglos; ya torturaba el alma de Salomón cuando escribió el Eclesiastés, unos tres mil años antes de que Unamuno naciera.
El aguijón de la temporalidad humana, que desde el paraíso ha venido constituyendo una idea doliente para el hombre de todos los tiempos, también inquieta a Unamuno: “Me sucede, hace ya algún tiempo, una cosa pavorosa, y es que el corazón parece habérseme convertido en un reloj de arena; y me paso los días y las noches dándole vueltas. Jamás sentí de tal modo el correr del tiempo. Sabía, si- ¿quién no lo sabe?-, lo sabía; pero no lo sentía como lo siento ahora. Ya no es que se me agranda mi pasado; es que se me achica el porvenir, que disminuyen mis esperanzas”. (36)
Esta carrera del tiempo que disminuye el penacho de humo al que llamamos vida es, según San Agustín, una carrera hacia la muerte. A todo lo que pasa en el tiempo llamó Cristo “un poquito”. Y este poquito angustiaba a Unamuno. El joven del ensayo PAZ EN LA GUERRA se debatía en el mismo dilema: “Tener que pasar del ayer al mañana sin poder vivir en toda la serie del tiempo!....Era un terror loco a la nada, a hallarse sólo en el tiempo vacío, terror loco que sacudiéndole el corazón en palpitaciones, le hacía soñar que falto de aire, ahogado, caía continuamente y sin descanso en el vacío eterno, con terrible caída”. (37)
Unamuno, lector asiduo de la Biblia, maestro de la exposición bíblica, nunca llegó a entender que desde el punto de vista divino el tiempo es camino a la eternidad. Un día de tiempo menos en la tierra es un día de tiempo más hacia lo eterno. Estas preocupaciones nunca las tuvo claras. Hacía dramas de ellas. Las convertía en tragedia, razón de casi toda su obra, especialmente en DEL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA, LA AGONÍA DEL CRISTIANISMO, LA ESFINGE, SAN MANUEL BUENO, etc.
Cuando la razón se imponía en él a la fe, negaba la inmortalidad. En el varias veces citado MI RELIGIÓN Y OTROS ENSAYOS, confiesa: “Yo no aseguro ni puedo asegurar que haya otra vida; no estoy convencido de que la haya”.
Terminando el ensayo sobre su religión, admite que la inmortalidad es una “espina en lo más profundo del corazón. No puedo resignarme a volver un día a la inconciencia. Tengo sed de eternidad”. (38)
Esa sed le desborda. El agua de vida se le escapa por todos los agujeros del alma. Y desde lo más íntimo y escondido de su ser lanza un grito desesperado y casi animal: “No quiero morirme, no, no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia”. (39)
“Yo necesito la inmortalidad de mi alma, la persistencia indefinida de mi conciencia individual; la necesito. Sin ella, sin la fe en ella, no puedo vivir; y la duda, la incredulidad de haber de lograrla, me atormenta”. (40)
Con este artículo concluye la serie de escritos que PROTESTANTE DIGITAL ha querido ofrecer a sus lectores para contribuir a las celebraciones promovidas por la Universidad de Salamanca al declarar oficialmente este 2012 “Año Unamuno”.
Notas.
32. Ver Emilio del Río, LA IDEA DE DIOS EN LA GENERACIÓN DEL 98,pág. 47
33. Obras Completas, tomo IV, pág. 1375
34. y 35. Obras Completas, tomo VII, págs. 129 y 134
36. Obras Completas, tomo III, pág. 270
37. Obras Completas, tomo II, pág. 128
38. Obras Completas, tomo III, pág. 365
39.Obras Completas, tomo VII, pág. 136
40. Ensayos VII, confrontar Julián Marías, obra citada, pág. 193 y Pedro Turiel, obra citada, pág. 70
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